El conocer y el barro quedan bajo chapas, papeles y bronces
Aportes para trazar puentes, librarnos del encierro y despertar saberes no tabicados ni separados de la biodiversidad.
Daniel Tirso Fiorotto *
Para El Canoero (hoy preso en su casa) el barro resulta contracíclico, “porque es fresquito en verano/ y en invierno da calor”, y sin embargo muchos lo desprecian.
Si algo sigue los
ciclos de la naturaleza es el barro, pero regula también, es decir: tiene las
dos condiciones al mismo tiempo. Lo supo ver un islero, y encontró la metáfora
que abre puertas a tantos saberes.
Los conocimientos de este artista parecen flores del delta, sin
prestigio. ¿Estaremos dispuestos a escuchar a un vecino islero y, además, cumpliendo
condena?
“Por libros que tenga un léido/ la isla tiene un libro más”, dice en su
Coplita costera, que como “está llena de ignorancia, de ella se puede
aprender”, según su mirada.
“La pesca es un poco dura,/ más duro es hacerse a un lau:/ es más pesao
el trasmallo/ cuando viene sin pescau”.
La coplita está disponible en las redes, la canta bellamente César Nani.
Dice Marcelino Román que “más que el oro y el acero es el barro popular”. Ni
dinero ni guerra: pueblo, cultura. Ahora, nosotros, ¿tenemos casilleros para
conocimientos que no están previstos en los paradigmas impuestos?
Nosotros los sordos
Muchos seres humanos tenemos condiciones para oír, pero dentro de
ciertos decibeles. Naturalmente hay agudos y graves que se nos escapan. La
cultura actúa de manera parecida: establece una suerte de cajonera en la
educación formal donde guardar este y aquel conocimiento, de modo que, lo que
no cabe allí, lo ignoramos. No tiene estatus. Y como la cajonera fue construida
en España, en Italia, en Alemania, en Francia o en Buenos Aires, entonces las
mujeres y los hombres de nuestros montes, de nuestras islas, de nuestros
barrios, ven que sus asuntos entran muy forzados o sencillamente no encajan
allí. Sufren atopía, están incómodos. Como no encajan la flora y la fauna, una
comadreja, una mariposa, un tembetarí, un carancho.
Aprendemos tanto de las personas llamadas comunes que nos preguntamos
cuántas de ellas encuentran las puertas abiertas en la escuela, en la
universidad, donde se exige un modo de adquirir saberes y se desprecian otros
modos.
Bueno, El Canoero tiene cuentas con la justicia. Otros más cercanos a la santidad, que guardan
saberes milenarios y los cultivan en su propia vida como Dominga Ayala, esa
maestra, ¿tienen las puertas abiertas en las aulas? Y si entran, ¿es para que
escuchemos y compartamos, o para cumplir con una nota de color, con aire fresco
en el ambiente viciado?
Andan diciendo por ahí eso de la isla; que “la isla tiene un libro más”,
y cosas así. ¿Haremos como que no escuchamos? ¿Lo tomaremos como una simple
ocurrencia?
Grato encuentro
El conocido desarrollo de la ecología como ciencia durante el siglo XX
se encontró con la recuperación de saberes de las comunidades originarias en
nuestra región del Abya yala (América), y con la certeza de que estábamos
degradando el suelo, el monte, el río y destruyendo esas comunidades y esos
saberes. Teoría refrendada en la evidencia.
Ese encuentro no fue una suma, potenció nuestra conciencia en torno de
la presencia del ser humano dentro de la biodiversidad. Y hubo sinergia con una
tercera fuente de conciencia surgida en la revisión de la sociología y la
historia desde el movimiento que señala en la modernidad la colonialidad, y
acusa al eurocentrismo de ocultar el genocidio del Abya yala y la esclavización
del África con una manipulación de la historia. Basta cambiar la fecha de
inicio de la modernidad para esconder la sangre derramada y las violaciones que
le dieron vida y fama.
Saberes de pueblos originarios, ecología, conciencia decolonial, y
combinado ese plato en nuestra región con el artiguismo y el principal objeto
de la revolución federal: la soberanía particular de los pueblos.
¿Para qué disciplina? Para ninguna en especial y para todas. Pero la
educación está organizada por compartimentos, y así el conocimiento. ¿Encaja en
las cajoneras oficiales esta mirada integral?
