El Ayuí y la emancipación en la pluma de Joaquín Lenzina
Se llamaba “la sombra de Artigas” y era un sabio esclavizado, que el Protector liberó. El “Negro” Ansina, tal su apodo, narró en versos toda la revolución federal, incluso los momentos clave del artiguismo en Entre Ríos. Y explicó como nadie el sentido de sus luchas.
Las familias
orientales entraron a nuestra provincia luego del negocio de Buenos Aires con
España, que significó la entrega de toda la Banda Oriental y la mitad de Entre
Ríos a Europa, un año y medio después de la Revolución de Mayo.
Entre los 16.000
orientales estaba Joaquín Lenzina, el payador. Con el tiempo, conocimos sus
versos. “Hombres y mujeres patriotas./ miles somos y estamos aquí./ Jóvenes y
niños entusiastas,/ que acampamos en el Ayuí”, dice una de las decenas de
estrofas dedicadas por el “Negro” Ansina al éxodo oriental y a la hermandad con
los entrerrianos.
“Saludó nuestro
pasaje,/ del Salto, el canto atronador/ del Uruguay en nuestro viaje / al Entre
Ríos acogedor”.
“Tenemos un
refugio aquí,/ donde también vuela el cardenal,/ porque hemos venido al Ayuí,/
dice: ¿vuelvan a la Banda Oriental!”.
“Aquí nos visitan
los leones/ que vienen de los montes de Montiel./ pero junto a nuestros
fogones/ siempre cantamos y comemos miel”.
“Aunque somos una
multitud/ de hombres, mujeres y niños,/ Artigas ve nuestra gratitud,/ en
nuestro respeto y cariños”.
“Blancos, morenos
e indios,/ todos estamos unidos./ Ricos y pobres, sin fastidios,/ formamos
inmensos nidos”.
Y en otro poema:
“Todo un pueblo en campamento/ bajo los palmares del Ayuí/ acalla su gran
lamento/ que lo ha traído hasta aquí”.
“Las aguas de este
buen arroyo/ no pueden apagar nuestra sed./ En Artigas tenemos apoyo/ para no
ser esclavos a merced”.
“Las colinas
entrerrianas/ nos recuerdan a las cuchillas,/ donde no se escuchan las dianas/
ni en el campo ni en las villas”.
“Nuestras armas
son palos/ tampoco es de fierro el corazón:/ sabemos castigar a los malos,/ sin
temer de España al león”.
El sueño del
Patriarca
Como puede
observarse, un lustro antes de la declaración de la independencia en Tucumán ya
Lenzina hablaba de no temer a España. Sus palabras son importantes, porque van
marcando los hitos de la revolución. Veamos, por caso, su exaltación de los
próceres bien cercanos, para luego comparar estos versos con la mirada
sarmientina de “civilización”, a la europea.
“Lo que soñó
el Patriarca te diré:/ el genio de una raza de volcán,/ mezcla de tupacamaro,
el rebelde,/ y del invencible Caupolicán…”. Estos son versos de Joaquín
Lenzina, hijo de esclavizados, y esclavizado él mismo.
En un poema que
este descendiente de africanos dedica al guaraní Andrés Guacurarí, narra los
sueños del criollo José Artigas y resalta las figuras de dos emblemas mapuche y
quechua aymara.
Se trata de una
síntesis inigualable de las fuentes y las metas de aquella revolución inconclusa o, mejor, abortada.
Joaquín Lenzina, apodado
el Negro Ansina, guardó decenas de poemas inspirados en la gesta artiguista. En
uno de los capítulos de esa epopeya, titulado “Andresito: el valiente de
Artigas”, resaltó el encuentro de ambos en Entre Ríos, cuando Buenos Aires
pactó con España la entrega de la Banda Oriental y la mitad de Entre Ríos a la
corona, un año y medio después de la Revolución de Mayo.
“Naciste en San
Borja de las Misiones,/ y jugaste en el río Uruguay,/ que inspira las grandes
visiones/ de lo que habrá después de lo que hay”.
Un cauce milenario
echando luz sobre el futuro. Así vio Lenzina al Uruguay.
“Desde que
Artigas te conoció,/ en los días tristes del Ayuí,/ como hijo del alma te
adoptó,/ a causa de lo que vio en ti”.
