Segunda libertad de vientres

Desde la perspectiva del vivir bien / buen convivir (sumak kawsay) y los principios de complementariedad y reciprocidad (yanantin, masintin), observamos que grandes masas de entrerrianos padecen un grado de hacinamiento en su provincia o fuera del territorio por distintas razones, entre ellas la imposibilidad de contacto fluido con la naturaleza. El fenómeno se torna obsceno si consideramos las inmensas superficies productivas y despobladas alrededor.

 

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REVISTA ACADÉMICA

TIEMPO DE GESTIÓN - N° 21 - AÑO 2016

FACULTAD DE CIENCIAS DE LA GESTIÓN

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ENTRE RÍOS

U A D E R

 

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Segunda libertad de vientres

 

Hermanos míos, no puedo estar en esta fiesta amable porque sé de qué está hecha.

Juan L. Ortiz

 

Fecha de finalización del artículo: junio de 2016

 

Por Daniel Tirso Fiorotto

 

Resumen

Desde la perspectiva del vivir bien / buen convivir (sumak kawsay) y los principios de complementariedad y reciprocidad (yanantin, masintin), observamos que grandes masas de entrerrianos padecen un grado de hacinamiento en su provincia o fuera del territorio por distintas razones, entre ellas la imposibilidad de contacto fluido con la naturaleza. El fenómeno se torna obsceno si consideramos las inmensas superficies productivas y despobladas alrededor. Aquí enumeramos males del hacinamiento y derechos invisibilizados; señalamos el ecocidio generado por la tala rasa en forma simultánea con desarraigo y éxodo rural, y pivotamos en dos interrogantes: ¿es el hacinamiento una manifestación de colonialidad y una marca de racismo? ¿Urge una segunda libertad de vientres para superar este flagelo social?

 

Abstract

From the point of view of good living (sumak kawsay) and the principles of complementarity and reciprocity (yanantin and masintin), we can observe that, due to many reasons, great masses of the people from Entre Ríos suffer from overcrowding in their province or out of it. One of the reasons is the impossibility to maintain fluid contact with nature. This phenomenon becomes obscene when we consider that Entre Ríos has vast fertile lands that remain unpopulated. Here we enumerate the ills of overcrowding and the rights made invisible; we point out the ecocide produced by deforestation simultaneously with uprooting and rural exodus; and we pivot on two questions: is overcrowding a manifestation of coloniality and a sign of racism? Does it urge a second freedom of wombs in order to overcome this social scourge?

 

Palabras clave: sumak kawsay, hacinamiento, libertad de vientres

Key words: sumak kawsay, overcrowding, freedom of wombs

 

Un viaje

Vamos en colectivo. Subimos en la terminal de Paraná hará media hora, nos preparamos unos mates y en este momento nos sorprende gratamente un clan de pirinchos al sol.[1]

Si en verdad somos el paisaje, aquí marchamos en una cápsula de chapas, vidrios, plásticos, pero el mate nos recupera.

Los diez o doce pájaros que se derraman en racimo por el lateral de un algarrobo[2] dicen lo que no es el hacinamiento. En ese punto de confluencia de la comunidad en el paisaje damos inicio a estas reflexiones sobre el hacinamiento en el litoral, con foco en este maravilloso territorio de los panzaverdes, para apuntar hacia una segunda libertad de vientres.

 

La serenidad

Ahora un puñadito de garzas blancas[3] con su habitual parsimonia. Pico amarillo, patas negras metidas en un charco.

Nos viene a la memoria un viaje por esta ruta con Miguel Ángel Martínez, el Zurdo. Junto a los conocidos hornos de carbón con forma de iglú avistamos aquella mañana una bellísima garza con las inmaculadas alas extendidas en el fondo plomizo. Colgaba del cuello, en un cable de alta tensión. Qué pesadumbre. Probablemente la velocidad adueñada de la ruta la había espantado.

Sentimos el adiós de un pañuelo que contara Claudio Martínez Paiva[4] como un estremecimiento, porque la modernidad le había truncado el vuelo a la “garza viajera” de Aníbal Sampayo.

Nuestra civilización está enferma de velocidad, dice Edgar Morin.[5] El país está enfermo de latifundios, agrega Gastón Gori. La relación no es caprichosa. Desarraigo, hacinamiento, apuro, van de la mano.

Queremos creer que este paisaje guarda fibras de resiliencia, que el hombre acelera, rompe, cuelga la garza del cogote, y la naturaleza hace su duelo pero cura sus heridas y retorna. Queremos creer.

Alcide d’ Orbigny visitó nuestra región en 1827 y avistó a las abuelas de estas aves. “El croar ronco de las garzas me anunciaba con intermitencia su presencia al borde del agua donde solas, en actitud estúpida, aguardaban la aproximación de los peces para atraparlos al paso y retomar luego su impasibilidad acostumbrada”, escribió el francés, y en seguida este tremendo vaticinio: “¡Pobres pájaros! Cuando la civilización haya invadido esta ribera salvaje ya no habréis de recorrer con paso tan leve los meandros de vuestras charcas! Vueltos más ariscos, ya no tendréis tranquilidad. Con demasiada razón sospecharéis trampas y peligros por todas partes, y vuestros hábitos tan confiados cambiarán en razón del avance de vuestros nuevos dueños por esta tierra donde aún imperáis”.[6]

Hemos conocido aves y peces que comparten un lugar, comen distintos alimentos a distintas horas y de distintas maneras. Así conviven.

Es común la agrupación de ejemplares de una especie. Días antes pudimos ver una bandada de espátulas[7] en un camino parecido, todo un manchón rosa a corta distancia, qué regalo; y así varias de morajúes[8] y cardenales[9] en un revuelo anarquista, y hervideros de patos coscoroba[10]

Aquí están, ante nuestros ojos, el ñandubay[11], el chañar[12], los ceibos[13], las totoras[14]. Entonces: ñandubaysal, totoral, chañaral, ceibal, sin excluir a las especies hermanas.

El aire, el agua, el pasto, los murmullos, nada es ajeno. La comunidad se despliega a sus anchas. Pero ¿cómo calzamos los humanos?

 

Desde el Abya yala

Muchos hombres y mujeres fueron extirpados de este paraíso y viven hacinados en nuestro territorio, o afuera. Todo un contraste.

Hace un par de siglos, la manumisión desde el vientre fue una forma solapada de continuar la esclavitud y cumplir a medias, a la vez, con una demanda. Pero alivió a los esclavizados el saber que los hijos se salvarían de las cadenas, y la comunidad de mandones fue comprendiendo límites.

Oscar Montaño ofrece en su Historia Afrouruguaya diversos testimonios que muestran en nuestra región los tremendos esfuerzos de esclavizados por comprar su libertad, o la de sus hijos, hermanos, nietos. Comenta las denuncias por abusos de los amos sobre las hijas de las esclavizadas, y las promesas de libertad a cambio de sexo. Es decir: la libertad de los niños era particularmente anhelada entre los negros secuestrados en África, mientras negociaban la propia, formando a veces cooperativas de esclavizados y libertos para el rescate.[15]

Además esa promesa de libertad de vientres era una muy buena noticia porque cabía suponer que la esclavitud se sostendría varias décadas después, como se sostuvo[16], aún en medio de la violencia. Estas historias se repiten. Entre Ríos tuvo esclavos en las estancias, hoy sus descendientes se esparcen en todo el territorio.

Ahora: el racismo en la esclavización de los negros de ayer ¿tiene equivalencias con el hacinamiento de los desterrados de hoy? Ese alivio de los padres frente a la libertad de vientres prometida ¿no nos estimula a la hora de pensar recetas contra el hacinamiento?

Aquí nos proponemos analizar el destierro y el amontonamiento de nuestros pueblos del litoral desde saberes antiguos y vigentes del Abya yala (América); principios como el vivir bien y bello / buen convivir, sumak kawsay en quichua, suma qamaña en aymara, tekó porá en guaraní, küme mongen en mapuche, que no son sinónimos exactos pero sí nociones emparentadas que conciben al humano en la naturaleza, en diálogo, en armonía, como fibra de una trama. En adelante resumiremos esa cosmovisión en la expresión sumak kawsay.

También miraremos desde el comunitarismo, en sintonía con el ayllu del noroeste y el tekohá del litoral, es decir, ese espacio de convivencia en el paisaje, en las casas, el pago de uno, donde practicar el sumak kawsay. Y desde el principio de complementariedad o de opuestos complementarios que en quechua decimos yanantin, y el principio de solidaridad y reciprocidad que llamamos masintin. Sin descuidar nuestras tradiciones de resistencia, sea en la lucha del charrúa y las montoneras o el no actuar del altiplano.