Dice Edgar Morin: “La conciencia ecológica puede ser fácil cuando se trata
de perjuicios, de daños: ahí está Chernóbil, aquí Seveso, aquí una catástrofe.
Pero el pensamiento ecologizado es muy difícil porque contradice principios de
pensamiento que han arraigado en nosotros desde la escuela elemental donde nos
enseñan a realizar cortes y disyunciones en el complejo tejido de lo real, a
aislar disciplinas sin poder asociarlas posteriormente”.
En historia podemos hablar de la batalla del Espinillo (aunque de ella
no hablamos en general, siquiera); en geografía del arroyo (aunque hablamos
poco de nuestros 7.700 ríos y arroyos entrerrianos); en botánica del árbol
(aunque de los árboles del espinal y las selvas ribereñas hablemos poco y
nada); en lengua de la toponimia (aunque de la toponimia hablemos poco y nada);
pero nos cuesta más aún aceptar que ese arroyo comprende árboles, barrancas,
arcillas, música, aves, poemas, voces, batallas, peces, metros cúbicos, amores,
comunidades, alimentos… He ahí un problema de la educación formal que necesita
dividir para conocer. Como si pudiéramos entender al carpincho sin la laguna,
al hornero sin el horno, a la calandria sin el trino, a Atahualpa Yupanqui sin
la Argentina.
Y bien: este año ha servido sin dudas para la reflexión, por motivos
obvios, entonces vale que nos preguntemos si en la escuela, el colegio, la
universidad estamos organizados para facilitar que cada niño, cada niña, cada
joven, despliegue su talento y lo cultive; organizados para que desarrolle y
celebre los conocimientos y las prácticas comunitarias, o al contrario, empujamos
allí a las persona a los casilleros del sistema para limpiarlos de barrio y de
barro.
Ningunear saberes
Devotos de los compartimentos, hemos puesto tal acento en la
especialización que se nos pasa por alto el conjunto. Entonces adquieren un
valor desproporcionado los papeles que uno junte en el camino para concursar,
las chapas que exponga, como el bronce que junten los próceres elegidos por el
sistema. Ante la sacralidad de los papeles, las chapas y el bronce, el barro
queda por el suelo.
Un sencillo vecino de Paraná que ejercía el magisterio de la calle sin
títulos habilitantes nos lleva a revalorizar vías diversas del conocimiento,
menospreciadas en la vida formal y las instituciones, y revisar vicios de la
erudición. Pedro Aguer nos recordaba a ese pordiosero de tiempos idos que, en
la puerta de la Catedral de Paraná, transmitía profundos saberes en diálogo con
los estudiantes de la Normal.
Fortunato Calderón Correa comentaba a propósito que el espíritu sopla
donde quiere, y a veces donde uno menos espera porque no responde a prejuicios
o jerarquías sociales.
Los modos del conocer son variados, a veces por región. De ahí que
algunos autores denuncien el “epistemicidio” que ocasionó la invasión europea
al Abya yala (América), al destruir maneras de relacionarse con el ambiente,
lugares, modos de diálogo y conocimiento distintos de los del invasor, y no
menos valiosos.
Pensar el aula
Hoy uno piensa en el conocimiento y aparece la escuela. Pero si nos
descuidamos el aula puede ser un lugar de acumulación de datos, no de
aprendizaje, es decir, esa productora del epistemicidio que denuncia Boaventura
de Sousa Santos. A riesgo de domesticar en vez de enseñar.
El poder ha repartido prestigios desde arriba y eso podría confundirnos.
Y es cierto que la educación impartida por el Estado tiene sus fines muy
definidos a favor de una historia que coloca al patrón, al Estado, en el lugar
del bueno de la película; y un educador, una educadora de verdad podrá
diferenciar entre lo estatal y lo verdaderamente público, si no quiere hacer de
la educación un lavado de cabeza.
El “doctor” será escuchado con más atención que el “pordiosero” de
Aguer, por caso; la especialidad paga mejor que la mirada holística, integral,
que llamaremos ecológica. La chapa ha reemplazado, de alguna manera, los
títulos nobiliarios prohibidos. Es uno de los vicios que sujetan el
conocimiento.
En esta jerarquización que poco tiene que ver con saber y mucho con
poder y propaganda y corporación, se diluyen a veces unas vías del
conocimiento. Otras veces se valoran los frutos de la razón, pero inflados al
punto de la confusión.
