El conocer y el barro quedan bajo chapas, papeles y bronces

Aportes para trazar puentes, librarnos del encierro y despertar saberes no tabicados ni separados de la biodiversidad.

 

 

Daniel Tirso Fiorotto *

 

 

Para El Canoero (hoy preso en su casa) el barro resulta contracíclico, “porque es fresquito en verano/ y en invierno da calor”, y sin embargo muchos lo desprecian.

Si algo sigue los ciclos de la naturaleza es el barro, pero regula también, es decir: tiene las dos condiciones al mismo tiempo. Lo supo ver un islero, y encontró la metáfora que abre puertas a tantos saberes.

Los conocimientos de este artista parecen flores del delta, sin prestigio. ¿Estaremos dispuestos a escuchar a un vecino islero y, además, cumpliendo condena?

“Por libros que tenga un léido/ la isla tiene un libro más”, dice en su Coplita costera, que como “está llena de ignorancia, de ella se puede aprender”, según su mirada.

“La pesca es un poco dura,/ más duro es hacerse a un lau:/ es más pesao el trasmallo/ cuando viene sin pescau”.

La coplita está disponible en las redes, la canta bellamente César Nani. Dice Marcelino Román que “más que el oro y el acero es el barro popular”. Ni dinero ni guerra: pueblo, cultura. Ahora, nosotros, ¿tenemos casilleros para conocimientos que no están previstos en los paradigmas impuestos?

 

Nosotros los sordos

 

Muchos seres humanos tenemos condiciones para oír, pero dentro de ciertos decibeles. Naturalmente hay agudos y graves que se nos escapan. La cultura actúa de manera parecida: establece una suerte de cajonera en la educación formal donde guardar este y aquel conocimiento, de modo que, lo que no cabe allí, lo ignoramos. No tiene estatus. Y como la cajonera fue construida en España, en Italia, en Alemania, en Francia o en Buenos Aires, entonces las mujeres y los hombres de nuestros montes, de nuestras islas, de nuestros barrios, ven que sus asuntos entran muy forzados o sencillamente no encajan allí. Sufren atopía, están incómodos. Como no encajan la flora y la fauna, una comadreja, una mariposa, un tembetarí, un carancho.

Aprendemos tanto de las personas llamadas comunes que nos preguntamos cuántas de ellas encuentran las puertas abiertas en la escuela, en la universidad, donde se exige un modo de adquirir saberes y se desprecian otros modos.

Bueno, El Canoero tiene cuentas con la justicia. Otros más cercanos a la santidad, que guardan saberes milenarios y los cultivan en su propia vida como Dominga Ayala, esa maestra, ¿tienen las puertas abiertas en las aulas? Y si entran, ¿es para que escuchemos y compartamos, o para cumplir con una nota de color, con aire fresco en el ambiente viciado?

Andan diciendo por ahí eso de la isla; que “la isla tiene un libro más”, y cosas así. ¿Haremos como que no escuchamos? ¿Lo tomaremos como una simple ocurrencia?

 

Grato encuentro

 

El conocido desarrollo de la ecología como ciencia durante el siglo XX se encontró con la recuperación de saberes de las comunidades originarias en nuestra región del Abya yala (América), y con la certeza de que estábamos degradando el suelo, el monte, el río y destruyendo esas comunidades y esos saberes. Teoría refrendada en la evidencia.

Ese encuentro no fue una suma, potenció nuestra conciencia en torno de la presencia del ser humano dentro de la biodiversidad. Y hubo sinergia con una tercera fuente de conciencia surgida en la revisión de la sociología y la historia desde el movimiento que señala en la modernidad la colonialidad, y acusa al eurocentrismo de ocultar el genocidio del Abya yala y la esclavización del África con una manipulación de la historia. Basta cambiar la fecha de inicio de la modernidad para esconder la sangre derramada y las violaciones que le dieron vida y fama.

Saberes de pueblos originarios, ecología, conciencia decolonial, y combinado ese plato en nuestra región con el artiguismo y el principal objeto de la revolución federal: la soberanía particular de los pueblos.

¿Para qué disciplina? Para ninguna en especial y para todas. Pero la educación está organizada por compartimentos, y así el conocimiento. ¿Encaja en las cajoneras oficiales esta mirada integral?

