Árabes y judíos que supieron cultivar la paz en las lomadas

 La armonía en la relación de pueblos que conviven aquí, cuando nos vuelve a conmover una sangría de mujeres y hombres de Israel y Palestina.

  

¡Hermanos, hermanas pendientes de una máscara de gas, de un refugio subterráneo! A 12.000 kilómetros de esas explosiones que ensordecen menos que el llanto de los niñitos, océano mediante pero cerca en el corazón, no se oye aquí sino el trino de los cardenales.

Todos nuestros conflictos locales se desvanecen ante el horror de los gritos de guerra.

Esto decíamos hace una década y lo repetimos hoy, cuando se repite la violencia: son miles las familias nuestras que cultivan el amor al oriente próximo por ser la tierra de sus ancestros y de sus desvelos, y están padeciendo en Paraná, en Concordia, en Gualeguaychú, en Diamante, en tantas ciudades y pueblitos de aquí.

Son panzaverdes de pura cepa, con abuelos de alpargatas y bombachas, desterrados todos, que rezaron al Dios cristiano, al Dios judío, al Dios musulmán, agradecidos con la tierra que los recibía, los liberaba.

Constitutivos de la identidad entrerriana, árabes y judíos compiten con otras colectividades en la inserción plena, en esta comunidad que es una y diversa y que tiene numerosos lazos con los países que hoy se lanzan y se devuelven misiles.

 

Palestina y Argentina

 

“A Palestina y Argentina / iremos a sembrar, / iremos, amigos y hermanos / a ser libres y a vivir”, coreaban los judíos-rusos inmigrantes.

Se ha dicho que el árabe se integró más rápido por su inmigración dispersa, el propio Juan Perón lo afirmaba, y que por eso su amalgama es anterior. Pero basta leer un par de páginas de Alberto Gerchunoff y de Samuel Eichelbaum para maravillarse de la espontaneidad con que las familias arribadas de la Europa oriental comprendieron y asimilaron y fecundaron la cultura local, hasta reflejarla de manera exquisita en las letras, que son nuestras, y cómo.

Aún lamentando el fracaso de tantas colonias y el triunfo del latifundio (que no será para siempre por estar en las antípodas de las doctrinas religiosas, del sentido común y de los saberes ancestrales de este suelo), las nuevas generaciones de descendientes de rusos y de sirios y libaneses, todos perseguidos, todos maltratados en el este de occidente y en el oeste de oriente, estas generaciones (y más las que no emigraron) obligan a revisar el concepto de identidad regional y el resultado es verdaderamente apasionante. Ser lo uno y ser también lo otro nos da una condición especial.

El mate amargo, la vida meteórica de Francisco Ramírez, los guerreros de López Jordán, el fruto del mburucuyá; y así la serie Los Gauchos de Cesáreo Bernaldo de Quirós, el guazuncho, los suelos vertisoles, el Peoncito de estancia de Linares, son facetas de la entrerrianía como La (tremenda) muerte del rabí Abraham y otros relatos de Gerchunoff, y como la guitarra de Ernesto Méndez con abuelos sirios.

Largo sería enumerar a los árabes y judíos entrerrianos, mujeres y hombres descollantes en las ciencias, la medicina, el arte en sus más variadas expresiones; el periodismo, la docencia, la política, el deporte, las fuerzas militares, el empresariado, el sindicalismo...

 

 

De isleros y peones

 

“Es de la casta de las Guzmanas. ¡Casta de pionas, bebidas sin sed, gozadas sin amor, que alumbran güérfanos!”. ¿Podría una frase pintarnos mejor? ¿Mejor que este reproche redondo que cala hasta los huesos, lanzado por la digna Felipa, en la obra “Pájaro de barro” de Samuel Eichelbaum, ese “Don Muelsa” tan judío, tan entrerriano?