Por eso viene bien que digamos Abya yala, voz de los pueblos kuna de Panamá y Colombia traducida como tierra en plena madurez, tierra de sangre vital. Y es que no encontramos razones para aislar a Entre Ríos de los saberes del altiplano, la selva, la pampa, es decir, entendemos nuestra región integrada en un continente, fuera de chovinismos.

Nos preguntaremos si hay en el hacinamiento una marca de racismo, para el individuo y para la comunidad acorralada.

El abolicionismo contra la actual segregación (que inspira nuestro aporte) apela a la conciencia, de donde derivarán quizá luchas y leyes; y la reflexión va dirigida especialmente al pueblo desterrado, hacinado, desnaturalizado.

Planteamos una reforma agraria y no (sólo) para devolver tierras al humano sino para devolver el humano a la tierra, lo cual haría sustentable el proceso y sobre principios hondos, no utilitaristas. Un cambio que reformaría la estructura de la propiedad y del uso de la tierra, y atacaría una enfermedad que nos consume en la acumulación, el consumismo, el individualismo, el antropocentrismo, la mala alimentación, el hambre.

 

Ninguna originalidad

No venimos a descubrir el problema del hacinamiento. Ya en 1951 en su obra “Tierra y libertad” (en homenaje al lema de Emiliano Zapata), dijo Luis R. Mac’Kay: “Se ha producido un verdadero éxodo de liberados que huyen del campo… que no luce para la economía de la nación, pero luce esplendente para ellos en el ‘Gran Buenos Aires’, como se ha dado en llamar para escarnio del federalismo argentino a la capital federal y poblaciones circunvecinas, verdadero monstruo que sustrae, absorbe y abarrota la juventud campesina, naturalmente dotada para el esfuerzo y fecunda iniciativa que demandan los surcos, malogrando su vocación natural y nobles aptitudes y deformando así su espíritu y su vida. No ha emigrado solamente el campesino proletario, sugestionado por mejores posibilidades, sino también el hijo del chacarero, defraudado y sin perspectivas en la actividad rural… con sus cartas rudas, pero preñadas de seducción, atrajo a sus hermanos, parientes y amigos que siguieron el espejismo, así vivieran hacinados en una habitación o en miserables tugurios improvisados en los baldíos cercanos”.[17]

Rafael Barret lo vio entre los guaraníes. En “El dolor paraguayo y lo que son los yerbales”[18] arenga para no tolerar “que la tierra, en cuya faz venerable hemos esculpido nuestra estupenda historia, sea de quien no la merece. Luchemos por conseguir que cada hombre, al nacer, encuentre su parte de herencia natural, la parte de tierra a que tiene derecho”.

 

La tierra en el centro

La inquietud por el acceso del humano a un espacio es antigua. En nuestra región, con tantas familias de tradición judeocristiana, suponemos que aún resuenan los ayes sobre los malvados del Libro de Isaías, con amenazas de juicio divino a la voracidad: “¡Ay de los que juntan casa a casa y añaden heredad a heredad hasta ocuparlo todo! ¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra?”.

Para algunos historiadores como César Pérez Colman la precoz matanza de pueblos originarios “colocó a Entre Ríos en una situación de privilegio”, y fue “una fortuna” la eliminación de ese “problema social” que se oponía a la “obra civilizadora del conquistador”.[19] El racismo en la historiografía regional daría para otro estudio.

La tierra está en el centro de las luchas por la libertad. Elsa Vignola dedica varias páginas al independentista entrerriano Bartolomé Zapata, y antes a la situación social de este territorio. Dice de Gualeguaychú: “El progreso de esta Villa se vio entorpecido por los conflictos surgidos con los grandes terratenientes”, y cita a Leoncio Gianello para apuntar “la incertidumbre en que vivían gran parte de los pobladores con respecto a la tierra que estaban trabajando y cuya propiedad alegaban poderosos terratenientes vinculados a las autoridades virreinales que amenazaban desalojarlos”.[20] Luego copia a César Blas Pérez Colman: “Ningún factor gravitó tanto en la opinión pública, como el que engendró la lucha librada por los pobladores a fin de no ser desplazados de sus posesiones. Por ello la aspiración por el logro de la autonomía gubernativa asumió los caracteres de una pasión popular”. Y termina entonces Vignola: “Como vemos, nuestros paisanos identificaron la patria con la tierra, de ahí su ardiente defensa aún a costa de sus vidas”.[21] (No es difícil ver cómo entronca con el principio de soberanía particular de los pueblos que enarbolaría José Artigas).

Mencionaremos más adelante ciertas respuestas de Tomás de Rocamora y José Artigas, sin menoscabo de la resistencia anterior de los pueblos a la invasión privatizadora. Manuel Belgrano se ocupó también del asunto en el norte de la Mesopotamia en su expedición al Paraguay.

Más cerca en el tiempo Alejo Peyret buscó abrir una brecha, principalmente con la idea puesta en los inmigrantes. En la obra Peyret y Goliat, el estudioso Américo Schvartzman resalta su concepción de la democracia agraria, “y su planteo de que entre ‘la estancia’ y ‘la colonia’ había una contradicción insoluble y de cuya resolución dependía el futuro de la república. ‘Ha llegado el momento de decidir cuál de estas dos señoras ha de sacrificarse’, le escribe a Urquiza… Peyret vincula la idea de la subdivisión de la propiedad rural a la cooperación, y a la ‘democratización de la propiedad aristocrática’”.[22]

Eso en torno del acceso al suelo para el trabajo, pero en estas últimas décadas predominó en cambio la concentración de la propiedad y la tenencia. Es notoria la merma de explotaciones y de población rural en Entre Ríos y eso influye en el conjunto. Hay departamentos como Nogoyá y Tala que en medio siglo disminuyeron su densidad demográfica.

Por otro lado, la naturaleza está recuperando un lugar en la conciencia. Entre Ríos recuerda en 2016 las dos décadas de la histórica lucha popular que enfrentó al imperialismo contra el represamiento del Paraná Medio, por caso, y culminó con una ley anti represas. Este aniversario encuentra a los panzaverdes unidos contra la explotación de los hidrocarburos por métodos no convencionales. La fuerza participativa de las asambleas en estos 20 años es toda una novedad, empezando por los colectivos a favor de la salud del agua y contra los agrotóxicos y transgénicos.

La Constitución de Entre Ríos de 2008 refleja en alguna medida esa inclinación: Artículo 22, ambiente sano y equilibrado, desarrollo sustentable, preservación; Artículo 83, principios de sustentabilidad, precaución, equidad intergeneracional, prevención, utilización racional, progresividad y responsabilidad, preservación de ecosistemas, corredores biológicos, conservación de la diversidad biológica, medidas preventivas y precautorias del daño ambiental.

Más se nota la relación estrecha naturaleza/cultura en la Constitución de Bolivia cuyo preámbulo anuncia: “Principios de soberanía, dignidad, complementariedad, solidaridad, armonía y equidad en la distribución y redistribución del producto social, donde predomine la búsqueda del vivir bien”. Y la de Ecuador, que celebra la Pachamama y reconoce el sumak kawsay y los derechos de la naturaleza más allá del humano.

La Pachamama está en el centro de la cosmovisión ecológica de nuestra región amplia y sin compartimentos estancos. Desde allí miramos nuestro estado de cosas. Es una antigua tradición que da respuesta a los problemas del futuro.

Eugenio Zaffaroni apunta precisamente al inmenso campo que abre esta concepción andina llevada al derecho. “El constitucionalismo andino dio el gran salto del ambientalismo a la ecología profunda… La invocación de la Pachamama va acompañada de la exigencia de su respeto, que se traduce en la regla básica ética del sumak kawsay… La ecología profunda, basada en el reconocimiento de la personería jurídica de la naturaleza, no deja de producir cierta molestia y abierta desconfianza en el campo de la teoría política”, admite Zaffaroni.[23]

 

El apuro

Seguimos en un vehículo llamado colectivo, pero bastante enfrascados, cada uno en lo suyo. Individuos sumados nomás. Cortinas corridas, aire acondicionado. Días antes habíamos conversado en Paraná con estudiantes de tres establecimientos, y nos fue imposible lograr alguna referencia a la cigüeña que nos trae al mundo, el tuyango[24]. Pues aquí avistamos varios ejemplares ya.

