La capital en CABA provocará la destrucción de la Argentina
La Ciudad Autónoma de Buenos Aires -CABA-
no puede ni debe ser la capital de la Argentina porque nos
acosa con sus problemas locales contaminando todo el territorio nacional.
Ninguna región del país molesta a Buenos Aires y su entorno como el poder de
Buenos Aires y su entorno molesta al resto del país.
Los argentinos y las argentinas nos sentimos
arreados al entretenimiento que nos encajan sus medios masivos de gran alcance,
sus corporaciones, sus banqueros; y constatamos azorados sus privilegios de
toda índole, su propaganda, sus peleas de alcoba tan ventiladas y su violencia
colonial.
La pandemia por el Covid 19 ha desnudado el gran
reduccionismo argentino, por si hacía falta. Las peleas entre el presidente de
la nación, el gobernador de Buenos Aires y el Jefe de Gobierno de la ciudad de
Buenos Aires, potenciadas por las peleas cruzadas entre nueve de sus ministros,
agotan la agenda del país en una milésima porción de nuestro territorio. Es un
absurdo que el resto de los habitantes no debiéramos tolerar, un vicio que le
hace mucho daño al país y mucho daño a nuestros hermanos y nuestras hermanas de
Buenos Aires también.
Ministros estrellas
Las disputas entre los ministros de seguridad de
Buenos Aires, Buenos Aires y Buenos Aires (nación, provincia y municipio
autónomo) ya son un clásico. Algunos, del mismo partido gobernante, nos
entretienen con sus bravuconadas o sus consejos, en temas de estricta índole
local o zonal. Buenos Aires se ha convertido en un vecino caprichoso que
provoca a diario la atención de los demás con sus trastornos y sus internas.
Si Buenos Aires tuviera un problema en el
transporte urbano como tenemos en Paraná desde hace una década, estaríamos los
paranaenses y el resto de los argentinos prendiendo velas a los santos para que
se resolviera de una vez ese conflicto que haríamos carne, porque Buenos Aires
logra convencernos de que sus problemas son nuestros. Y es que nosotros, los
colonizados, entramos en el juego.
Cuando decimos Buenos Aires decimos todo eso:
ciudad, conurbano, provincia, tres gobiernos de la arrogancia colonial en
permanente disputa. No hablamos del pueblo trabajador, no estamos ignorando sus
aportes de valor extremo a nuestro país, a nuestro continente. Admiramos su
poesía, su bandoneón, sus voces, sus pinturas, su heroísmo, sus melodías,
compartimos el amor por sus obras, las luchas obreras. Pero su poder, su
hipocondría y sus riñas claman por un tratamiento.
Esa hipocondría nos desnaturaliza, y desnaturaliza
a Buenos Aires. Ya es hora que dejemos de solazarnos en las pelusas en el
ombligo de Buenos Aires.
La pelea de sus ministros de salud, de educación,
es otro clásico. Nación, provincia, municipio. Cualquier ministrejo puesto a
dedo se atreve descalificar y desacreditar a un jefe de gobierno o gobernador,
sin una mínima noción del régimen federal. Y es cierto que la altanería que los
parasita y los comanda cruza los partidos.
Cumbre, dicen
El periodismo porteño, enfermo de centralismo como
el resto de los poderes, llama “cumbre” a una reunión del presidente de todos
los argentinos con dos gobernadores. Es decir: si son de Buenos Aires, es
cumbre. Si se reúne con los gobernadores de Neuquén, de Jujuy, Mendoza o Entre
Ríos, el encuentro no les da ni para un título. Pero no acusamos a los colegas:
es que el poder concentrado en Buenos Aires los confunde. Ahí está el poder,
esa es la cumbre, y ellos, que debieran analizar esta enfermedad, lo que hacen
es abonarla, por falta de aire.
No hay derecho a entretener a los argentinos un
día, una semana, un año, diez años, con los problemas locales de un
conglomerado que, además, ha sido privilegiado por 200 años de políticas
centralistas, de ahí su crecimiento económico y demográfico. Rutas para Buenos
Aires, trenes para Buenos Aires, aviones para Buenos Aires, energía para Buenos
Aires, industrias para Buenos Aires. Rosas y Mitre se dan la mano en la
preservación del control.
El día que las provincias adviertan cómo el poder
porteño infla índices para pedir más y más, y oculta índices para disimular sus
prerrogativas, probablemente no les quede otra que pedir lo que pedimos acá:
mudar la capital para no enmudecer al país.
Buenos Aires ignora el “índice destierro”, que
muestra claramente la desertización de muchas provincias en virtud de la
presión unitaria que se queda con la parte del león. Y eso por décadas.