“Llegar para algo, se llega por vanidad; llegar para alguien, es llegar por humanidad”. Nos identificamos sin dudas en uno de estos “Pensamientos del beduino errante” en la obra “El Botador” de Eise Osman, tan hijo de árabes, tan gualeyo de alma; ese Osman que sabe mirar la seductora “linterna” de Buenos Aires desde la oscuridad y la soledad de las islas. “Pienso en el pequeño pueblo, en su aislamiento, en sus calles intransitables, en los isleños y tengo que llegar a tiempo para alguien, para Díaz y su mujer, para ayudar a nacer, aunque sea para que alguien se llame Díaz o García sin otro aditamento. Para que puedan poner trampas a las nutrias, para que azoten tropas en el Paraná”...

 

Desterrados

 

¿No son los árabes, nuestros “turcos” y sus descendientes, fieles testigos y víctimas de las persecuciones y matanzas del hombre por el hombre en el planeta (imperio Otomano mediante en este caso) y están aquí, a la vuelta de la esquina y son nuestros hermanos, nuestras novias, nuestros hijos? ¿No somos nosotros?

¿No son los judíos ejemplos universales de resistencia y de compromiso con el prójimo, frente a las mayores adversidades que pudieran imaginarse para la especie humana? ¿No son ellos “nosotros” en verdad, tras un siglo largo de colonias agrícolas y cooperativas y mil páginas de los Gerchunoff, Eichelbaum, Blastein, Muchnik, entrerrianos hasta los tuétanos?

¿No llegaron del Volga los alemanes, de ahí el apelativo de “rusos”, después de décadas de frustraciones y persecuciones y miserias extremas, a gozar en esta tierra de paz y libertad y hacerla florecer, y están en nuestra propia sangre ya?

¿No vinieron desterrados nuestros tatarabuelos italianos después de haber dado el alma en las luchas por la unidad, y aún así al destierro, sin contemplaciones, y son parte constitutiva ya, sine qua non, de la identidad entrerriana? Y los destierros de españoles, polacos, franceses, suizos, vascos y tantos más... ¿no hacen de Entre Ríos un país de desterrados?

“El extranjero se adapta sin violencia, se siente sin retardo un hombre de ese medio, se regionaliza. Habréis comprendido, amigos míos, que yo soy de allá... Soy de los contornos de Villaguay. El rocío que escarcha en el amanecer la costa gramillada del Vergara refresca mi corazón”. Así se aquerenció Gerchunoff, nacido en la diminuta villa rusa de Proskuroff.

 

Peor aún

 

¿No opacamos aquí la presencia de nuestros esclavos y peones en las estancias entrerrianas, que fueron gauchos y paisanos de a caballo? ¿No los ignoramos hasta extirparlos casi de nuestra formación cultural aunque estén presentes en nuestros rostros, en nuestras motas, en los labios carnosos de nuestras mujeres; en nuestras milongas y batucadas?

¿No les soltamos la mano a nuestros pueblos ancestrales hasta erradicarlos casi, a sangre y fuego, no sólo de la geografía entrerriana sino de la misma concepción de comunidad? ¿No hemos sido nosotros, a un tiempo, excluidos y excluyentes?

¿Y qué del gaucho y del paisano de aquella Entre Ríos montaraz, si el propio José Hernández gritó al mundo los padecimientos de esa estirpe sin alambrados, y lo hizo unos meses después de la derrota en la guerra entrerriana que él mismo, José Hernández, protagonizó y por cuya suerte aciaga resultó desterrado también? (El mismo poeta que pintó con crueldad a las comunidades ancestrales y esclavizadas).

¿Por qué ocultar las estadísticas, que demuestran que en esta comarca de excluidos y expulsados, aún en paz y con ciertos aspectos que hablan de progreso (túnel, puentes, hidroelectricidad) la expulsión siguió sin solución de continuidad con peones y pequeños propietarios, al punto que hay tantos entrerrianos gozando de los privilegios de esta patria chica como entrerrianos hay afuera, mujeres y hombres viviendo de añoranzas? ¿Por qué ocultar que, además, muchos de los que lograron afincarse, de los que no fueron desterrados, permanecen aquí con las expectativas marchitas?