Menos comentarios recibimos sobre el simpático aguará popé[25], de hábitos nocturnos. Los alumnos conocían algo del mapache del norte, nada de su primo que lava sus alimentos con las manitos aquí, en la orilla. La distancia del humano y su entorno es palpable en nuestra región. La muerte de humanos en ruta da para un análisis desde distintos ángulos. Veinte personas por día en la Argentina, muchos de ellos chicos, con la velocidad como principal causa. No solo ignoramos el entorno o lo menospreciamos, subidos a la soberbia del que se tiene por superior: también nos matamos. Y lo mismo se ha naturalizado la masacre de otras especies: el destino de la comadreja (mbicuré)[26] es emblemático. Pero esa guillotina en que convertimos las rutas no se llama catástrofe, se llama apuro.

En la chamarrita titulada “No sé si un día” que cantaba Juan Carlos Angelino, los también entrerrianos Juan Carlos Alsina y Carlos Santa María añoran “volver al tiempo del sin apuro,/ charla y amargo y algunos vasos,/ que a los amigos, como los tragos,/ no hay que tomarlos jamás al paso”.

Y en el “Regreso pitanguero” con música de Alcibíades Larrosa y letra de Walter Ocampo, una de las canciones bellas del mundo: “Mándeme al monte, madre, para ese tiempo/ en que el almíbar cuelga como un rubí,/ que en esas siestas largas de gestos lerdos/ quiero encontrarme a solas con mi gurí”.

No nos asombra la actitud hacia una siesta lerda y la necesidad de reencontrarse con la autenticidad del niño subido comiendo frutas de ñangapirí[27], como tampoco nos asombra la vida comunitaria si está allí, abierta en los hornitos a la vista, por caso. En “Décimas con trinos” dice Héctor Deut del casero[28]: “No le interesa la moda/ ni gorjeos solitarios/ no pretende campanarios/ ni burgueses privilegios/ su pico no tiene arpegios/ el hornero es proletario”.

Desde el colectivo se presienten hormigas, vaquitas de San Antonio, mariposas; la biodiversidad se despliega, el humano choca y se choca.

 

Vivir bien / buen convivir

No partimos aquí del hombre sino de la biodiversidad que lo incluye. Arturo Escobar recuerda que los activistas negros del bosque tropical del Pacífico, en Colombia, definen biodiversidad como “territorio más cultura”.[29]

El lema “nadie es más que nadie” ha prendido bien en esta región y puede interpretarse en un sentido individual, colectivo, o entre especies: el hombre no es más y tampoco es menos.

El desarraigo y el hacinamiento muestran efectos dañinos por varios flancos: el amontonamiento de las personas en lugares inadecuados, las enfermedades, la distancia geográfica y cultural entre las personas y el resto de la naturaleza, la erradicación de la naturaleza en los (no) lugares humanos: también el reemplazo de humanos por máquinas, la ignorancia del humano sobre sus alimentos, la desocupación, la pérdida de soberanía alimentaria y la exposición a los monopolios, el sistema utilitarista que toma al suelo como mercancía; y así el ecocidio y la erosión de los suelos, las pruebas con sustancias químicas que ponen en riesgo o enferman la vida misma desde el embrión y la variedad de especies, la destrucción de una red de antiguos y vigentes conocimientos y oficios, la zozobra de vastos sectores sociales, la pérdida del equilibrio de la complementariedad urbano-rural; la invisibilización de derechos a pensar con identidad propia, a comer sano, a relacionarse, a la soberanía particular de los pueblos, a la vida y el trabajo comunitarios, en definitiva: la aniquilación del principio de armonía llamado vivir bien / buen convivir.

 

Dicha para nadie

En apenas algunas leguas pasamos del país de los hacinados al país despoblado. Intuimos el río más allá, y no hay caminos que nos conduzcan a la orilla, todo ha sido privatizado. El río mismo, de facto.

No vemos personas cultivando la tierra, caminando en el monte; no vemos personas podando frutales, ni frutales. No hay personas ordeñando las vacas, no hay un horno para el pan, tampoco una fábrica; no hay personas jugando, cantando, no hay canastos de alimentos a la vera de la ruta, ni gallineros. Un paisano a caballo es ya una excepción.

“La naturaleza no ha creado pedazo de tierra más privilegiado”, dice Sarmiento en Argirópolis sobre Entre Ríos.[30] Suelo feraz, clima benigno, cielo claro, sol a raudales, flores a los cuatro vientos, arroyos, acuíferos, alas y trinos... Y muy pocos humanos.

Las familias que no fueron desterradas están hacinadas, aunque las estadísticas digan que Entre Ríos conserva población rural (ya veremos los censos), y seamos conscientes de que algunos resisten en chacras de citrus, el trabajo con las aves y un par de rubros, no muchos más, porque hasta los tambos fueron raleados.

Nada tiene de novedad esta situación. Podemos comprobarlo en estos versos de Juan L. Ortiz, de 1947. “El agua, diosa también etérea de estos campos./ El agua, que daría la dicha a los hijos de estos campos,/ errantes por los caminos,/ o incorporándose de debajo de los carros con criaturas de pecho en el escalofrío del amanecer...”

“El campanilleo de la perdiz flota en la brisa morada./ Hermanos míos, no puedo estar en esta fiesta amable porque sé de qué está hecha./ Para que esta fiesta se hiciera para nadie/ fue necesario que os arrojaran a los caminos/ o a vivir bajo un cielo que no tiene ciertamente sonrisas”.  El álamo y el viento. 1947.

En otros versos: “Cuánta dicha que se da para nadie, ay, para nadie./ La madreselva ha florecido y cubre casi el rancho abandonado”.

El artista de Puerto Ruiz se desgarró ante el destierro y el sistema no ha hecho más que consolidar esa estructura expulsora.

Antes lo había comentado Arturo Capdevila. Tras una gira por el país, contó lo que vio en la capital entrerriana: “Sólo sabemos que esta ciudad de Paraná, enferma del mismo mal que todo Entre Ríos, no saber retener a sus hijos. Los entrerrianos emigran… Entre Ríos es una de las provincias en que más ha gravitado la rémora del latifundio… ¡Lo que sería Entre Ríos con los hombres que perdió! Más en donde la tierra yace en la esclavitud estas nupcias con el trabajo son imposibles; la tierra espléndida se queda triste y el novio magnífico se va”.[31]

Los viajes del “narrador de ciudades” son de la década del 30. ¿Pasará un siglo para que escuchemos el mensaje?

Hacemos un descanso para señalar un cambio en nuestra mirada. Hasta ayer muchos decíamos “la tierra para el que la trabaja”, pero una visión así llevó a algunos pensadores europeos a justificar la invasión al Abya yala, con el pretexto de que el humano de este continente en algunas regiones no cultivaba el suelo. La idea se entiende mejor si decimos con nuestros pueblos que el hombre es de la tierra y allí vive, cultiva, conversa, recoge frutos, reza, ama, dialoga con sus antepasados. Allí practica los principios del vivir bien / buen convivir que ha enumerado Fernando Huanacuni Mamani (2010).

Este estudioso difundió trece principios que constituyen el vivir bien del altiplano, lo que equivale a no alterar el entorno, si vemos todo interconectado. Esos principios se sintetizan así: saber comer (en aymara suma manq aña - no en referencia al estómago), saber beber (suma umaña - lo mismo, en referencia al fluir del corazón), saber bailar (suma thokoña o thukkuña – Huanacuni dice “saber danzar, entrar en relación y conexión cosmotelúrica, toda actividad debe realizarse con dimensión espiritual”).

Luego: saber dormir, saber trabajar, saber pensar o meditar (“el silencio equilibra y armoniza”), saber reflexionar desde el corazón, saber amar y ser amado (chachawarmi, complementariedad), saber escuchar (no sólo con los oídos – recordemos que también para el charrúa las piedras hablan); saber hablar (para lo cual hay que sentir y pensar bien), saber soñar (proyectar), saber caminar (con la Pachamama), y saber dar y recibir.[32]

Volvemos a preguntarnos, ¿cuántos obstáculos pone el hacinamiento para recuperar ese mundo?