Dice Edgar Morin: “La conciencia ecológica puede ser fácil cuando se trata de perjuicios, de daños: ahí está Chernóbil, aquí Seveso, aquí una catástrofe. Pero el pensamiento ecologizado es muy difícil porque contradice principios de pensamiento que han arraigado en nosotros desde la escuela elemental donde nos enseñan a realizar cortes y disyunciones en el complejo tejido de lo real, a aislar disciplinas sin poder asociarlas posteriormente”.

En historia podemos hablar de la batalla del Espinillo (aunque de ella no hablamos en general, siquiera); en geografía del arroyo (aunque hablamos poco de nuestros 7.700 ríos y arroyos entrerrianos); en botánica del árbol (aunque de los árboles del espinal y las selvas ribereñas hablemos poco y nada); en lengua de la toponimia (aunque de la toponimia hablemos poco y nada); pero nos cuesta más aún aceptar que ese arroyo comprende árboles, barrancas, arcillas, música, aves, poemas, voces, batallas, peces, metros cúbicos, amores, comunidades, alimentos… He ahí un problema de la educación formal que necesita dividir para conocer. Como si pudiéramos entender al carpincho sin la laguna, al hornero sin el horno, a la calandria sin el trino, a Atahualpa Yupanqui sin la Argentina.

Y bien: este año ha servido sin dudas para la reflexión, por motivos obvios, entonces vale que nos preguntemos si en la escuela, el colegio, la universidad estamos organizados para facilitar que cada niño, cada niña, cada joven, despliegue su talento y lo cultive; organizados para que desarrolle y celebre los conocimientos y las prácticas comunitarias, o al contrario, empujamos allí a las persona a los casilleros del sistema para limpiarlos de barrio y de barro.

 

Ningunear saberes

 

Devotos de los compartimentos, hemos puesto tal acento en la especialización que se nos pasa por alto el conjunto. Entonces adquieren un valor desproporcionado los papeles que uno junte en el camino para concursar, las chapas que exponga, como el bronce que junten los próceres elegidos por el sistema. Ante la sacralidad de los papeles, las chapas y el bronce, el barro queda por el suelo.

Un sencillo vecino de Paraná que ejercía el magisterio de la calle sin títulos habilitantes nos lleva a revalorizar vías diversas del conocimiento, menospreciadas en la vida formal y las instituciones, y revisar vicios de la erudición. Pedro Aguer nos recordaba a ese pordiosero de tiempos idos que, en la puerta de la Catedral de Paraná, transmitía profundos saberes en diálogo con los estudiantes de la Normal.

Fortunato Calderón Correa comentaba a propósito que el espíritu sopla donde quiere, y a veces donde uno menos espera porque no responde a prejuicios o jerarquías sociales.

Los modos del conocer son variados, a veces por región. De ahí que algunos autores denuncien el “epistemicidio” que ocasionó la invasión europea al Abya yala (América), al destruir maneras de relacionarse con el ambiente, lugares, modos de diálogo y conocimiento distintos de los del invasor, y no menos valiosos.

 

Pensar el aula

 

Hoy uno piensa en el conocimiento y aparece la escuela. Pero si nos descuidamos el aula puede ser un lugar de acumulación de datos, no de aprendizaje, es decir, esa productora del epistemicidio que denuncia Boaventura de Sousa Santos. A riesgo de domesticar en vez de enseñar.

El poder ha repartido prestigios desde arriba y eso podría confundirnos. Y es cierto que la educación impartida por el Estado tiene sus fines muy definidos a favor de una historia que coloca al patrón, al Estado, en el lugar del bueno de la película; y un educador, una educadora de verdad podrá diferenciar entre lo estatal y lo verdaderamente público, si no quiere hacer de la educación un lavado de cabeza.

El “doctor” será escuchado con más atención que el “pordiosero” de Aguer, por caso; la especialidad paga mejor que la mirada holística, integral, que llamaremos ecológica. La chapa ha reemplazado, de alguna manera, los títulos nobiliarios prohibidos. Es uno de los vicios que sujetan el conocimiento.

En esta jerarquización que poco tiene que ver con saber y mucho con poder y propaganda y corporación, se diluyen a veces unas vías del conocimiento. Otras veces se valoran los frutos de la razón, pero inflados al punto de la confusión.