Buenos Aires dice que necesita más porque tiene más
gente, y tiene más gente porque tiene más, debido a sus ventajas sobre el
resto. Sostiene que en determinados barrios cuenta muchos pobres, y es cierto,
pero no admite que muchos de ellos están así porque en sus provincias de origen
no podían siquiera ser pobres, y terminaron afuera, en el destierro y el
hacinamiento. Lógico sería que la reparación histórica fuera para la región que
expulsa por empobrecimiento, pero acá se invierte el razonamiento y pide
reparación el que atrae.
El gran error
No fue un error de los constituyentes otorgarles a
los porteños el derecho a elegir a su intendente. Sí fue un error de los
constituyentes no quitar de Buenos Aires la capital del país. O una cosa, o la
otra. Es impensable que el presidente de todos los argentinos, todas las
argentinas, cualquiera sea su nombre o su partido, pueda gobernar con algún
equilibrio mientras deba sortear a cada paso los obstáculos que le ponen los
vecinos de alrededor, empezando por los mandatarios locales y sus ministros. No
podemos ni debemos aceptar ese juego perverso.
Por otro lado, es cierto también que, en la
partidocracia, cada grupo se esfuerza en desacreditar al otro y en ese tire y
afloje hay presidentes que vulneran las autonomías, y gobernadores o jefes de
gobierno que estorban al gobierno central con altanería.
El intendente de Paraná se llama Adán Bahl y no
jode a ningún porteño; el intendente de Buenos Aires se llama Horacio Rodríguez
Larreta y nosotros tenemos que escuchar sus problemas y los de sus ministros a
diario como si fueran nuestros.
La ministra de Gobierno de Entre Ríos se llama
Rosario Romero y no molesta al resto del país con problemas nuestros; al
ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, tenemos
que aguantarle a diario sus salidas intempestivas con problemas que nos son
ajenos. Si le hablara a Buenos Aires, está en su ley, pero a nosotros ¿qué nos
importa? Y así ocurre en todos los ámbitos: educación, salud, seguridad, etc.
Nos obligan a estar atentos a sus cuitas, para
luego estar atentos a sus candidaturas. Por eso en la Argentina hace rato ya
que los candidatos principales hablan en porteño. Si además inventaron un
sistema electoral que no considera el federalismo, salvo en la elección de
senadores.
Como los habitantes de Tierra del Fuego están
lejos, y como los de Formosa están lejos, y como los de San Luis están lejos
(de los porteños, claro, que se han pintado un centro de fantasía, como Europa
se promocionó como continente), entonces no hay modo de hacerse oír.
El ruido infernal de la pretendida capital y
alrededores y sus problemas locales invade todo el espectro. Problemas locales,
vale insistir: lo-ca-les. Y el resto del país como un estúpido mirando de
afuera.
El cáncer
No hace falta que un día se enfrenten las fuerzas federales,
municipales y provinciales con derramamiento de sangre, para que veamos el daño
que hoy está haciendo la capitalía en Buenos Aires.
Ese engendro fue advertido con clarividencia por
Leandro N. Alem en su momento, pero la fuerza de los hechos lo impuso. Ganó la
arrogancia, y así estamos: con un país malformado, macrocéfalo, con una capital
llena de ñañas que escucha sus propias quejas y nada más, en todos los ámbitos:
la economía, la política, los sindicatos, los partidos, los medios masivos, el arte,
las universidades. Ese cáncer ha hecho metástasis.
Y lo decimos con esperanza: tiene cura. ¿Cómo se
cura? Cambiando de lugar la capital del país, trasladando la sede de los
poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Argentina, y poniendo un freno a
la concentración de sedes de las corporaciones en un lugar.
A nadie le conviene la capital en Buenos Aires.
Tampoco a Buenos Aires.
Como precedente, los sangrientos combates de
Barracas, Puente Alsina, Corrales Viejos, en 1880, por el enfrentamiento entre
el gobierno nacional de Nicolás Avellaneda y el gobernador Carlos Tejedor
apañado por Bartolomé Mitre.
La capital se resolvió en un baño de sangre, y la
actitud de los gobernantes del siglo XXI, cuando pertenecen a distintos
partidos en la nación, la provincia y el municipio, no hace más que echar leña
al fuego.
No advierten el peligro de esa escalada, de esa
propensión al choque que un día se concretará en hechos, para que mueran los
pobres, claro, como ocurre casi siempre, como mueren los pobres por la pésima
distribución demográfica y de oportunidades en el país gracias al triunfo de
los fusiles Remington, las ametralladoras Gatling y los cañones Krup de Buenos
Aires sobre el resto del territorio. Porque no hay que olvidarlo: este sistema
despótico se impuso a sangre y fuego.