Bernardino Horne[33] denunciaba el latifundio argentino en la primera mitad del siglo XX. Decía que nuestro país era de los que tenían entonces más concentrada la propiedad rural, que la tierra era objeto de especulación sobre su valor social. Y qué decir de las advertencias de Gastón Gori en La Forestal: “En la mesopotamia criolla, latifundios increíbles acaparados por unos pocos”.[34]

Marcelino Román supo del desarraigo. “Derrumbados afanes fundadores: taperas./ Montoncitos de historia, rastros de vida rota./ ¡Adiós querencia, hogar, enseres, sementeras!/ ¡Tanta gente sin tierra por la tierra rebota!”. Eso dice en su obra Taperas, y luego en Un Rancho: “En el rancho que aprende a ser tapera/ un fuego de biznaga apenas arde”.[35]

 

Amontonados en el desierto

Amontonar personas en un mismo lugar no preparado para la vida decente con comodidades, higiene, seguridad, espacios de recreación y oficios: eso es hacinarlas.

En la región litoral se constata y no debe atribuirse a la superpoblación. Entre Ríos cuenta con 16 habitantes por kilómetro cuadrado y tiene vastas extensiones con menos de uno, por el éxodo rural y semiurbano hacia la creciente concentración de almas en el gran Paraná y otras pocas ciudades. Cuba o Costa Rica rondan los 100 habitantes por km2.  En un territorio un poco mayor que el de Entre Ríos, Corea del Sur tiene 50 millones de habitantes, casi 500 por km2. Nosotros apenas superamos el millón y siempre parece que sobramos, cuando sabemos que si cada entrerriano tuviera acceso a una hectárea (una familia de diez miembros, 10 ha), todos los habitantes de la provincia ocuparíamos sólo un cuarto de la superficie productiva. Entre Ríos podría contar con corredores protegidos de biodiversidad en las costas de sus ríos y arroyos en millones de hectáreas, sin afectar la vida de los humanos, y apenas protege hoy unos pocos miles de hectáreas en zonas no sostenibles, por el aislamiento de las especies.

El hacinamiento se da con un fenómeno paralelo que es la expulsión. De hecho, Entre Ríos pasó del 5 % de la población de la Argentina en 1947 al 3 % en 2010. Es notoria la presencia de entrerrianos fuera de su territorio. También Santa Fe achicó su participación. En 1947 Entre Ríos era la quinta región más poblada del país. Hoy, la octava. Tucumán, Mendoza y Salta nos superaron.

El hacinamiento afecta a muchas ciudades. Se siente más en los barrios por la falta de espacio para el vivir bien, y de válvulas de escape. La cantidad de personas por habitación, la falta de servicios adecuados, la desocupación, la imposibilidad de cultivar una huerta o criar animales de granja, dan indicios de hacinamiento. Pero aquí miramos desde otro ángulo: el distanciamiento de las personas de ámbitos que les permitan una vida decente en contacto con la naturaleza y con posibilidades, además, de producir alimentos variados, sanos, cercanos. Distanciamiento obsceno, si tenemos a la vista vastas superficies deshabitadas en el mismo territorio.

Como los colombianos, consideramos dentro de la biodiversidad a la naturaleza y la cultura. De manera que el hacinamiento de humanos sin lugar para otras expresiones de la vida entraña un desequilibrio, y peor por la existencia, al lado, insistimos, de amplias zonas sin humanos.

Los pueblos antiguos de la región no ven que el humano pueda desplegar sus alas extirpado del resto de la naturaleza. Atahualpa Yupanqui recitaba un poema del oriental Romildo Risso que dice “si hay leña cáida en el monte/ yo no v’y a cortar un árbol:/ Po’el aire no puedo dir,/ de no, ni pisaba el pasto”. Hoy esa actitud para la mínima invasión no se constata en el hacinamiento de las grandes urbes y los barrios apretados, y tampoco en el sistema de agronegocios a escala con sustancias químicas, transgénicos y enormes máquinas. El hacinamiento enferma. Los agronegocios también. Hemos escuchado conferencias y leído informes de científicos como Andrés Carrasco y Rafael Lajmanovich[36], que apuntan los riesgos de malformaciones en embriones, además de los efectos que provocan en la salud de la comunidad el desarraigo y el destierro.

 

Quatro ambiciosos

El nicaragüense “fundador de pueblos” Tomás de Rocamora, que en sus intercambios con el virrey Vértiz terminó consolidando en 1782 el nombre “Entre Ríos” usado cien años antes, escribió unas cartas sin desperdicios. “Contener y reducir a lo que justamente necesiten a quatro ambiciosos, que quieren abarcar lo mejor de todos estos Partidos, y así impiden su Población”, decía el organizador de Gualeguay, Concepción del Uruguay y Gualeguaychú.[37]

Pasaron 230 años, y los “quatro ambiciosos” mandan. Hoy se llaman, claro, banqueros, terratenientes, proveedores de insumos, exportadores.

Rocamora informaba al virrey que los capitalistas de Buenos Aires cometían tropelías contra los entrerrianos pobres, los expulsaban de las tierras que esas familias ya habitaban, y lo hacían con papeles en la mano.

“Sólo uno de estos (capitalistas de afuera) tenía, y pienso que aún conserva, avocados sesenta mil postes de la otra parte del Gualeguay, para amojonar por el Arrecife desde aquel Río hasta el Clé, que es decir toda la población más útil de este Partido”.[38]

Un terrateniente iba a cercar todo el territorio habitado.

Rocamora era parte de un movimiento de invasión que había expulsado y masacrado familias enteras; los charrúas y demás pueblos lo sufrieron al extremo, pero ya gobernante advertía algunos de los despropósitos, defendía a los trabajadores, cuestionaba a los acaparadores.

No sólo promovía chacras mixtas a salvo de incendios, sino que, además, llamaba a cuidar el monte. Lo dice Juan José Antonio Segura: “Por ser de los requisitos más esenciales para la subsistencia de los pueblos la conservación de los montes, destruidos en las costas por el desorden de los faeneros extraños que talaron sin discreción, debía prohibírseles absolutamente el corte de leña y de madera entre los ríos, que quedaría a beneficio de sus vecindarios, pero limitando los cortes al número de hachas y parajes que se les señalaran. A ese fin debía comisionarse en cada partido un juez o comisionado de Montes, dependiente del Comandante principal para que celara y cuidara la observancia de este encargo”.[39]

Segura aclara: “A pesar del tinte sombrío que Rocamora daba a las cosas, no parece que se hubieran adoptado las solicitadas medidas de protección”.[40]

Después de 230 años de esas disposiciones, los diarios entrerrianos anunciaban en 2015 la siguiente noticia: “La Cámara Alta dio media sanción al proyecto que crea Fiscalías para que actúen en delitos contra el ambiente”. En el mismo momento, conocíamos la aplicación del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, en vigencia desde agosto de 2015, que reduce el antiguo camino de sirga de 35 metros a 15. Una nueva privatización de las costas, con influencias notables en una provincia con 7.700 ríos y arroyos y más de 41.000 kilómetros de cursos de agua, cuyas costas debieran ser protegidas.

La tala rasa lleva 500 años en nuestro territorio, pero es en los últimos 100 en que la destrucción alcanzó ribetes de ecocidio. La llamada “modernidad” coincide aquí con la expulsión de los habitantes (charrúas, chanás, yaros, guaraníes y otros), el apropiamiento de grandes estancias por “quatro ambiciosos”, y la destrucción del monte. Con matices, hasta nuestros días.

 

Los deseos desmedidos

Le dijo Rocamora al virrey: “Conténganse Excelentísimo Señor los desmedidos deseos de algunos pocos. Redúzcanse a lo que necesiten mas que sea con abundancia; pero cercéneseles o no se les permita que adquieran lo muy superfluo, para que encuentre acomodo el pobre vecino, que con el producto de la tierra que les sobra a ellos, puede mantener una familia numerosa y útil al estado”.

“Asegúrese en quietud a estos vecindarios (es decir, quitémosle las zozobras); repártanse graciosamente los realengos... Habrá tres o cuatro que en el último caso pleiteen contra este arreglo económico. Pero fuera pleitos, valga la razón y asegúrese Vuestra Excelencia que ejecutado como planteo, antes de muchos años será la de Entre Ríos, de que trato, lo que dije, la mejor Provincia de esta América”.[41]

La expresión “ejecutado como planteo” es clave. Para que Entre Ríos fuera una bella provincia había que asegurar espacios a los vecinos, a sus chacras, y contener los desmedidos deseos de algunos pocos. A 230 años podemos reclamar exactamente lo mismo.