En el abismo
Boaventura de Sousa Santos afirma que Occidente ha construido un
pensamiento “abismal” que permite, sí, el diálogo de la filosofía, la teología
y la ciencia, pero del otro lado de la raya deja modos alternativos del conocer
en un abismo.
“Se ha realizado un epistemicidio masivo en los últimos cinco siglos,
por el que una inmensa riqueza de experiencias cognitivas ha sido perdida. Para
recuperar algunas de esas experiencias, la ecología de saberes recurre a una
traducción intercultural, su rasgo pos abismal más característico”, dice el
portugués Sousa Santos en su obra “Para descolonizar Occidente”.
“Es preciso reconocer otras modalidades de ‘ciencia’ que no responden al
método científico occidental sino al método sintético oriental, y a la
experiencia inmediata de las cosas como continuaciones de uno mismo”, apunta el
entrerriano Calderón Correa.
Bueno: he ahí una respuesta posible, y no excluyente. Dice Sousa: “como
una ecología de saberes, el pensamiento pos abismal se presupone sobre la idea
de una diversidad epistemológica del mundo, el reconocimiento de la existencia
de una pluralidad de conocimientos más allá del conocimiento científico”. (La
epistemología es una disciplina que estudia los fundamentos y métodos del
conocimiento).
El mate
“La ecología constituye, con respecto a la ciencia clásica, un nuevo
tipo de ciencia, por cuatro razones”, dice el autor Ariel Drucaroff, y copia a
Edgar Morin:
a)Mientras que las ciencias clásicas aíslan su objeto de su contexto o
entorno, la ecología contextualiza todo fenómeno.
b)Mientras que las disciplinas clásicas están especializadas y
tabicadas, la ecología se ocupa de las interacciones organizadoras que tienen
lugar entre constituyentes diversos (geológicos, climáticos, químicos,
vegetales, animales, antroposociales), de los que las disciplinas clásicas se
ocupan de modo separado.
c)Mientras que las ciencias clásicas se constituyen sobre la disyunción
entre naturaleza y cultura, la ecología general comunica naturaleza y cultura.
d)Mientras que la ciencia clásica divide los fenómenos, impidiendo así
cualquier toma de conciencia global, la ecología general plantea en su conjunto
el problema de la relación hombre/naturaleza, permitiendo la comunicación rota
en el siglo XVII entre hecho y valor, entre ciencia y conciencia. La ecología
general nos conduce, casi directamente, a una toma de conciencia ecológica”.
Para el autor, la ecología no sería pues (por lo que interpretamos) una
ciencia similar a las otras. Morin: “la ciencia ecológica nutre a la conciencia
ecológica con sus datos y problemas, y la conciencia ecológica estimula a la
ecología con sus inquietudes”.
Hemos señalado ya en este espacio a los pueblos de nuestro continente
que entienden la biodiversidad como una intersección de la naturaleza y la
cultura.
Y bien: un pensamiento ecológico no menosprecia ninguna manifestación,
aprecia muy precisamente las relaciones, las interacciones, y rompe los
compartimentos estancos de la educación formal.
El mate, por caso, logra superar fronteras geográficas, culturales,
políticas, temporales, y no cabría en la filosofía, la ciencia o la teología
porque responde a una antigua tradición del litoral con influencias sobre el
pensamiento, la vida social, la identidad, la relación del humano y la
Pachamama. Ahí se ve con claridad cómo sobreviven y vuelven en las regiones
modos de relacionarse y conocer; que el epistemicidio denunciado por Sousa no
logró dominar o destruir por completo.
Estos saberes se chocan en la educación formal compartimentada, pero
seríamos injustos si dijéramos que sólo en las aulas está tabicado el
conocimiento, cuando en nuestros medios masivos de comunicación, sindicatos,
partidos, e incluso en las mismas agrupaciones ecologistas se encumbra la
especialización porque no es fácil librarse de las cajoneras de Occidente.
Ojo con las apariencias
La ecología ayuda a pensar el conjunto, a no menospreciar los vínculos,
las interacciones, el diálogo, el entramado. Es un ámbito propicio para el
conocimiento integral.
Aunque ve al humano en el paisaje, no afuera, es cierto que, si se
limita a los fenómenos (lo que aparece a la vista), podría también la ecología
quedar atrapada en los cambios y lo diverso.
Fortunato Calderón Correa ha dicho que el conocimiento es la unidad de
lo conocido y el conocedor, que la diversidad de los fenómenos responde a un
tipo de conocimiento pero ilusorio, siguiendo de alguna manera a Aristóteles,
por un lado, y a Shankara y las tradiciones, en eso de romper la individualidad
para alcanzar la universalidad donde radica el conocimiento.