 

En el abismo

 

Boaventura de Sousa Santos afirma que Occidente ha construido un pensamiento “abismal” que permite, sí, el diálogo de la filosofía, la teología y la ciencia, pero del otro lado de la raya deja modos alternativos del conocer en un abismo.

“Se ha realizado un epistemicidio masivo en los últimos cinco siglos, por el que una inmensa riqueza de experiencias cognitivas ha sido perdida. Para recuperar algunas de esas experiencias, la ecología de saberes recurre a una traducción intercultural, su rasgo pos abismal más característico”, dice el portugués Sousa Santos en su obra “Para descolonizar Occidente”.

“Es preciso reconocer otras modalidades de ‘ciencia’ que no responden al método científico occidental sino al método sintético oriental, y a la experiencia inmediata de las cosas como continuaciones de uno mismo”, apunta el entrerriano Calderón Correa.

Bueno: he ahí una respuesta posible, y no excluyente. Dice Sousa: “como una ecología de saberes, el pensamiento pos abismal se presupone sobre la idea de una diversidad epistemológica del mundo, el reconocimiento de la existencia de una pluralidad de conocimientos más allá del conocimiento científico”. (La epistemología es una disciplina que estudia los fundamentos y métodos del conocimiento).

 

El mate

 

“La ecología constituye, con respecto a la ciencia clásica, un nuevo tipo de ciencia, por cuatro razones”, dice el autor Ariel Drucaroff, y copia a Edgar Morin:

a)Mientras que las ciencias clásicas aíslan su objeto de su contexto o entorno, la ecología contextualiza todo fenómeno.

b)Mientras que las disciplinas clásicas están especializadas y tabicadas, la ecología se ocupa de las interacciones organizadoras que tienen lugar entre constituyentes diversos (geológicos, climáticos, químicos, vegetales, animales, antroposociales), de los que las disciplinas clásicas se ocupan de modo separado.

c)Mientras que las ciencias clásicas se constituyen sobre la disyunción entre naturaleza y cultura, la ecología general comunica naturaleza y cultura.

d)Mientras que la ciencia clásica divide los fenómenos, impidiendo así cualquier toma de conciencia global, la ecología general plantea en su conjunto el problema de la relación hombre/naturaleza, permitiendo la comunicación rota en el siglo XVII entre hecho y valor, entre ciencia y conciencia. La ecología general nos conduce, casi directamente, a una toma de conciencia ecológica”.

Para el autor, la ecología no sería pues (por lo que interpretamos) una ciencia similar a las otras. Morin: “la ciencia ecológica nutre a la conciencia ecológica con sus datos y problemas, y la conciencia ecológica estimula a la ecología con sus inquietudes”.

Hemos señalado ya en este espacio a los pueblos de nuestro continente que entienden la biodiversidad como una intersección de la naturaleza y la cultura.

Y bien: un pensamiento ecológico no menosprecia ninguna manifestación, aprecia muy precisamente las relaciones, las interacciones, y rompe los compartimentos estancos de la educación formal.

El mate, por caso, logra superar fronteras geográficas, culturales, políticas, temporales, y no cabría en la filosofía, la ciencia o la teología porque responde a una antigua tradición del litoral con influencias sobre el pensamiento, la vida social, la identidad, la relación del humano y la Pachamama. Ahí se ve con claridad cómo sobreviven y vuelven en las regiones modos de relacionarse y conocer; que el epistemicidio denunciado por Sousa no logró dominar o destruir por completo.

Estos saberes se chocan en la educación formal compartimentada, pero seríamos injustos si dijéramos que sólo en las aulas está tabicado el conocimiento, cuando en nuestros medios masivos de comunicación, sindicatos, partidos, e incluso en las mismas agrupaciones ecologistas se encumbra la especialización porque no es fácil librarse de las cajoneras de Occidente.

 

Ojo con las apariencias

 

La ecología ayuda a pensar el conjunto, a no menospreciar los vínculos, las interacciones, el diálogo, el entramado. Es un ámbito propicio para el conocimiento integral.

Aunque ve al humano en el paisaje, no afuera, es cierto que, si se limita a los fenómenos (lo que aparece a la vista), podría también la ecología quedar atrapada en los cambios y lo diverso.

Fortunato Calderón Correa ha dicho que el conocimiento es la unidad de lo conocido y el conocedor, que la diversidad de los fenómenos responde a un tipo de conocimiento pero ilusorio, siguiendo de alguna manera a Aristóteles, por un lado, y a Shankara y las tradiciones, en eso de romper la individualidad para alcanzar la universalidad donde radica el conocimiento.