Algunos pensadores europeos tuvieron influencia sobre gobernantes de nuestro territorio. Gaspar de Jovellanos, Pedro Rodríguez de Campomanes, Pablo de Olavide, Benito Jerónimo Feijoo, son señalados, entre otros, por el entrerriano Juan L. Ortiz y el oriental Eduardo Galeano, como fuentes de los cambios propuestos en el régimen de la tierra. Y sabemos que el mismo Rocamora había aprendido la distribución en la Sierra Morena de España.

Juan Antonio Vilar recuerda en su obra Revolución que José Artigas tuvo “una experiencia interesante como ayudante de Félix de Azara con la distribución de tierras en Batoví”[42]

Tres décadas después de Rocamora, Artigas dispuso en la región un reparto que no encuentra comparación. “El 10 de setiembre de 1815 –en el corto lapso de paz que la Banda Oriental pudo disfrutar libre de españoles, porteños y portugueses- sancionó el Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados”, recuerda Vilar[43], y enumera los beneficios para negros, zambos, indios, criollos pobres, viudas, bajo la consigna “que los más infelices sean los más privilegiados”.

Admite que Artigas “fracasó en su objetivo de organizar un estado republicano federal”, y “lo que más revela la profundidad de su derrota es su política de distribución de tierras. Artigas es venerado en el Uruguay como el máximo héroe nacional. Sin embargo han borrado todo lo que fuera su lucha”, afirma el historiador de Paraná y apunta: “Una vez que los ingleses crearon la República Oriental del Uruguay, jurídicamente fueron reconocidas como legítimas las concesiones de tierras hechas por los españoles durante la colonia, por los portugueses, los brasileros durante su ocupación, los revolucionarios de 1825 y los gobiernos desde 1830, con exclusión de las hechas por el Reglamento de 1815”.[44]

El fracaso de la revolución artigueña equivale al triunfo de los “deseos desmedidos de algunos pocos” que denunciaba Rocamora. (En una conferencia sobre la tierra, que se encuentra en Internet, el profesor Juan Vilar demostró que la concentración de la propiedad en la Argentina sigue políticas de la metrópolis, en las antípodas del pensamiento de Artigas).[45] El estudioso Curapil Curruhuinca explicó la sanguinaria ambición de la oligarquía argentina (ya no europea solamente) por la propiedad del suelo, extendida a fines del siglo 19 a la Patagonia. “La anexión de las franjas neuquinas sirvió, ante todo, para hacer negocios mayúsculos de venta, reventa y subdivisión, y favorecieron, en primer término, a los capitalistas de la Campaña. Que los hubo.  Hubo, sí, quienes jugaron a la campaña. Al feliz desenlace. A la ganancia abundante”.[46]

Vale recordar aquí que aquellas luchas por el arraigo, el trabajo, el acceso al suelo, se dieron en el mismo año 1815 en que se izaba en el litoral la bandera de la banda roja. Sostener la bandera entrerriana (federal, artiguista) equivale a reavivar, cada mañana, la disputa por la tierra, aunque los sectores de poder traten de ocultar esa raíz. Disputa que, desde los pueblos antiguos, no debe hacerse por asuntos de propiedad y ganancia sino de buen vivir, buen comer, buen beber, con criterio sustentable, como dice Huanacuni.

En el Uruguay, y más cerca en el tiempo, llama Daniel Viglietti “¡A desalambrar, a desalambrar!”. Y pregunta Aníbal Sampayo: “Por qué me quitaron/ la tierra y después/ crecieron los campos/ de un mister inglés”.

En Entre Ríos canta Miguel Ángel Martínez, el Zurdo, este cielito con letra de José María Díaz: “Si usted sale a caminar/ ve sin fin el campo flor,/ y en tierra de mala muerte/ la ranchada de algún peón./ Cielito, miren qué cielo/ el cielo de los sauzales,/ por qué cambiarnos la tierra/ por un baúl de caudales”…

 

Ecocidio

Culturas del Abya yala coinciden en el altiplano, la selva, el sur, sobre la armonía del humano-en-la-naturaleza. Es un tema que está presente en las obras del profesor Juan José Rossi, radicado en Chajarí. “La tierra no es del hombre, sino el hombre de la tierra formando una unidad con el resto del universo. Filosofía ésta prácticamente opuesta a la proveniente del mundo occidental-cristiano que sostiene una supuesta superioridad del hombre”.[47]

En las Jornadas de la indianidad realizadas en abril de 1984 en Buenos Aires (en coincidencia con la apertura democrática), el primer punto de la mesa de trabajo sobre Derechos territoriales dice: “Los indios reclaman la tierra por cuanto su existencia separada de ella no tiene sentido”.[48] Y luego: “Por sus derechos inmemoriales sobre ella (la tierra). Y por ser indispensable para su subsistencia y su integridad como Nación su relación con ella responde a la cosmovisión propia de los pueblos indios que consideran a la comunidad humana como parte integrante de la naturaleza y no su propietaria administradora”.

La mesa 4 de política y organización de aquellas Jornadas apunta a los saberes del Abya yala: “Se resume su filosofía en una dialéctica de opuestos, no antagónicos sino complementarios, guiados por una visión unificadora del ser humano con la naturaleza toda y el cosmos… La unidad cósmica y existencial es ley de la naturaleza y motor de la historia… toda opción realista de la participación política debería ser iniciada por la tenencia real de la tierra en forma comunitaria”.[49]

Podríamos abundar en ejemplos similares. En esa visión del humano confluyen nuestros pueblos, y no es difícil hallar similitudes con culturas de otros continentes.

Sin embargo, en una gira por el litoral y en especial por la geografía de Entre Ríos constatamos con nuestros ojos los vestigios del éxodo, sea en las taperas como en los llamados pueblos fantasmas. La ausencia del humano es palpable en zonas ayer pobladas.

Los censos denuncian el éxodo durante todo el último siglo; lo repiten economistas, historiadores, poetas, trovadores, vecinos.

El proceso de desarraigo y expulsión de las familias y las comunidades tuvo otro fenómeno paralelo: la tala rasa. La destrucción del monte nativo es una marca de todo el siglo XX y principios del XXI. Aunque no hallamos coincidencias en los informes, se calcula que no menos de 10.000 hectáreas fueron taladas cada año.

Para dar un ejemplo zonal, los expertos Juan de Dios Muñoz, Armando Brizuela, Betina Zucchino y Hernán Povedano informaron que solo en la cuenca del Feliciano “al menos 18.500 hectáreas que en 1990 estaban ocupadas por bosque nativo fueron taladas entre 1990 y 2005 dentro de los límites de la cuenca y localizadas próximas al cauce principal del arroyo. Representa una tasa de 1.250 ha por año y un 2, 2% de la superficie de la cuenca”.[50]

Y estamos hablando en años recientes, ya con restricciones legales al desmonte. Hay informes de 2013 referidos al aumento de actas labradas por desmonte, adjudicadas al corrimiento de la frontera agrícola. Las multas se pagan a veces, y el juego no se frena. ¿Cuántos ejemplares masacrados? ¿Y nidos destruidos? ¿Cuántas especies?

Las consecuencias negativas de la tala en la erosión de los suelos fértiles está comprobada también, sobre todo en Entre Ríos, cuyas arcillas se desgastan con facilidad a razón de 4 a 8 toneladas (y hasta 20 tn) por hectárea, perdidas cada año si no hay cuidados con terrazas en la agricultura (según informes de los ingenieros Egidio Scotta y Carlos Weber).

La devastación de los montes es un ecocidio. Y no matamos para vivir nosotros, porque Entre Ríos es un territorio que expulsa. Es la provincia argentina con menor crecimiento demográfico en los últimos 70 años, sólo comparable en eso con Santa Fe.

 

 

Números del destierro

Veamos lo que decía una geografía de Felquer de 1962, textual: “Comparando el censo de 1947 con el de 1960, comprobamos que Entre Ríos es de las provincias que menos población aumentó en dicho lapso… El país, en 1960, en relación a 1947, acusa un aumento de 25,9%, mientras que Entre Ríos solamente representa el 0,8%; Misiones, 34,9%; Buenos Aires, 34,4%; Formosa, 34, y Chubut, 32,6%”.[51]

Los últimos censos confirmaron la tendencia. Entre 1947 y 2010 la Argentina creció un 152%, contra el 57% de Entre Ríos. Si esta comparación es sintomática, la disparidad con la provincia de Buenos Aires apabulla.

Ecocidio y destierro: triste combo, de una Entre Ríos convertida en zona de sacrificio. En dos décadas se ha multiplicado por tres el área sembrada pero esa mayor producción se realiza con menos campesinos.