La distancia con el objeto, como ocurre en la ciencia, es una forma de
conocimiento. Sin embargo, conviene tener cuidado con las especialidades porque
con todo lo que nos auxilian, pueden inducirnos también a error si no
complementamos los saberes (lo cual no es una suma, claro está).
Para el indio Shankara sólo el conocimiento destruye la ignorancia y nos
libera, dice Calderón. Y recuerda que para el chino Lao Tse, “quien habla no
sabe”. Es decir: cuidémonos de las apariencias, ese es el consejo de los
orientales. “El conocimiento brota del silencio y vuelve a él. La jerarquía
ontológica del silencio es superior a la del sonido. El silencio envuelve el
sonido como el No Ser envuelve al Ser y como la oscuridad a la luz”, apunta el
entrerriano.
Apilar datos
El indio Jiddu Krishnamurti advierte el vicio de la erudición: “hay una
diferencia entre aprender y adquirir conocimientos. El aprender cesa cuando
solo hay acumulación de conocimientos. El aprender existe únicamente cuando no
hay adquisición en absoluto. Cuando el conocimiento se vuelve en extremo
importante, termina el aprender. Cuanto más añado a los conocimientos, tanto
más segura, más confiada se torna la mente y, en consecuencia, deja de
aprender. El aprender nunca es un proceso aditivo… el adquirir conocimientos es
un mero recoger información y almacenarla… En todo el mundo la educación es
meramente la adquisición de conocimientos y, por lo tanto, la mente se embota y
cesa de aprender; sólo está adquiriendo”.
Aquí cobra dimensión la Coplita costera de El Canoero: “Por libros que
tenga un léido/ la isla tiene un libro más”.
Está muy clara esa voz de alerta, pero no equivale a despreciar por
completo los ámbitos de la educación. Miremos lo que agrega Krishnamurti:
“¿Puede uno no sólo adquirir conocimiento en una escuela –lo cual es necesario
para vivir en este mundo- sino tener al mismo tiempo una mente que esté
aprendiendo sin cesar? Ambas cosas no están en contradicción. La educación debe
ocuparse de la vida en su totalidad, y no limitarse a las respuestas inmediatas
de los retos inmediatos”.
Krishnamurti llena de expectativas a las y los docentes. Les abre una
dimensión maravillosa, nos cura la depresión.
El pensamiento ecológico es, pues, una vía. Y los pueblos antiguos y
vigentes de nuestra región ofrecen ámbitos incomparables para el conocer. El
tekohá, por caso, hogar del humano en la naturaleza dicho en guaraní, donde
practicar el vivir bien y bello (tekó porá en la selva, sumak kawsay en el
altiplano), la vida en armonía.
A propósito: Javier Lajo, el pensador puquina peruano, recupera saberes
tradicionales milenarios de nuestra región, transmitidos por generaciones, es
decir, de una de las fuentes que menciona su par indio Krishnamurti. La obra
“Qhapaq ñan: la ruta inka de sabiduría” es todo un hallazgo, incluido el
prólogo del francés Yves Guillemot.
Tres categorías
En un libro sobre la educación, de la Editorial Sudamericana, J.
Krishnamurti dialoga en un aula. “Ustedes están aquí para reunir
conocimientos-históricos, biológicos, lingüísticos, matemáticos, científicos,
geográficos, etc. Además del conocimiento que aquí adquieren, está el
conocimiento colectivo, el de la raza, el de sus abuelos, el de las
generaciones pasadas. Todos ellos tuvieron grandes experiencias, les ocurrieron
muchísimas cosas, y esa experiencia colectiva se transformó en conocimiento”.
“Luego está el conocimiento que ustedes tienen de sus propias
experiencias personales, de sus reacciones, impresiones, inclinaciones y
tendencias, las que han asumido sus propias formas peculiares. Así es que
existe el conocimiento científico, biológico, matemático, físico, geográfico,
histórico; también está el conocimiento colectivo del pasado, que es la
tradición de la comunidad, de la raza; luego está el conocimiento personal de
lo que ustedes mismos han experimentado. Existen estas tres categorías de
conocimiento: científico, colectivo y personal. ¿Contribuyen estos en conjunto
a la inteligencia?”, pregunta Krishnamurti.