Hasta aquí, el río
como fuente de inspiraciones, la reunión de Artigas con Guacurarí en pleno
éxodo oriental a orillas del arroyo entrerriano en cercanías de Concordia. Y
entonces, sí, los versos que desnudan el corazón de la revolución: “Lo que soñó
el patriarca te diré…”
Guacurarí en
nosotros
¿Qué nos dijo
Lenzina, como pensador y poeta y payador y políglota y guerrero de estas
tierras, en esos versos que suenan como una carta a la posteridad? Podríamos
interpretar que el patriarca, José Artigas, veía en el líder guaraní,
Guacurarí, el reverdecer de toda una estirpe con la confluencia de los pueblos
del continente. Y que imaginó su condición de guaraní abonada por la rebeldía
quechua aymara y la fortaleza mapuche. Afroamericano, guaraní, criollo, quechua
aymara, mapuche. ¿Se refería Lenzina a una persona, o expandía el sueño a toda
una civilización? ¿O a ambas cosas?
En la serie de
poemas de Lenzina publicados por Daniel Hammerly Dupuy y Víctor Hammerly
Peverini, justo antes de los versos dedicados a Guacurarí aparece un poema
que Lenzina dedicó
a los charrúas. “Los charrúas han vencido por igual/ a los españoles y
portugueses,/ que se metieron en la Banda Oriental:/ a todos derrotaron varia
veces”.
“A nadie respetan
sino a Artigas./ Lo admiran por jinete valiente,/ porque no elude las fatigas,/
para que se respete a esta gente”. “Según ellos es el Gran Cacique/ y le
obedecen con devoción:/ saben que así no habrá quien les quite/ la libertad de
su raza y nación”.
La mirada preclara
de Lenzina fue subrayada por el poeta Guillermo Saraví: “¡Oh, grande,
noble, generoso Ansina,/ entre todos los héroes yo te elijo;/ tu altísima
palabra dolorida/ debe ser por los hombres esculpida/ en sagrado metal de
crucifijo!”.
Las vertientes
El payador Ansina
exalta en varios de sus poemas la confluencia de distintas vertientes en la
revolución, y en el pueblo emancipado.
Durante el Ciclo
de Charlas que este año desarrolla la Municipalidad de Chajarí con motivo del
“Año del Federalismo”, nos invitaron a hablar sobre la Batalla del Espinillo y
elegimos este subtítulo: “Nuestras deudas con la Soberanía particular de los
pueblos”.
Allí expusimos
sobre el contexto de la Batalla del Espinillo desatada un 22 de febrero de
1814, y acudimos a los versos de Lenzina para preguntarnos por ese mundo que
reúne a los Ansina, Guacurarí, Artigas, Tupac Amaru y Caupolicán.
A poco comprobamos
que esos nombres resumen la capacidad de resistencia, la tendencia a la
emancipación, la amistad con el entorno, el sistema de solidaridad en la vida
comunitaria, la complementariedad de los contrarios, todo posible desde el
objetivo principal y casi excluyente de la revolución federal artiguista: la
soberanía particular de los pueblos. Es decir: la autonomía de las culturas
ligadas en confederación, el respeto a los modos de pensar, de organizarse, de
sentir, de procurarse los alimentos, de relacionarse con los demás; los modos
de hablar, las tradiciones, las creencias, los territorios.
Y es que la
soberanía particular de los pueblos es, hoy mismo, un antídoto natural, para
nosotros, contra todo intento colonial hacia la uniformidad tan apreciada por
el imperialismo para vender a toda la humanidad lo mismo.
Maniobra de pinza
Una vez derrotada
la revolución federal con el exilio de José Artigas y la muerte de Francisco
Ramírez, el colonialismo con sede en Buenos Aires inauguró un camino nuevo que
se sostiene hasta hoy, en base a dos pilares de la colonia: la ciencia moderna
y la religión.
En Chajarí
recordamos que la primera gran batalla federal fue a minutos de Paraná, en
cercanías del arroyo Espinillo, aunque antes hubo manifestaciones de esas
disidencias allí cerca, en Mandisoví, con el enfrentamiento entre Domingo
Manduré y Pablo Areguatí, dos guaraníes, uno aliado de Buenos Aires, Areguatí,
y otro aliado de Artigas, Manduré.
El caso es que en
el Espinillo hizo eclosión la diferencia entre los cambios pretendidos por
Buenos Aires con la intención de sostenerse como heredera de la colonia
(propósito que logró plenamente), y la revolución federal luego derrotada.
Y bien: ya
instalado el Estado-Nación blanco, eurocentrado, racista, cuando el poder
porteño decidió sacrificar a los pueblos del sur, invadir el Neuquén, cometer
genocidio en el País de las Manzanas, una patria con su jefe, Sayhueque
(genocidio con los Remington que habían probado en el pecho de los
entrerrianos), ahí Buenos Aires mostró su condición colonial, como lo había
mostrado contra el Paraguay, bajo designios de Inglaterra. Hasta llegar al
estado actual, en que nosotros no conocemos nada que pase en la provincia de
Corrientes, por caso, si no viene colado por Buenos Aires.