El flagelo del éxodo había sido denunciado por décadas. Se imponía un diagnóstico para enfocar correctamente la enfermedad e iniciar un tratamiento adecuado. Sin embargo, frente a las evidencias, los daños del ecocidio y el destierro simultáneos, desembarcó aquí el sistema de agronegocios con producción a escala. Hemos preguntado ante especialistas dónde está el diagnóstico, y cómo se explica el sistema a escala con transgénicos patentados y herbicidas. La respuesta fue el silencio. Llegamos a la conclusión de Arturo Jauretche, que en su Manual de Zonceras recuerda una frase de Varela: “Si el sombrero existe, solo se trata de adecuar la cabeza al sombrero”.[52] Metáfora de la resignación.

El monte fue talado. En parte aprovechado para combustible, madera, postes, o quemado. Ese fue el modo de explotar una riqueza, y quitar a la vez un “obstáculo” del camino. Al humano lo empujaron al hacinamiento.

Los barrios de Rosario y Buenos Aires, algunos de ellos de conocidas dificultades para la convivencia, con problemas de desocupación, violencia, droga; y lo mismo los barrios de Paraná, Concordia y otras ciudades entrerrianas, son frutos (en parte) del proceso de ecocidio, desarraigo y destierro, que incluye el epistemicidio, como veremos más adelante.

Para que este proceso se diera sin mayores contestaciones o revueltas fue imprescindible mantener a las familias en la ignorancia sobre su propia condición. La dicotomía cultura/naturaleza, la distancia entre el humano y su entorno, aceitan el camino del destierro. El hombre no sabe, no ama, no defiende. Los desterrados que hemos consultado desconocen las causas de su emigración, las adjudican a problemas personales. La víctima suele creer que no tuvo condiciones para encajar en el mercado. Para lograr esa no conciencia el sistema debió invisibilizar o desacreditar por siglos los saberes del Abya yala, que hoy vuelven por sus fueros, empezando por el buen convivir.

 

Atopía

En una serie de columnas en diario UNO en 2015 bajo el título “De chacra a confederación” pusimos acento en la atopía y el epistemicidio. Decíamos entonces que la bella complejidad del entorno es la sangre que le está faltando al sistema circulatorio de los establecimientos educativos. Un torrente capaz de transportar nutrientes, oxigenar rincones, atravesar muros creados entre la cultura y la naturaleza, muros entre la escuela y la región, y a la vez cruzar muros entre las disciplinas, esos compartimentos estancos.

El tema era pues el lugar, desdeñado por décadas pero recuperado en los últimos años.

Dice Arturo Escobar: “Al restarle énfasis a la construcción cultural del lugar… casi toda la teoría social convencional ha hecho invisibles formas subalternas de pensar y modalidades locales y regionales de configurar el mudo”.[53]

Para tratar la necesidad de mayor porosidad en las aulas podemos valernos de la voz atopía y sus acepciones. Por un lado, atopía como “sin lugar”, difícil de clasificar. Lo que carece de ubicación, o lo que no ocupa lugar en el medio corporal. Los conocimientos venidos de casa no tienen lugar (muchas veces) en el aula, no hay cómo ubicarlos en los casilleros de la escuela. Son como exóticos.

En nuestros colegios podemos afirmar que están ausentes el monte, los humedales, la cuenca, el mate. El lugar no tiene lugar en la escuela.

En la segunda acepción, atopía refiere el malestar frente a lo dado, en estructuras que no nos conforman y en las que nos sabemos extraños, expulsados. Comparables a la ausencia de acomodo del eremita en la ciudad, del nómade en el encierro urbano, y de tantos urbanos que celebran huir, cuando pueden, de sus propias urbes.

Ahí atopía expresa al estudiante dentro de las cuatro paredes del aula que (tantas veces) no lo contienen, ese “no lugar”, sitio hostil.

La voz atopía es útil para señalar una condición propia de la persona en la modernidad, lavada de sabidurías y tradiciones milenarias, ignorando también experiencias de siglos, y pendiente de la pantalla del televisor, las violaciones de la propaganda, el entretenimiento, las modas.

Hay otro asunto ligado a la atopía: el litoral expulsa a sus hijos. Atopía dice aquí la incomodidad de los desterrados habitando periferias de grandes urbes, donde su compleja red de conocimientos y valores resulta inútil.

Esa gran urbe alejada de los ritmos naturales, como dice Ariel Drucaroff, desconectada del ecosistema, lo cual facilita nuestra actitud predatoria “incompatible con las capacidades de regeneración y recuperación de la naturaleza”.[54]

Atopía, pues: el conocimiento familiar menospreciado en el aula, el joven fastidiado entre cuatro paredes, el campesino ajeno en la ciudad extraña, el hombre bloqueado en la modernidad.

 

Epistemicidio

Todo lo que expulsa, excluye, menosprecia, incomoda; lo que divide, lo que intenta meternos a la fuerza en casillas preestablecidas no es más que el engaño de una modernidad que defiende el sistema capitalista como único posible y la razón como única vía del saber, lo que algunos autores llaman epistemicidio. Boaventura de Sousa Santos señala los conocimientos al margen del monopolio occidental, habla de epistemicidio y propone una ecología de saberes que no implica un menosprecio de la ciencia sino su uso contrahegemónico. “Se ha realizado un epistemicidio masivo en los últimos cinco siglos, por el que una inmensa riqueza de experiencias cognitivas ha sido perdida”.[55]

En referencia al derecho (clandestino, original) al conocimiento, dice Sousa: “La supresión de este derecho original fue responsable del epistemicidio masivo sobre el que la modernidad occidental construyó su monumental conocimiento imperial. En una época de transición paradigmática, la reivindicación de este ur-derecho implica la necesidad de un derecho a conocimientos alternativos”.[56]

Frente a los atropellos de la invasión europea, algunos de nuestros pueblos perdieron su condición, o el impacto resultó demasiado grave. Otros parecen aguantar el cimbronazo sin destruirse por completo. La subsistencia de organizaciones milenarias como el ayllu habla de una gran capacidad de adaptación y resiliencia. En el plano intelectual, la recuperación de saberes antiguos en el norte argentino, Bolivia, Perú, Chile, Ecuador, por caso, es una clave del siglo XXI, y el movimiento Modernidad Colonialidad (M/D) ya resulta insoslayable para comprendernos.

 

Otros derechos

Hay autores que no ven en la llamada “modernidad” el florecimiento de la creatividad, la ciencia, la industria europea: ven el genocidio, el saqueo del Abya yala y el epistemicidio. Sousa Santos recupera una serie de derechos que llama ur-derechos, derechos originales, que considera clausurados por el sistema capitalista. Señala como primero de estos derechos el derecho al conocimiento, como decíamos. El autor encuentra en la invasión al Abya yala un “epistemicidio”, como consecuencia de un “fascismo epistemológico” que desacredita todo lo que no sea provisto por el invasor.

Convocados por estas ideas, veamos nosotros algunas de las libertades vedadas por la imposición de unas estructuras que jamás lograron (ni lograrán) armonizar con nuestro paisaje. Aquí una enumeración desordenada, abierta a los lectores, para el ejercicio de otros modos de acceso al conocimiento, otras formas de mirarnos, de curarnos del hacinamiento que hemos naturalizado.

1-derecho a apreciar en casa la salida y la puesta del sol, gozar el silencio, interactuar en el paisaje con árboles, animales, arroyos; a ver las estrellas sin interferencia de otras luces y a gozar del aire puro con las fragancias del paisaje, como fuentes de vida plena en armonía y requisitos para el vivir bien / buen convivir. 2-derecho a colaborar en la búsqueda de un espacio adecuado para que un vecino pueda desplegar su vida y la de los suyos. 3-derecho a impedir que una persona, una familia, una comunidad, una empresa, acapare superficies y caiga así en arbitrariedades que cargarán, injustamente, sus descendientes. Y derecho a evitar que los descendientes carguen con las acumulaciones materiales suntuarias de sus ancestros, es decir, que carguen con injusticias de las que no son responsables. 4-derecho a producir los alimentos propios y sanos, como garantía de salud, austeridad y trabajo comunitario, diversidad productiva y soberanía alimentaria, y para el ahorro de energía en los traslados. 5-derecho a dar al vecino obsequios de nuestra cosecha. Derecho a dar (también llamado complementariedad, jopói en guaraní). 6-derecho a preservar la naturaleza y los conocimientos a las generaciones futuras.