La distancia con el objeto, como ocurre en la ciencia, es una forma de conocimiento. Sin embargo, conviene tener cuidado con las especialidades porque con todo lo que nos auxilian, pueden inducirnos también a error si no complementamos los saberes (lo cual no es una suma, claro está).

Para el indio Shankara sólo el conocimiento destruye la ignorancia y nos libera, dice Calderón. Y recuerda que para el chino Lao Tse, “quien habla no sabe”. Es decir: cuidémonos de las apariencias, ese es el consejo de los orientales. “El conocimiento brota del silencio y vuelve a él. La jerarquía ontológica del silencio es superior a la del sonido. El silencio envuelve el sonido como el No Ser envuelve al Ser y como la oscuridad a la luz”, apunta el entrerriano.

 

Apilar datos

 

El indio Jiddu Krishnamurti advierte el vicio de la erudición: “hay una diferencia entre aprender y adquirir conocimientos. El aprender cesa cuando solo hay acumulación de conocimientos. El aprender existe únicamente cuando no hay adquisición en absoluto. Cuando el conocimiento se vuelve en extremo importante, termina el aprender. Cuanto más añado a los conocimientos, tanto más segura, más confiada se torna la mente y, en consecuencia, deja de aprender. El aprender nunca es un proceso aditivo… el adquirir conocimientos es un mero recoger información y almacenarla… En todo el mundo la educación es meramente la adquisición de conocimientos y, por lo tanto, la mente se embota y cesa de aprender; sólo está adquiriendo”.

Aquí cobra dimensión la Coplita costera de El Canoero: “Por libros que tenga un léido/ la isla tiene un libro más”.

Está muy clara esa voz de alerta, pero no equivale a despreciar por completo los ámbitos de la educación. Miremos lo que agrega Krishnamurti: “¿Puede uno no sólo adquirir conocimiento en una escuela –lo cual es necesario para vivir en este mundo- sino tener al mismo tiempo una mente que esté aprendiendo sin cesar? Ambas cosas no están en contradicción. La educación debe ocuparse de la vida en su totalidad, y no limitarse a las respuestas inmediatas de los retos inmediatos”.

Krishnamurti llena de expectativas a las y los docentes. Les abre una dimensión maravillosa, nos cura la depresión.

El pensamiento ecológico es, pues, una vía. Y los pueblos antiguos y vigentes de nuestra región ofrecen ámbitos incomparables para el conocer. El tekohá, por caso, hogar del humano en la naturaleza dicho en guaraní, donde practicar el vivir bien y bello (tekó porá en la selva, sumak kawsay en el altiplano), la vida en armonía.

A propósito: Javier Lajo, el pensador puquina peruano, recupera saberes tradicionales milenarios de nuestra región, transmitidos por generaciones, es decir, de una de las fuentes que menciona su par indio Krishnamurti. La obra “Qhapaq ñan: la ruta inka de sabiduría” es todo un hallazgo, incluido el prólogo del francés Yves Guillemot.

 

Tres categorías

 

En un libro sobre la educación, de la Editorial Sudamericana, J. Krishnamurti dialoga en un aula. “Ustedes están aquí para reunir conocimientos-históricos, biológicos, lingüísticos, matemáticos, científicos, geográficos, etc. Además del conocimiento que aquí adquieren, está el conocimiento colectivo, el de la raza, el de sus abuelos, el de las generaciones pasadas. Todos ellos tuvieron grandes experiencias, les ocurrieron muchísimas cosas, y esa experiencia colectiva se transformó en conocimiento”.

“Luego está el conocimiento que ustedes tienen de sus propias experiencias personales, de sus reacciones, impresiones, inclinaciones y tendencias, las que han asumido sus propias formas peculiares. Así es que existe el conocimiento científico, biológico, matemático, físico, geográfico, histórico; también está el conocimiento colectivo del pasado, que es la tradición de la comunidad, de la raza; luego está el conocimiento personal de lo que ustedes mismos han experimentado. Existen estas tres categorías de conocimiento: científico, colectivo y personal. ¿Contribuyen estos en conjunto a la inteligencia?”, pregunta Krishnamurti.