Ésta es la nación que mejor debiera comprender la guerra que enfrenta a israelíes y palestinos en estas horas. Los misiles y las metrallas están sangrando hermanos en este mismo instante, en el cercano oriente. Son los mismos que se dieron a la mar, ilusionados con el barón Mauricio de Hirsch; los mismos que plantaron sus tiendas en el litoral con la compañía del padre Pablo Kassab, capellán de los maronitas tan perseguidos y hasta masacrados por turcos y drusos.

Unos quedaron allá, otros se incorporaron a esta comunidad entrerriana y la remozaron con su cultura milenaria: creencias, modos, palabras, comidas, gustos, letras, amores, melodías. Y otros retornaron, porque en esta tierra lo que les sobraba en libertad les faltaba en trabajo y perspectivas. Es por eso que hermanas nuestras, hermanos nuestros, que nacieron a la vuelta de la esquina, padecen la violencia hoy de un lado y del otro, en el conflicto.

No nos vamos a extrañar tanto nosotros, que vivimos de batalla en batalla por 500 años, y que tenemos tantas gestas inconclusas. Pero sí nos extrañamos un poco, cuando somos testigos de la buena onda entre las y los descendientes de familias judías y familias árabes como una demostración palpable de fraternidad en las lomadas.

Esta provincia tiene una identidad hecha de diversidad, en la naturaleza y la cultura. Por eso el monocultivo es contra natura aquí, y por eso jamás debiéramos dejarnos arrastrar por diferencias que otros no han podido resolver. Al contrario, está en nuestra condición dar testimonio, no quizá de retención de los hijos de la tierra y desarrollo equilibrado porque eso es una deuda aquí, pero sí de convivencia, armonía, y conciencia de las desventuras del desterrado.

Mientras aquel tatarabuelo llamado Giovanni, un desterrado del Véneto aún después de sus favores a su patria, se ilusionaba con un Mundo Nuevo en la América, el bisabuelo Santucho de Blas Wilfredo Omar Jaime (aquel chaná que a los cien y pico decía “si no veio me degoio” y se degolló nomás, para no andar dando pena en los campos de Nogoyá); ese Santucho no veía en este Nuevo Mundo más que un Viejo Mundo quitándose de encima su propia raza como quien ladeara un obstáculo. Con esta dolorosa conciencia de nativos y gringos es que somos entrerrianos, sin perder por eso la alegría de vivir, y comprendemos que esta guerra de hoy nos tiene cerca por aquello de los destierros compartidos.

 

Amor sobre todo

 

Y por fin, ¿cómo se explica que vecinos nuestros, personas tan amables y de vivencias familiares tan parecidas, tengan visiones diametralmente opuestas sobre las causas, y en la calificación de los protagonistas y los posibles modos de superar esta sangría?

Tal vez podamos mirar las cosas desde los ojos de nuestro beduino y nuestro judío errantes, panzaverdes. O desde las cuerdas de Eduardo Isaac que honran a su padre árabe, y la creatividad cooperativa de José Pekerman que llenaría de orgullo a sus abuelos de las colonias de Hirsch, a Domínguez, a Ibicuy.

Este orgullito de ser una cosa y también la otra al mismo tiempo nos permite hoy ofrecer a los hermanos y las hermanas en violencia alguna compañía, algún consuelo. De nada les servirá que nosotros, aquí, también nos distanciemos cuando podemos hacer ese inconmensurable aporte en amor, desde el ejemplo que nos regalan en Paraná los matrimonios y los hijos de los Hadad y Pitasny, los Zaruj y Cohen, los Yujnovsky y Haddad, los Obaid y Golda...

A quién le importó, ante los misiles del amor, si el abuelo dejó robar un candelabro de plata, como el increíble Guedalí de “Los gauchos judíos”, o fumaba el narguile al estilo del “turco” Chaia, en los albores de Larroque.