Artigas lo sabe
Ya en las Instrucciones del año XIII, José Artigas
propuso que nuestro sistema fuera federal y no unitario, que fuera republicano
y no monárquico, y que la capital estuviera en cualquier lugar del país con
excepción de Buenos Aires, porque se las veía venir.
Hoy Buenos Aires concentra las sedes de los
gobiernos, de los bancos, de los hipermercados, de los sindicatos, de los
partidos, de los medios de mayor alcance, de las universidades con mayores
presupuestos, de los hospitales con más alta complejidad, de los servicios.
Las provincias pagan el déficit de servicios que
ellas no tienen: tren, aerolíneas; las provincias que producen algunos
servicios los pagan más caros que Buenos Aires.
En el colmo de los colmos, en tiempos de crisis el
gobierno nacional acepta la moneda de Buenos Aires como de curso nacional, pero
no las monedas de las provincias restantes (ocurrió con los bonos, como se
recordará, en la gestión de Fernando de la Rúa). Ese despotismo no será curado
con el cambio de la capital, pero ese traslado necesario, imprescindible,
comenzará a revertir el proceso. En cincuenta años tendremos un país con mayor
equilibrio, para bien de todos.
El Estado Nación inventado por Buenos Aires no se
sostiene, hace agua por todos lados. La Argentina contiene varias culturas, y
se debe un modelo al estilo que propone la revolución federal con cuna en el
litoral: la soberanía particular de los pueblos.
El despotismo del poder porteño es un obstáculo
insalvable en tanto nuestra capital esté allí. Esa herencia colonial impide
otras miradas, otros saberes, porque como colonia que somos hoy, siempre lo que
entre en disonancia con Buenos Aires quedará en descrédito, en un escalón
inferior. Herencia del racismo que dio vida a este Estado colonial, en el que
los presidentes del país decían que debían ser sacrificados los niños de
culturas distintas, porque claro, eran distintos a su modelo de ser humano.
Hemos naturalizado el genocidio que provocó el
poder porteño para concentrar el mando, y ese modelo uniformador ya no se
sostiene sin decadencia. Tocó su techo. Ahora aguanta, nomás, y en eso se nos
va el país.
A desconcentrar
Sacar la capital de Buenos Aires es tan importante
para los argentinos y las argentinas como recuperar las Malvinas. Hoy no
podemos disfrutar de Buenos Aires, sus artes, sus maravillas, su historia,
porque nos apabulla con su hipocondría.
Darle la capitalía a Buenos Aires la desequilibra.
Y hay que decirlo: no recuperaremos las Malvinas en tanto Buenos Aires siga imponiendo
su lógica dominante, porque los argentinos y las argentinas de las Malvinas
saben que, lejos como están de la metrópolis, serán ante el poder porteño como
ciudadanos y ciudadanas de segunda. A no engañarse.
Por supuesto que, con el cambio de capital, se
imponen normas que desconcentren. De los medios de gran alcance del país no
puede haber más del 20 % radicados en una sola ciudad. De los sindicatos del
país no puede haber más del 20 % con sede en una sola ciudad. De los bancos,
las corporaciones, las multinacionales, no puede haber más del 20% con casa
central en una sola ciudad. Y así con el resto. Sería poco razonable pasar la
enfermedad a la nueva capital.
La capital no puede ni debe estar en Buenos Aires.
Tampoco en Paraná ni en Rosario, para que no parezca una revancha y para no
caer nuevos hacinamientos. Ni en Tucumán porque es una provincia superpoblada.
Pero hay mil ciudades medianas y pequeñas en las que podría instalarse el
gobierno central. En el litoral, en el noroeste, en el centro, en la Patagonia.
Incluso podrían separarse los poderes en dos ciudades más o menos cercanas,
porque la tecnología lo permite hoy más que antes, y para descongestionar desde
el vamos.
Ya hubo cinco leyes votadas para el traslado.
Algunas vetadas, otras incumplidas. Rosario, Villa María, Carmen de
Patagones-Viedma-Guardia Mitre, eran entonces las opciones. No estamos diciendo
nada nuevo. Sólo apuntamos que la Argentina necesita un sacudón para librarse,
por consenso, en armonía, de una de las fuentes de sus males.