7-derecho a conocer el paisaje como un todo armónico, y a protagonizarlo. 8-derecho a reconocer en cada especie un par, a aprender de sus modos y a evitar costumbres que pongan en riesgo la salud o la vida de otras especies. A apreciar y dialogar. 9-derecho del humano a alejar de su vivienda animales que puedan ponerlo en peligro, y derecho de la naturaleza a no recibir en algunas regiones la presencia del humano por ninguna vía, para preservar del hombre la semilla, el nido, la interacción. 10-derecho a negarse a las prácticas invasivas del hombre en el paisaje (el monte, y el suelo, y el agua), y a resistirse a la cosmovisión antropocéntrica, y sus consecuencias. 11-derecho a aceptar la docta ignorancia y fundar allí la negativa a atropellar el paisaje (y en el paisaje el ser humano) y a sostener derechos precautorios. 12-derecho a resistir la acción u omisión de aquellos que dañan a la naturaleza. Derecho de resistencia a los biocidios en sus variantes. 13-derecho a vivir bien, en armonía, conocer el entorno y decidir libremente sobre la organización alimentaria y social adecuada, para asegurar la armonía. 14-derecho de resistencia al apuro que impone la modernidad, a la velocidad, al exceso de horas de trabajo. 15-derecho a preservar y cultivar las distintas vías del conocimiento, su interacción, y respetar los lugares, las regiones, advertidos del epistemicidio de la modernidad; y derecho a la recuperación de saberes sepultados. 16-derecho a no ser hostigado por la propaganda, y a preservar los ámbitos del conocimiento, la amistad, el arte, de modo que los intereses particulares o efímeros no encuentren vías para subordinar al interés común o poner en riesgo la biodiversidad (naturaleza + cultura). Derecho a luchar contra la propaganda. 17-derecho a la vida sana en la naturaleza, y a tratar a los enfermos como tales para su atención y recuperación (víctimas de vicios propios del hacinamiento, del endiosamiento del dinero, del juego, de la corrupción). 18-derecho a deliberar libremente y sin retaceos ni censuras sobre la presencia del capital que pone en riesgo los demás derechos. 19-derecho de resistencia a la tecnología que atente contra el trabajo decente, el conocimiento, la comunidad y la vida. 20-derecho a un espacio donde arraigar y encarar trabajos comunitarios sanos, sustentables.

 

Mundo zurdeño

Nuestras culturas no conciben al humano separado de la naturaleza, extirpado del paisaje.

Nuestros pueblos no sostienen que es “el guaraní” el impedido, cuando ha sido aislado del árbol y el río; no dicen que “el mapuche” o “el kolla” no puedan desplegar sus alas en el encierro. Hablan de una cosmovisión propia, de saberes antiguos de esta región, pero dicen “humano”. Es decir: somos los humanos, sin distinciones, sin racismos, los expulsados, empujados al hacinamiento y por eso truncados.

La sinergia entre armonía, complementariedad, comunitarismo, en la que calzan como anillo dos premisas artiguistas y charrúas como la lucha por la resistencia contra la colonia y la soberanía particular de los pueblos; en esa intersección se comprende mejor el daño del sistema ecocidio-desarraigo-destierro-epistemicidio-hacinamiento. Y no proponemos aquí un eclecticismo “que habitualmente queda por debajo del menos valioso de sus componentes”, como dice Fortunato Calderón Correa.[57] El eje es el sumak kawsay.

“Esos pueblos originarios que habíamos descartado por atrasados nos dan lecciones de vida comunitaria, de conservación de la naturaleza y de sabiduría humana. Somos discípulos de ellos”, dice Enrique Dussel, citado por Calderón Correa, que resalta la coincidencia de tradiciones del Abya yala y Asia, y en columnas sobre el ayurveda recuerda: “La organización mundial de la salud ha admitido que el ser humano es cuerpo y mente en relación con el medio ambiente, y que la salud depende de la armonía entre estos tres componentes de una unidad, en lo que vino a coincidir con la ciencia tradicional con algunos milenios de retardo”.[58]

Agrega Calderón Correa sobre la complementariedad: “Términos que parecen opuestos se resuelven en complementarios, pues donde la oposición tiene razón de ser en su nivel, no la tiene en otro nivel. La complementariedad, cuando se alcanza a percibirla, responde siempre a un punto de vista más profundo y más conforme a la realidad. Dos polos provienen de un solo principio y producen una resultante. El cielo y la tierra, la esencia y la sustancia, derivan de un principio único, y generan los seres manifestados. De modo que cada uno de estos seres es como el reflejo invertido, a través de los principios formadores, del principio original cuya unidad devuelve en su nivel. El universo puede aparecer a nuestra percepción como dividido, pero cuando advertimos la complementariedad de los opuestos, restituye para nosotros la unidad que parecía no tener”.

Si el equilibrio proviene de la adecuación del humano a los ciclos naturales, en lo que empalman el ayurveda, las frases que seleccionamos de las jornadas de indianidad, y los trece principios enumerados por Huanacuni Mamani, está claro que el extrañamiento del humano de su propio entorno será desaconsejado, lo mismo que el encierro en los barrios hacinados, donde ni siquiera están al alcance la aurora o el ocaso.

Tras la muerte en 2011 del músico y cantante solista paranasero Miguel Ángel Martínez, el Zurdo, llamamos “mundo zurdeño” a ese universo que conjuga arte y ecología, lucha obrera y solidaridad, identidad regional e internacionalismo, la serenidad del mate con la convicción antiimperialista, en fin: esa mirada integral, contra los compartimentos estancos.

Se trata de una vida coherente con influencias diversas que muestran al humano ancho de vecindad, gordo de biodiversidad, alto de símbolos. Desde estas perspectivas resumidas en el sumak kawsay, la distancia entre el humano y su entorno es una distorsión.

Nos daña el no conocer a nuestros compañeros de viaje como decíamos del tuyango, aunque esta gran cigüeña está a la vista, es enorme. Podríamos mencionar ríos, suelos, mariposas, aves, peces; oficios, luchas, voces, artes, saberes ancestrales que involucran la relación del humano y la naturaleza. Nos daña la ausencia de diálogo con la naturaleza, la ausencia de espacio y de paz.

En alguna columna periodística nos preguntamos cuánto nos afecta como sociedad y como personas el desarraigo, la mudanza, el destierro, el epistemicidio, el distanciamiento del humano y el resto de la naturaleza, la pérdida de ciertas bases para el sumak kawsay, el yanantin y el masintin. Convendría apuntar algo que dice Ariel Drucaroff: “Las grandes ciudades de hoy hace tiempo que han dejado de ser unidades funcionales. La megaciudad actual se ha transformado en un lugar de anonimato, que aísla a sus habitantes entre sí y de su entorno natural; difícilmente se las pueda identificar como espacios para la convivencia, la cooperación, la participación, el cuidado mutuo e incluso para la libertad y la expansión de la paz”.[59]

Habla de estrés, embotellamientos, sedentarismo y comida chatarra en el microcentro, que deterioran la salud física y mental; y de un “lastimoso contraste”[60] en los superpoblados asentamientos precarios periféricos donde las personas mueren por problemas de salud relacionados con las dificultades en el abastecimiento y la prestación de servicios básicos o exposición a contaminantes. Luego enumera diversos riesgos mayores por la aglomeración.

 

Los empujados

Habíamos sugerido el estudio de algunos puntos en relación al destierro y posterior hacinamiento en los barrios: desaliento de madres, padres, abuelos que ven inútiles sus oficios aprendidos en zonas campesinas o semi rurales y encuentran que su cultura está menospreciada, que sus conocimientos no se pueden aplicar en ese nuevo contexto. Y desaliento por la pérdida de un contexto amable y sereno. Confusión y violencia de jóvenes que no encuentran en qué ocuparse, que ignoran la paz de la vida en relación con la naturaleza y los oficios y ven a la naturaleza como algo extraño.

Amontonamiento artificial, sin tiempo suficiente ni ámbitos adecuados para los lógicos lazos de amistad, familiaridad, diálogo, confianza, etc., y consiguientes masificaciones y rispideces. Accidentes originados en la aglomeración y el apuro, cuyas consecuencias son más dañinas cuando sobrevienen a la pérdida de normas culturales convenidas con tiempo y confianza, dado el estado de agitación y descontento en general de los desterrados, desplazados, desocupados, discriminados.

