El hacinamiento es una marca del racismo de este siglo XXI
Consideramos aquí causas y daños del amontonamiento de las familias en barrios insufribles, extirpadas de la naturaleza; el riesgo de muerte que depara ese sistema, y la necesidad de emanciparnos desde los recién nacidos.
Estamos escribiendo en el Día de los Trabajadores, de ahí nuestro homenaje a
ese símbolo del trabajo que han llamado “cabecita”, hoy víctima de un tipo de
racismo poco explorado como tal.
Tanto machacaron sobre los excluidos desde el Estado y las corporaciones que a
los sobrevivientes lograron extirparlos del paisaje y encerrarlos sin necesidad
ya de alambres de púa, de rejas.
Todos los documentos firmados por pueblos originarios de la región dicen que el
territorio es la vida para nuestras culturas, que sin tierra no podemos
desplegar las alas.
En nuestras formas de conocer y vivir (los modos de pueblos del Abya yala,
América) necesitamos un horizonte, un diálogo con los árboles, somos fibras de
una red en permanente intercambio.
Es fácil recorrer nuestra región litoral y observar los territorios vaciados de
humanos y talados al mismo tiempo. Y es fácil ver a los desterrados en el
hacinamiento de los barrios, cargados de problemas y vedados de expectativas
ciertas. Pocos lugares donde trabajar, para la juventud; muchos donde ejercer
la violencia o abandonarse a las drogas.
La tierra para la especulación los marginó. Quedó concentrada en pocos,
arrendada por pooles, con el desembarco del capital para hacer de los territorios
sus canchas de negocios. La tierra quedó en manos de cualquiera menos de los
que saben trabajarla y respiran en ese paisaje.
La colonialidad
Filósofos, políticos, escritores de Europa y de la Argentina solían declamar
ciencia, libertad, razón y valores morales, al tiempo que repulsaban al negro
africano, al indio de Abya yala, al mestizo (criollo, gaucho, cabecita), y lo
hacían en el momento en que el negro y el indio eran secuestrados, torturados,
esclavizados y masacrados.
La educación colonizada por categorías venidas de Europa (con pretensiones de
universalidad) que menospreciaba todo lo de acá, esa “educación” ocultó los
ataques o minimizó su importancia.
Destruían al negro, al indio, al gaucho, al mestizo, los tenían por inferiores,
brutos, incapaces, y se burlaban de ellos cuando la Argentina contaba con
mayoría de negros, indios y gauchos, mestizos. Decían “negro imbécil” y nos
señalaban con el dedo.
Hay que ponerse en el lugar. Si nosotros somos africanos, y viene un Fulano y
nos dice “estúpido, enano, no servís más que para esclavo, nunca entrarás en la
civilización porque no te da la cabeza” (que eso decían), es muy probable que
de allí no esperemos consejos. Sin embargo, la colonialidad ha hecho que esos
racistas sean próceres hoy, todavía, con sus bronces en las calles, en el aula,
en las bibliotecas.
Qué es el racismo
La posición de aquellos llamados intelectuales queda mejor explicada en el
conocido chiste de un paisano que advirtió que tres tipos le estaban dando una
tunda a un joven. Y qué hago, me meto o no. Entonces decidió intervenir: “¡Le
dimos una paliza entre los cuatro!”
Puede ocurrir que el intelectual no conozca la situación. Pero algunos de ellos
daban cátedra sobre sociedad e historia... No dudaron en colocarse del lado del
poder esclavista y genocida, cuando ese poder del blanco europeo llevaba ya 150
y hasta 300 años haciendo estragos.
Hay autores que para estudiar el racismo incluyen distintas marcas. La
religión, el color de piel, la estatura, pero también la clase social, las
costumbres, la región, lo que sea para colocar al otro en un escalón inferior
(o bajo la línea de lo humano) y explotarlo.
Ahora miremos el tiempo actual. ¿Cuáles son las marcas del racismo más claras
entre nosotros?
Una marca racista es hoy el hacinamiento que desarticula la familia, la
comunidad, reduce al humano y también es un estigma porque en muchos casos los
obreros preferirán no dar a conocer su domicilio, si quieren conseguir un
trabajo.
Hemos naturalizado el hacinamiento de nuestras familias como ayer se
naturalizaba la esclavitud.