Aquí no tenemos preferencia. Es cierto que el
peronista Julián Domínguez dijo un día Santiago del Estero y nos gustó. ¿No es
la ciudad más antigua, con 470 años de vida? Puede ser en una zona cercana a la
capital santiagueña, equidistante de una gran parte del país… Claro que si
miramos la Argentina bicontinental, con el Atlántico Sur y la Antártida,
entonces el lugar elegido hace algunas décadas, Viedma, parece darnos una
posición clave. Nos gusta por eso, y nos agradaría también otro lugar para asegurar
la hermandad con los países vecinos…
Intersección
Si muchos militantes y dirigentes radicales están
de acuerdo, muchos peronistas también, los kirchneristas tienen predilección
por la Patagonia, y el plan de Alfonsín se llama Proyecto Patagonia, ¿por qué
no ponernos de acuerdo en algo, y avanzar en la mudanza? Néstor y Cristina
Kirchner se manifestaron a favor, eso es público.
Quizá la fruta esté madura hoy, quizá hoy sea el
tiempo. Hay que generar puestos de trabajo, ¿por qué no empezar por las obras
de la nueva capital?
Hay que alimentar los consensos, ¿y si aprovechamos
este punto de intersección, entre tanta grieta inconducente? Oh, ya nos
imaginamos el día luminoso de esa decisión sabia. ¿Cuántas puertas se abrirán
para las naciones de la Argentina, de sur a norte, de este a oeste, cuando
logremos superar la principal de las herencias coloniales?
Hubo cinco leyes, decíamos. Y la ley 23.512 del
gobierno de Alfonsín que este 27 de mayo cumple 34 años desde su sanción en
1987, sigue vigente. Esa ley declara capital a Carmen de Patagones (provincia
de Buenos Aires), y Viedma y Guardia Mitre (Provincia de Río Negro).
En abril de 2007, cuando la ley de traslado cumplía
20 años, el diputado nacional entrerriano Raúl Patricio Solanas, de fuertes
convicciones federales y nacionales, propuso la derogación de la ley, pero no
para anular el traslado sino, precisamente, para analizar la mudanza a otra
parte. Quería formar una comisión con amplia participación ciudadana. Su
interesante proyecto, en el que calificaba de “imprescindible” el traslado, no
prosperó.
No cabe dudas de que en Entre Ríos la recuperación
del Proyecto Patagonia encontrará apoyos por todos los flancos. Los seguidores
de Artigas, de Ramírez, de Urquiza, de López Jordán, de Alem, y del recordado
Raúl Patricio Solanas, votarán a mano alzada.
Algo parecido ocurrirá en otras provincias. Y en
Buenos Aires, ciudad autónoma y conurbano, se podrá ver una luz por fin para
salir de la aglomeración, el hacinamiento y tantos males provocados por el
desequilibrio.
Federalismo, Patagonia, trabajo, expectativas,
consenso, descongestión, una salida del laberinto por arriba, ¿advertirá el
presidente Alberto Fernández que con un guiño suyo puede alinear los planetas?
Separatismo al
acecho
Ya escuchamos a más de una organización, a más de
un dirigente de provincias, hablar de “independencia”, de “separatismo” en la
Argentina.
La presión agobiante del poder porteño (en todos
los planos) y sus ínfulas y sus privilegios, nos asfixian. Después lamentamos
las consecuencias. Buenos Aires es a la Argentina lo que Europa al mundo. No es
raro que los eurocentrados acusen de “antieuropeos”, a quienes pretenden sacar
a Europa del centro un ratito, para volver a poner a Europa en el centro,
aunque sea mediante el lloriqueo.
Nosotros hemos argumentado por qué el separatismo
intenta curar un vicio con otro vicio. Artigas jamás luchó por la
fragmentación. Si nuestro objetivo es la soberanía particular de los pueblos en
confederación solidaria, en equilibrio entre las regiones y con la
biodiversidad, tenemos que empezar por la raíz del cáncer y trasladar la
capital a otro lado.
La ciudad que sea elegida, y que acepte ser capital
con participación del pueblo, tendrá que admitir que a su administrador lo
elijan el presidente de la nación o el Congreso. Si no acepta eso, se buscará
otra, y otra. Estamos hablando de poderes de la nación, de toda la nación, de
todas las naciones de este país; no estamos hablando de poderes que puedan ser
rehenes, como son hoy, de sus vecinos más cercanos.
El unitarismo fragmenta, el unitarismo
desnaturaliza, irrita, provoca. Pero es la unidad en confederación, sin
mandones, lo que nos permitirá ampliar el horizonte en unidad con pueblos
vecinos, con vistas a la unidad del Abya yala, de México a las Malvinas, que
anhelan nuestros pueblos. Ni separatismo ni continuidad: confederación. Con la
capital en cualquier parte, que no sea Buenos Aires.
Los argentinos, las argentinas, estamos a un paso
de darnos un tiempo de alegría que cure tantas pesadumbres acumuladas.
(*) Daniel Tirso Fiorotto. Artículo publicado en el
diario UNO el domingo 2 de mayo.