Es una forma elegida por el pensador indio para recuperar modos del conocer,
entre muchos, en contra del menosprecio habitual.
Comprensión directa
“Ahora bien, ¿qué es
el conocimiento? ¿Está el conocimiento relacionado con la inteligencia?”. “La
inteligencia utiliza el conocimiento –se responde Krishnamurti-, ella es la capacidad
de pensar claramente, objetivamente, con salud y cordura. La inteligencia es un
estado en el cual no hay envuelta emoción personal alguna, ni opinión personal,
ni inclinación, ni prejuicio. Inteligencia significa capacidad para la
comprensión directa. Me temo que esto sea un poco difícil pero es importante y
bueno para ustedes que ejerciten el cerebro. Está, pues, el conocimiento –o
sea, el pasado que aumenta continuamente- y está la inteligencia, que es la
cualidad de una mente muy sensible, muy activa, muy alerta…”.
“Ustedes, que viven
aquí, son educados en las diversas disciplinas, en las distintas ramas del
conocimiento. ¿Se les educa también de modo que al mismo tiempo surja la
inteligencia?”
“Ustedes pueden tener
muy buen conocimiento de matemática o ingeniería. Pueden graduarse, ingresar en
un colegio y ser un ingeniero de primera clase. ¿Pero se están tornando, al
propio tiempo, sensibles y alertas? ¿Piensan claramente, con objetividad, con
inteligencia, con comprensión?”, pregunta Krishnamurti.
Sobre este punto,
reflexiona Calderón Correa: “El estar permanentemente alerta, siempre aquí y
ahora, sin carga de memoria ni fantasías de futuro, es despejar los
pensamientos de la mente, que son como nubes en el cielo azul, y mirar
solamente el cielo azul sin nubes. Es también una experiencia de la puna”, es
decir, del Abya yala.
Pero volvamos al
pensador indio: “¿Hay armonía entre el conocimiento y la inteligencia, hay
equilibrio entre ambos? Ustedes no pueden pensar claramente si tienen
prejuicios, si tienen opiniones. No pueden pensar claramente si no son
sensibles: sensibles a la naturaleza, a todas las cosas que suceden alrededor
de ustedes, sensibles no sólo a los acontecimientos externos sino también a lo
que ocurre internamente. Si no son sensibles, si no están alertas –agrega el
pensador-, no pueden pensar con claridad. Inteligencia implica que ven la
belleza de la tierra, la belleza de los árboles, de los cielos, de la hermosa
puesta de sol, de las estrellas, la belleza de lo delicadamente sutil”.
El entrerriano Juan
L. Ortiz orientaría estas reflexiones hacia la unidad del sujeto y el objeto.
“Era yo un río en el anochecer”, “Me atravesaba un río”…
Fines destructivos
“Ahora bien –añade Krishnamurti, en guardia por la capacidad de
domesticación del aula-, ¿adquieren ustedes esta inteligencia aquí en la
escuela? ¿La adquieren, o lo único que adquieren son conocimientos por medio de
los libros? Si carecen de inteligencia, de sensibilidad, entonces el
conocimiento puede tornarse muy peligroso. Puede ser empleado para fines
destructivos. Es lo que todo el mundo está haciendo. ¿Poseen ustedes la
inteligencia que cuestiona, que trata de descubrir? ¿Qué es lo que hacen los maestros
y ustedes para crear esta cualidad de inteligencia que ve la belleza de la
tierra, la escualidez, la suciedad, y que también está alerta a los
acontecimientos internos, al modo como uno piensa, como uno observa las
sutilezas del pensamiento? ¿Hacen ustedes todo esto? Si no lo hacen, ¿qué
sentido tiene entonces que se les eduque?”
“¿Cuál es, entonces, la función de un educador? ¿Es la de darles
meramente información, conocimientos, o es la de crear en ustedes esta
inteligencia?”, pregunta el indio.
Enseñar a mirar
Y sigue: “Si yo fuera un maestro aquí, ¿saben lo que haría? En primer
lugar, querría que ustedes me interrogaran acerca de todo –no acerca de los
conocimientos, eso es muy simple, sino acerca de cómo mirar, cómo mirar
aquellas colinas, cómo mirar ese tamarindo, cómo escuchar a un pájaro, cómo
observar el curso de un río. Los ayudaría a mirar la tierra maravillosa y la
naturaleza, la belleza del país, su hermoso suelo rojizo. Luego diría: miren a
los labriegos, a los aldeanos, mírenlos, no los critiquen, solo miren su
escualidez, su pobreza, pero no del modo como lo hacen ahora, que es con total
indiferencia”.