Es una forma elegida por el pensador indio para recuperar modos del conocer, entre muchos, en contra del menosprecio habitual.

 

Comprensión directa

 

“Ahora bien, ¿qué es el conocimiento? ¿Está el conocimiento relacionado con la inteligencia?”. “La inteligencia utiliza el conocimiento –se responde Krishnamurti-, ella es la capacidad de pensar claramente, objetivamente, con salud y cordura. La inteligencia es un estado en el cual no hay envuelta emoción personal alguna, ni opinión personal, ni inclinación, ni prejuicio. Inteligencia significa capacidad para la comprensión directa. Me temo que esto sea un poco difícil pero es importante y bueno para ustedes que ejerciten el cerebro. Está, pues, el conocimiento –o sea, el pasado que aumenta continuamente- y está la inteligencia, que es la cualidad de una mente muy sensible, muy activa, muy alerta…”.

“Ustedes, que viven aquí, son educados en las diversas disciplinas, en las distintas ramas del conocimiento. ¿Se les educa también de modo que al mismo tiempo surja la inteligencia?”

“Ustedes pueden tener muy buen conocimiento de matemática o ingeniería. Pueden graduarse, ingresar en un colegio y ser un ingeniero de primera clase. ¿Pero se están tornando, al propio tiempo, sensibles y alertas? ¿Piensan claramente, con objetividad, con inteligencia, con comprensión?”, pregunta Krishnamurti.

Sobre este punto, reflexiona Calderón Correa: “El estar permanentemente alerta, siempre aquí y ahora, sin carga de memoria ni fantasías de futuro, es despejar los pensamientos de la mente, que son como nubes en el cielo azul, y mirar solamente el cielo azul sin nubes. Es también una experiencia de la puna”, es decir, del Abya yala.

Pero volvamos al pensador indio: “¿Hay armonía entre el conocimiento y la inteligencia, hay equilibrio entre ambos? Ustedes no pueden pensar claramente si tienen prejuicios, si tienen opiniones. No pueden pensar claramente si no son sensibles: sensibles a la naturaleza, a todas las cosas que suceden alrededor de ustedes, sensibles no sólo a los acontecimientos externos sino también a lo que ocurre internamente. Si no son sensibles, si no están alertas –agrega el pensador-, no pueden pensar con claridad. Inteligencia implica que ven la belleza de la tierra, la belleza de los árboles, de los cielos, de la hermosa puesta de sol, de las estrellas, la belleza de lo delicadamente sutil”.

El entrerriano Juan L. Ortiz orientaría estas reflexiones hacia la unidad del sujeto y el objeto. “Era yo un río en el anochecer”, “Me atravesaba un río”…

 

Fines destructivos

 

“Ahora bien –añade Krishnamurti, en guardia por la capacidad de domesticación del aula-, ¿adquieren ustedes esta inteligencia aquí en la escuela? ¿La adquieren, o lo único que adquieren son conocimientos por medio de los libros? Si carecen de inteligencia, de sensibilidad, entonces el conocimiento puede tornarse muy peligroso. Puede ser empleado para fines destructivos. Es lo que todo el mundo está haciendo. ¿Poseen ustedes la inteligencia que cuestiona, que trata de descubrir? ¿Qué es lo que hacen los maestros y ustedes para crear esta cualidad de inteligencia que ve la belleza de la tierra, la escualidez, la suciedad, y que también está alerta a los acontecimientos internos, al modo como uno piensa, como uno observa las sutilezas del pensamiento? ¿Hacen ustedes todo esto? Si no lo hacen, ¿qué sentido tiene entonces que se les eduque?”

“¿Cuál es, entonces, la función de un educador? ¿Es la de darles meramente información, conocimientos, o es la de crear en ustedes esta inteligencia?”, pregunta el indio.

 

Enseñar a mirar

 

Y sigue: “Si yo fuera un maestro aquí, ¿saben lo que haría? En primer lugar, querría que ustedes me interrogaran acerca de todo –no acerca de los conocimientos, eso es muy simple, sino acerca de cómo mirar, cómo mirar aquellas colinas, cómo mirar ese tamarindo, cómo escuchar a un pájaro, cómo observar el curso de un río. Los ayudaría a mirar la tierra maravillosa y la naturaleza, la belleza del país, su hermoso suelo rojizo. Luego diría: miren a los labriegos, a los aldeanos, mírenlos, no los critiquen, solo miren su escualidez, su pobreza, pero no del modo como lo hacen ahora, que es con total indiferencia”.