La educación, los medios masivos, las religiones, las familias, los Estados,
coinciden en sostener su ceguera frente a este flagelo.
Tendemos a creer que una callecita estrecha con casas amontonadas (casas en el
mejor de los casos), o edificios que parecen cárceles, son lugares. ¿Por lo
menos tienen un techo, no? (Lugar, decimos, hogar).
En el mismo instante en que negocian con terratenientes de 500.000 y más
hectáreas los funcionarios difunden con bombos y platillos que hicieron 50
casas en una hectárea (y estamos hablando de barrios abiertos, para lo que se
acostumbra).
En otras villas, las casitas de varios pisos con pasadizos de dos metros en los
que no entra el sol, son fuente de miserias.
Los nadie
Es tal la propaganda que en algunos casos las mismas familias hacinadas,
encerradas, ignoran la magnitud del atropello del que son víctimas. Porque ya
sus padres y abuelos vivieron así.
La propaganda ha logrado una resignación colectiva. Arturo Jauretche recuerda,
entre las zonceras argentinas, esta frase de Varela: “si el sombrero existe,
sólo se trata de adecuar la cabeza al sombrero”. Dicho de otra forma: esto es
lo que hay. O te adaptás o morís.
La gran mayoría de la población argentina vive con cierto grado de
hacinamiento, pero las clases con recursos pueden zafar. El problema del
hacinamiento en grado de racismo se expresa entonces en los excluidos, y es un
círculo vicioso.
La confluencia de varios factores convierte esa situación en racismo.
Desarraigados, sus saberes son menospreciados, sus modos cambiados; obligados a
compartir espacios de prepo, con trabajos precarizados, o desocupados, vedados
de un lugar donde cultivar sus alimentos, y vedados de ámbitos naturales para
la serenidad del espíritu y el diálogo fecundo con otros pares, con uno mismo o
con las otras especies.
No es difícil comprobar que entre ellos se encuentran muchos de los
tataranietos de aquellos negros, aborígenes y mestizos sometidos de ayer. Los “cabecitas
negras”.
Homo hacinado
El racismo del siglo XXI produce en la Argentina un humano que podríamos llamar
“homo hacinado”. En el invierno suele aparecer en las portadas de los diarios
cuando una familia entera muere calcinada por el brasero, o asfixiada.
Son los sin tierra, los desheredados, los sin trabajo, a veces sin techo; y en
ciertos casos, los callados con planes sociales. El racismo les ha hecho creer
que están así porque no hay para todos, que su destino es sobrevivir.
Los racistas ocuparon todos los espacios, entonces sobran humanos. Los
mantienen confinados en verdaderos campos de concentración, donde los
alambrados de púas no son necesarios porque permanecen como anestesiados. Les
trazaron una raya: aquello no es para ustedes.
Hay que decir que el hacinamiento está en las antípodas del ayllu (organización
social milenaria que involucra la familia, la cultura, el trabajo comunitario,
la vida social); está en las antípodas de la vida en armonía en el paisaje, y
en las antípodas de la “soberanía particular de los pueblos” por la que bregaba
la revolución federal de José Artigas, porque esa autonomía requería de
comunidades en sintonía, con relaciones cultivadas por décadas, con cierta
fisonomía propia. También en las antípodas de las inquietudes de las asambleas
ambientales que procuran hoy un retorno a la armonía en el paisaje.
Nada que hacer
Decíamos que el “homo hacinado” no puede cultivar alimentos sanos, compartir con
las gallinas, cosechar huevos y frutas, dialogar con la naturaleza; no puede
generarse expectativas, no puede desplegar los saberes de sus antepasados, no
puede ejercer a pleno su necesaria solidaridad, y se enferma.
Antiguamente daba sin esperar, recibía sin pagar. Jopói le llama el guaraní a
la actitud de manos abiertas mutuamente. Casi todo eso está dificultado (no
vedado) en el hacinamiento.
Así como señalamos las responsabilidades de los pensadores de ayer que ejercían
el más puro racismo en el momento en que imperaba el racismo para cazar,
someter y explotar al otro y robarle las riquezas, o matarlo, ahora apuntamos
nuestras responsabilidades en torno del racismo de hoy. (El de “ayer” está
intacto: las adhesiones a Donald Trump en los Estados Unidos lo dicen bien).