“Les enseñaría a mirar, lo que implica enseñarles a ser sensibles, y no
pueden ser sensibles si son descuidados, indiferentes a todo cuanto ocurre
alrededor de ustedes”.
La función de un maestro, un educador, “no consiste en proveerles de un
montón de datos, de conocimientos, sino en mostrarles la vida en toda su
amplitud, con su belleza, su fealdad, su deleite, su júbilo, su miedo, su agonía”.
La soberbia
Hay un conocimiento construido al modo de una pirámide, rígido,
inamovible, que nos deja arriba, por encima, y clausura las puertas, excluye,
rompe los puentes.
Cuando somos jóvenes compartimos el espacio de la base de la pirámide con
otros, estamos abiertos a todo lo que nos llega de al lado, abajo, arriba.
Ya leídos, empezamos a apilar datos a veces, sobre aquella base, y vamos
construyendo un pico alejado de las bases y alejado de otras bases y otros
picos, un embudo que dificulta el ingreso de otros aires, lugar para pocos.
En vez de descubrir, construimos, y dejamos un pequeño orificio en la
cúspide que emane nuestra pretendida sabiduría civilizadora para derramarla
sobre la barbarie.
Ese es el hombre que ha cultivado algunas condiciones propias, muy
llamativas, el hombre ilustrado, sin advertir que recibe el ataque de su propia
soberbia, de su afán de figuración y éxito. Sin advertir que la soberbia
destruye lo que pretendía aquel esclarecimiento.
El humano ilustrado suele facilitar así el estado de cosas, es
reaccionario, la ecuación le da negativa.
El poder, las estructuras, la fama, pueden más, los vicios en sinergia
definen al humano, que debe luchar contra su propia altanería y contra las
herencias que le fijan la pirámide y el orificio adoctrinador.
El humano pirámide se siente grande y solo, y a poco se dará su lugar.
Sentado sobre las letras que perdieron su conexión, sentado sobre el ego que
neutraliza sus saberes, es muy probable que se las crea, y piense de verdad que
su participación o no, es decisoria. Por ahí se preguntará “qué harían ustedes
sin mí”, como cualquiera que se convenza de una condición de imprescindible,
adelantado, superior en suma.
La buena fama
En el mismo instante en que nos creamos superiores habremos exhibido
nuestra alienación. La suma de datos nos habrá convertido en archivo inconexo,
en meros repetidores, cuando no en una góndola de argumentos para que cada cual
tome lo que le convenga.
Los periodistas somos propensos a estos engaños, porque estamos como
obligados a firmar con nuestro nombre, seducidos por cierta fama (obviamente
engañosa).
Volver a las bases, volver a las fuentes, voltear las paredes,
devolvernos a un lugar que reconecte las fibras, serenarnos, conectarnos con
los cándidos, con los que parecen “otros”; abrir puertas y ventanas, tender
puentes y cruzarlos, e invitar a que los crucen; trazar grietas para que el
aire circule: todo ello conducirá al conocimiento.
“Miren a los labriegos, a los aldeanos, mírenlos, no los critiquen, solo
miren su escualidez”, aconseja Krishnamurti.
Si en vez del frío de
la cúspide nos abraza la tierra y abrasa el sol; si nos inclinamos ante el
árbol, el pájaro, la canción que nos llega, los murmullos, y dejamos que el
silencio nos guíe, entonces allí podremos empezar. Desnudos de ropajes
sociales, sin las chapas, sin inclinarnos a los bronces ni al qué dirán, y con
un grado de rebeldía que nos haga saltar sí o sí la raya, hacia el “abismo”,
donde están los modos excluidos, marginados, ninguneados, no sólo personas.
Olvidando nuestro
nombre, nuestros títulos de propiedad, nuestras chapas, podremos echar a andar.
En cuanto nos queramos dar un lugar, por lo que somos, lo que hicimos, lo que
imaginamos que valemos y representamos; en cuanto le demos importancia al
prestigio que reparte la patronal, volveremos al vicio del hombre pirámide: las
hojas se nos cerrarán al paso, las hormigas ya no nos hablarán, y muertos de
buena fama esperaremos que una calle cargue nuestro pesado nombre convertido en
chapa.
*Columna publicada en
diario UNO en el día de su aniversario.