Cuando Mitre,
Roca, Avellaneda y los suyos (y antes Rosas, si pensaban distintos, pero
coincidían en atacar al pueblo originario), mataban a las mujeres y los hombres
que (con justicia) se resistían al atropello, eran acompañados por sacerdotes
mandados por Don Bosco desde Italia, para atraer a los niños a las capillas y
las escuelas, con el fin de “civilizarlos”. La Iglesia y sus adversarios
anticlericales promoviendo el genocidio por igual. Aquellos que hoy mismo piden
con razón la separación de la iglesia y el estado, ¿será que se embanderan con
uno de esos dos poderes?
Y Sarmiento, el
“padre del aula”, escribiendo que había que matar a los niños mapuches, a los
niños guaraníes, porque debían exterminarse sus culturas de raíz.
Un movimiento de
tenaza, o de pinza: el racionalismo y la religión, el templo y el Estado, para
exterminarnos. Occidente a pleno, por sus dos vías, contra nuestros pueblos.
Esta es la colonialidad. Y los docentes argentinos celebrando su Día en
homenaje a un racista de primer orden. Llamar maestro al más racista, ¿qué
expresión podría ser más colonial?
Sarmiento y Ansina
El sueño del
patriarca (Artigas), según Lenzina, era la exaltación de Tupac Amaru y
Caupolicán. Veamos lo que pensaba la Argentina moderna (ya destruido el
artiguismo):
“¿Lograremos
exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia
sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a
quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos
indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es
providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera
perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. Eso
escribía el “padre del aula”, Sarmiento, cuya imagen aún venera la escuela
argentina.
¿Y sobre los
guaraníes? “Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo
guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza
perdida de cuyo contagio hay que librarse”.
Antes que
Sarmiento llamara a librarse de ese “contagio” y a matar niños, Lenzina veía en
Guacurarí la expresión de una raza de volcán comparable a Tupac Amaru y
Caupolicán.
¿Cuánto leen hoy
nuestras niñas, nuestros niños, de Lenzina en las aulas argentinas? Cero. Allí
manda Sarmiento. No bastaron cinco siglos de oprobio eurocentrista,
conquistador, para que advirtamos nuestro estado de servidumbre. ¿Qué era
Artigas para Sarmiento? “Un terrorista endurecido en la rapiña”. ¿Qué
era en cambio el Protector para Lenzina? “¡Artigas fue nuestra
liberación!”. Así de sencillo. “Fui su sombra en vida./ Él era la luz
amiga:/ alumbraba hasta de día”. “Amaba la libertad./ Odiaba la esclavitud./
Aborrecía la maldad./ Admiraba la virtud”. Palabras de Lenzina.
Atopía
Hay muchos ejemplos
de la condición de atopía que sufren los animales, los árboles, las historias,
los alimentos, el cancionero, los saberes, las tradiciones, en nuestras
instituciones públicas. Sea en los medios masivos como en las aulas. (Siempre
consideremos las excepciones, claro). Ni el alumno encaja bien entre cuatro
paredes, ni las manifestaciones de la cultura y la biodiversidad encuentran
casilleros en los compartimentos estancos de la educación occidental, colonial.
Y bien: la
soberanía particular de los pueblos, como el federalismo, como la comadreja,
como el ñandubay, como las luchas de Ángel Borda, como los versos de Joaquín
Lenzina, pueden entrar, pero incómodos. La uniformidad que instaló la colonia
no partió de nuestros montes, de nuestros ríos, de nuestros poetas, de nuestra
historia, de nuestras luchas, de los platos que nos preparan las abuelas, claro
está.
El
distanciamiento, el desarraigo, son marca en la vida colonial que continúa por
distintas vías en pleno siglo XXI.
Sin embargo,
aquellas raíces de las que hablaron Martiniano Leguizamón y Marcos Sastre, la
hospitalidad de la mujer y el hombre de la isla, el trabajo comunitario y
festivo de las mingas en las lomadas, la consustanciación del hombre y el
árbol, son raíces que no han muerto del todo. Quedaron como debilitadas por la
prevalencia de un sistema moderno individualista, antropocéntrico, racista,
pero por todos lados quedan relictos de esa otra vida en armonía, en comunidad.
Es allí donde las historias menospreciadas, como la de Joaquín Lenzina,
encontrarán sin dudas un lugar.
Luego de cantar
las glorias del caballo de José Artigas, y tras la muerte de su jefe y amigo
oriental, Lenzina confesó: “Cuando veo el Morito/ leo su tristeza:/ lloro un
poquito,/ y baja la cabeza”.
Nuestro sistema
colonial hizo eje en el desaire al lugar. El lugar es invisible en esta
colonia. Pero ese es el sistema, y el sistema tiene grietas por donde se cuelan
felizmente los Lenzina.
Daniel Tirso
Fiorotto – Despertar entrerriano – julio 2021