En nuestro tiempo, los que intentamos meditar tenemos que declararnos sin dudas
contra el hacinamiento. Equivale a promover la destrucción del latifundio, a
reprobar la concentración de la propiedad y la tenencia de la tierra y toda la
economía de escala, porque allí está, en nuestra región, la raíz principal del
neorracismo que consiste en apilarnos para facilitar su control.
Los negocios de unos pocos (capital financiero, pooles, políticos,
terratenientes, grandes industriales, multinacionales del comercio y los
insumos, etc), necesitan el campo libre de obstáculos, es decir, libre de
personas.
Esa es la razón por la cual muchas familias como las del litoral viven en el
destierro, hacinadas.
Libertad de vientres
Estamos hacinados. Mientras superamos este problema (sabemos todo lo que
significa ¿no?), debemos quitar del pantano a los gurisitos. Es necesaria, en
este siglo XXI, una libertad de vientres.
Los recién nacidos podrán interactuar en el paisaje, podrán acceder a alimentos
sanos en cercanía, podrán conocer el entorno y practicar el vivir bien (sumak
kawsay), en armonía, y la solidaridad, la complementariedad (yanantin). Todos
principios prohibidos hoy.
El estudioso Ramón Grosfoguel y otros hablan de “marcas” regionales de racismo.
Uno mismo puede detectarlas, digamos. Para Grosfoguel, al racismo biológico
(cultural) le siguió un racismo cultural propiamente dicho, que funciona en dos
direcciones: “para justificar la reproducción de una mano de obra barata y para
excluir poblaciones del mercado de trabajo”.
Aquí el racismo está emparentado con la clase social, pero el hacinamiento va
más allá de un problema de clase. El neorracismo ha anulado en las familias su
propia condición. Les quitó la memoria, para que no recuerden la relación humano/territorio.
Para que no molesten.
Paladear ese mundo
En columnas anteriores decíamos: “Para mirar el otro mundo ocultado vamos por
la libertad de vientres. ¿En qué consiste? A cada niño, un espacio comunitario.
Libertad. Un lugar donde desplegar aptitudes, conocer, amar, con actitud no
invasiva, respetuosa del entorno, y donde el día de mañana cada cual hará su
vida, sus alimentos en obra colectiva”.
“No estaremos libres del hacinamiento de entrada, pero sí lo estarán nuestros
hijos, nuestros nietos y los hijos y nietos de nuestros vecinos y los
compañeros de ruta de otras especies. Y seremos libres también con paladear ese
mundo maravilloso, con el resplandor que promete la libertad”.
“La libertad de vientres entronca a la perfección con la vida en chacras
comunitarias participativas, y ambos modos de recuperación de nuestra condición
se chocan con el régimen donde prevalece la ganancia y la producción a escala
para las exportaciones, con mínima presencia de trabajadores. Los mismos
sectores hoy privilegiados verán que, con la libertad compartida y la vuelta a
la naturaleza se empieza a recuperar la dignidad perdida. El único que perderá
será el señor racismo. Y que se muera”.
Humano amputado
El “homo hacinado” está desarmado, expuesto a todas las gripes,
desamparado. Le cuesta el “nosotros” porque su comunidad no fue tejida
serenamente con las mil fibras de la relación comunitaria. Le cuesta verse en
el paisaje porque el río, el pájaro, la mariposa, los murmullos del monte están
del otro lado del muro. Y ni siquiera tiene ámbitos donde cobijarse en sus
símbolos a través de esa gestión natural que dan los oficios, el encuentro
casual, la colaboración desinteresada, la gauchada.
Todos los valores afloran en las personas, en los grupos, pero en una sociedad
bajo control, eso decimos, y con todos los peligros al asecho. El primero de
ellos: creer que el ruido y el apuro dan un “lugar”, y creer que salirse del
monte es un “progreso”. La conciencia es la primera víctima.
También mata
Ese neorracismo cultural desarraiga, rompe la cultura, destruye los saberes y
los menosprecia; expulsa, destierra, excluye y mata. Además, ataca al ambiente
con la economía de escala, los transgénicos, las máquinas, los agrotóxicos. Y
desintegra el paisaje, porque al paisaje le faltan árboles, pájaros, mariposas,
humanos, le faltan esas relaciones sin fronteras donde todo se ilumina.
Daniel Tirso
Fiorotto. UNO. Lunes 02 de Mayo de 2016