Nadie ignora que los entrerrianos, como el resto de los argentinos, hemos sufrido las marcas del racismo o de algún grado de discriminación negativa. Empezando por los pueblos originarios, los esclavizados y los gauchos, y siguiendo por diversos inmigrantes. Como hemos entrado en la onda del patriarcado que ha dejado por mucho tiempo a la mujer en un segundo plano, y ha sumergido a algunos miembros de esta comunidad en doble o triple opresión, lo que los estudiosos han llamado interseccionalidad. Es decir: la acumulación de discriminaciones que se potencian en una persona o en un grupo. Tener la piel oscura ha sido un motivo de discriminación, y si además quien muestra la piel oscura es mujer, las dos segregaciones entran en sinergia, y si le sumamos que esa mujer de piel oscura es pobre, qué vamos a decir.

Las vertientes migratorias que hoy nos ocupan, árabes y judíos, también participan (participamos) a veces como víctimas, otras como victimarios de estas relaciones complejas. Pero con el predominio sin dudas de una convivencia en armonía que nos entrega entre lomadas, islas , montes y barrancas una intersección positiva que nos honra.

 

Apellidos panzaverdes

que nos hermanan

 

Cada uno de nosotros tiene ya incorporado en su sangre, en su cultura, en su comunidad, al otro llegado de diversas latitudes, como un río toma agua de distintas vertientes. Y es cierto que los descendientes de los inmigrantes han encontrado aquí una vecindad amigable. Eso se ve, por caso, en los apellidos que a muchos nos suenan propios de la entrerrianía porque lo son.

Hay numerosos apellidos que señalan el origen árabe en Entre Ríos. Sólo como ejemplo, digamos los Amado, Kueider, Neme, Zacarías, Adur, Nazer, Abdala, Monge, Asad, Haidar, Chémez, Chajud, Daud, Saleh, Omar, Abichaín, Berán, Abud, Haiek, Kadur, Juan, Ale, Marek, Fadil, Abib, Nazzar, Cura, Casís, Chaia, Obaid, Sap, Naput, Hadad, Caram, Majul, Osman, Serur. Y también los Abraham, David, Saleme, Mansur, Juri, Naef, Mizawak, Seineldín, Zaruj, Halle, Arra, Izza, Handan, Sarquiz, Jozami, Apaz, Saín, Taleb, Dahuc, Farjhat, Curi, sólo para dar un pantallazo... Somos nosotras, somos nosotros.

El concertista Eduardo Isaac es hijo del sirio Elías Isaac. Y así, el poeta Eise Osman, su esposa, la escritora Elsa Serur, el actor y dramaturgo Mauricio Dayub, el actor y director de cine Sergio Obaid y hasta el ex gobernador de Santa Fe, Jorge Obeid, son algunos de los miles de entrerrianos descendientes de árabes. La por muchos años presidenta de la Asociación Amigos del Árbol en Paraná, María Cura, era hija de Carlos Cura, nacido en el Líbano.

Del mismo modo, nadie más panzaverde que José Pekerman, el ex DT de la selección, con cuna en las colonias judías. Hizo historia en el fútbol, como los hermanos Mario y Salo Pasik en el teatro, un arte que recuerda la dramaturgia de otro grande, Samuel Eichelbaum. Si Alberto Gerchunoff, entrerriano por adopción, hablaba de los “gauchos judíos”, la pluma de los hijos de estos colonos no pudo ser más nativista. La narradora María Esther de Miguel es otro ejemplo. Y cuántos apellidos de reminiscencias judías en nuestro suelo: Muchnik, Jaroslavsky, Efron, Goldstein, Roskin, Clembosky, Krebisky, Rabinovich, Nudelman, Levidinsky, Litvin, Abramzón, Feldman, Grinberg, Rubinstein, Hoffman, Choj, Embon, Ecker, Serebrinsky, Minujín, Fridman, Volosín, Kohan, Roitman, Man, Levit, Vainstein, Lipovetzky, Guinsburg, Haimovich, Toborosky, Pilnik, Kesselman, Kosoy, Apelbaum, Frenkel, Schvartzman, Oppel, Hurovich, Kaplan… Y tantas, tantos que nos faltan en esta enumeración ligera. Somos nosotras, somos nosotros.

 

Daniel Tirso Fiorotto – UNO - Martes 18 de Mayo de 2021

 

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