“Les enseñaría a mirar, lo que implica enseñarles a ser sensibles, y no pueden ser sensibles si son descuidados, indiferentes a todo cuanto ocurre alrededor de ustedes”.

La función de un maestro, un educador, “no consiste en proveerles de un montón de datos, de conocimientos, sino en mostrarles la vida en toda su amplitud, con su belleza, su fealdad, su deleite, su júbilo, su miedo, su agonía”.

 

La soberbia

 

Hay un conocimiento construido al modo de una pirámide, rígido, inamovible, que nos deja arriba, por encima, y clausura las puertas, excluye, rompe los puentes.

Cuando somos jóvenes compartimos el espacio de la base de la pirámide con otros, estamos abiertos a todo lo que nos llega de al lado, abajo, arriba.

Ya leídos, empezamos a apilar datos a veces, sobre aquella base, y vamos construyendo un pico alejado de las bases y alejado de otras bases y otros picos, un embudo que dificulta el ingreso de otros aires, lugar para pocos.

En vez de descubrir, construimos, y dejamos un pequeño orificio en la cúspide que emane nuestra pretendida sabiduría civilizadora para derramarla sobre la barbarie.

Ese es el hombre que ha cultivado algunas condiciones propias, muy llamativas, el hombre ilustrado, sin advertir que recibe el ataque de su propia soberbia, de su afán de figuración y éxito. Sin advertir que la soberbia destruye lo que pretendía aquel esclarecimiento.

El humano ilustrado suele facilitar así el estado de cosas, es reaccionario, la ecuación le da negativa.

El poder, las estructuras, la fama, pueden más, los vicios en sinergia definen al humano, que debe luchar contra su propia altanería y contra las herencias que le fijan la pirámide y el orificio adoctrinador.

El humano pirámide se siente grande y solo, y a poco se dará su lugar. Sentado sobre las letras que perdieron su conexión, sentado sobre el ego que neutraliza sus saberes, es muy probable que se las crea, y piense de verdad que su participación o no, es decisoria. Por ahí se preguntará “qué harían ustedes sin mí”, como cualquiera que se convenza de una condición de imprescindible, adelantado, superior en suma.

 

La buena fama

 

En el mismo instante en que nos creamos superiores habremos exhibido nuestra alienación. La suma de datos nos habrá convertido en archivo inconexo, en meros repetidores, cuando no en una góndola de argumentos para que cada cual tome lo que le convenga.

Los periodistas somos propensos a estos engaños, porque estamos como obligados a firmar con nuestro nombre, seducidos por cierta fama (obviamente engañosa).

Volver a las bases, volver a las fuentes, voltear las paredes, devolvernos a un lugar que reconecte las fibras, serenarnos, conectarnos con los cándidos, con los que parecen “otros”; abrir puertas y ventanas, tender puentes y cruzarlos, e invitar a que los crucen; trazar grietas para que el aire circule: todo ello conducirá al conocimiento.

“Miren a los labriegos, a los aldeanos, mírenlos, no los critiquen, solo miren su escualidez”, aconseja Krishnamurti.

Si en vez del frío de la cúspide nos abraza la tierra y abrasa el sol; si nos inclinamos ante el árbol, el pájaro, la canción que nos llega, los murmullos, y dejamos que el silencio nos guíe, entonces allí podremos empezar. Desnudos de ropajes sociales, sin las chapas, sin inclinarnos a los bronces ni al qué dirán, y con un grado de rebeldía que nos haga saltar sí o sí la raya, hacia el “abismo”, donde están los modos excluidos, marginados, ninguneados, no sólo personas.

Olvidando nuestro nombre, nuestros títulos de propiedad, nuestras chapas, podremos echar a andar. En cuanto nos queramos dar un lugar, por lo que somos, lo que hicimos, lo que imaginamos que valemos y representamos; en cuanto le demos importancia al prestigio que reparte la patronal, volveremos al vicio del hombre pirámide: las hojas se nos cerrarán al paso, las hormigas ya no nos hablarán, y muertos de buena fama esperaremos que una calle cargue nuestro pesado nombre convertido en chapa.

 

*Columna publicada en diario UNO en el día de su aniversario.

 

 


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