Drogadicción a la vuelta de la esquina, gracias al estado de una juventud cuya familia fue arrancada de su ámbito, donde los padres deben ocuparse de sus esforzados trabajos y viajan muchos kilómetros al día, de modo que dejan a su prole en cierta soledad. Y gracias a la desocupación de tantos que fueron expulsados también por el sistema educativo y encuentran una (engañosa) salida en el dinero fácil del delito.

Enfermedades de la alimentación, por la imposibilidad de cultivar hojas, frutas, semillas, hortalizas propias, en cercanía, y porque las familias se ven obligadas a consumir productos del sistema artificial, con transgénicos, herbicidas, insecticidas, conservantes. Y enfermedades de la comida chatarra que los padres consumen en los resquicios de sus tareas y viajes estresantes.

Muerte en calles y rutas (21 personas por día en la Argentina, mayoría jóvenes), debido en gran medida a la confluencia de viajes de placer y transportes de cargas voluminosas en un sinsentido de comercio, por la ausencia de alimentos en cercanía; y por el crecimiento urbano desorganizado que pone las calles al servicio de los prepotentes, contra las mayorías de a pie o ciclistas que no encuentran senderos adecuados. Enfermedades propias de oficios insanos como el cartoneo, en contacto con los desperdicios, y por la contaminación de las napas de agua y el aire en el hacinamiento.

Accidentes y enfermedades producto del desarraigo que padecen las familias, obligadas a abandonar una cultura que no es reemplazada siquiera por otra, sino copada por organismos estatales destinados más a la contingencia que al conocimiento de la cultura profunda. Enfermedades no debidamente identificadas, producto del disconformismo general, que rompe lazos de amistad, solidaridad, tolerancia, e invita al sálvese quien pueda. Violencia provocada por las asimetrías crecientes entre sectores repletos de bienes suntuarios y sectores que, desprovistos de todo, padecen una agresiva propaganda para adquirir lo que sus ingresos no les permiten.  Enfermedades psicológicas originadas en la ausencia de expectativas y el sentimiento de inutilidad que embarga a familias desplazadas, desocupadas, trasladadas a ambientes que consideran poco hospitalarios para sus costumbres; y familias que se ven obligadas a soportar el sistema de compra de conciencia para sobrevivir.

Enfermedades por la ausencia de servicios cloacales, agua potable segura, desagües pluviales adecuados, y accidentes e inseguridad por falta de atención adecuada de la seguridad y los servicios de energía. Las familias que mueren en invierno por incendio o asfixia debido al mal uso de la electricidad o los sistemas de calefacción, son un ejemplo.

Riesgos para la salud por la ausencia de caminos y veredas adecuados, y las dificultades de transporte e incluso para el ingreso de ambulancias o carros de bomberos en circunstancias extremas.

 

Los selk’nam

Luis Alberto Borrero se detiene en la experiencia de los selk’nam (onas) en el extremo sur.[61] Pueblos nómades obligados al sedentarismo; cazadores recolectores obligados a otra alimentación; desnudos obligados a vestirse de otros modos; separados en grupos obligados a juntarse y hacinarse. La violencia interna, las enfermedades para las que no tenían anticuerpos, la difusión de esas enfermedades por el hacinamiento, los cambios alimentarios, los cambios de oficios, los problemas de higiene originados en el cambio abrupto de la forma de vida, además de la violencia y el saqueo externos, todo se complotó contra la vida y fueron desintegrados y exterminados.

La presión del destierro es un mal que actúa en sinergia con otro mal que es el hacinamiento. El destierro destruye conocimientos, modifica hábitos, erosiona las familias. El cambio hace que una red de saberes tejida por milenios se convierta en una manta inútil, pesada. Los poderosos llaman barbarie a las costumbres del otro.

Dice Borrero: “Una sociedad que admite que un esposo tenga más de una esposa, como era el caso de los selk’nam, se supone que está bien preparada para soportar un desequilibrio en la proporción de sexos que sea desfavorable a los hombres adultos. Pero eso es válido bajo condiciones normales, y no en el ámbito de las misiones, donde la actitud hacia el matrimonio con más de una esposa era de franca desaprobación”.

Unos hombres morían enfermos, otros eran cazados por empresarios y militares, los menos quedaban acompañando a las mujeres, pero llegaban los sacerdotes y pastores para recomendarles monogamia. Combo perfecto. La epidemia tenía nombre, se llamaba Occidente.

 

Gauchadas

Nuestros pueblos antiguos no aceptan rituales en zonas urbanas, porque no ven allí un verdadero lugar. María Ester Grebe recuerda que los mapuches no ven con buenos ojos las ceremonias de las machi, de recuperación de la armonía con el kultrún, en zonas urbanas.[62]

Drucaroff señala la ilusión de independencia del entorno que generan las perillas y llaves de distintos servicios, de modo que perdemos la conexión con las fuentes de la energía.[63]

Una distancia similar afecta, dice, la alimentación. “La búsqueda del sustento, su preparación y el propio acto de alimentarse han sido también, históricamente, momentos de encuentro y de conexión con el medio. En las grandes ciudades, el culto a la velocidad ha reducido estos actos a su mínima expresión. No sabemos qué comemos, de dónde procede, cómo fue producido o cómo ha sido preparado. Muchas veces cocinar se reduce a abrir una caja y apretar el botón del microondas”.[64]

Nada más alejado de la soberanía alimentaria, pero debemos detenernos en esa frase de Drucaroff sobre el momento de encuentro y conexión que ofrece la comida. En una línea similar, Javier Lajo Lazo comenta que el individualismo mina las comunidades, como resultado de una modernidad invasora. “La comunidad fragmentada atacada por todos los frentes, es la consecuencia de la necesidad económica, de la educación colonialista”.[65]

Entonces encuentra un ejemplo en la confección de tamales en una zona del Perú, a un costo de producción que excede el precio de venta. Para el capitalismo no tiene sentido, porque es inviable, pero en esas comunidades hay otros paradigmas que llevan a una conciencia de comunidad integrada “haciendo bien sus tamales”.

En nuestra región encontramos casos similares como la gauchada, y otros expuestos por el ingeniero Claudio Demo y estudiosos similares de la agricultura orgánica y la chacra familiar mixta, donde las personas no se comportan como se espera en una economía capitalista. “Son irracionales desde el punto de vista de la economía clásica. No buscan ganar dinero a cualquier costa… Siempre hay elementos de relacionamiento que no tienen que ver con beneficios económicos”.[66]

“El campesino le asigna un valor importante al paisaje; la naturaleza no es un recurso: es su casa. Una vecina comentaba cómo se asfixiaba en un lugar desmontado”, recordaba Demo en una conferencia dictada en Paraná, y contra la propaganda aseguraba que amigos suyos de la agronomía demostraron que una huerta familiar multiplica varias veces el volumen de producción del sojero.

El profesional insistía en que muchos campesinos tienen una noción distinta de la propiedad, de manera que un espacio no vale por su cotización en el mercado sino como hogar. Respecto de costumbres no capitalistas, apuntaba que incluso llegan a desbaratar el concepto de trabajo en actividades como la yerra, la carneada, las facturas (carneadas), algunas cosechas, con modos que no encajan en el mercado. “Son trabajos esforzados pero hay risas, chistes, alegría, hay un contexto cultural que los criterios clásicos no pueden comprender; allí el trabajo es una fiesta y te enojás si no te invitan”.

La agricultura familiar, sostenía Demo, es altamente eficaz por la integración de actividades, contra esa tendencia a la especialización moderna.

Se complementa esta visión con la de otros estudiosos como Eduardo Cerdá, por caso, o Jorge Rulli.[67] No es difícil colocarla en el marco del ayllu milenario. (Vale decir aquí que la vida comunitaria está lejos de la estatización de la tierra y más lejos la privatización; en nada de eso cuaja el vivir bien / buen convivir).

Con ello subrayamos la viabilidad de modelos absolutamente distintos al actual, algunos en las antípodas, defendidos desde diversas miradas. Otra razón para contraponer al hacinamiento, tan naturalizado.

 

Racismo

El estudioso Ramón Grosfoguel[68] explica las diferentes marcas de racismo, como el tono de la piel por caso, la religión, y sostiene que reducir el racismo a esos factores clásicos es una forma de invisivilizarlo. Para Grosfoguel, podemos descubrir diversas marcas en distintas regiones.

Nuestra hipótesis apunta al hacinamiento como marca de racismo en el litoral argentino.

El hacinamiento coloca a las personas debajo de la línea de lo humano. El hacinado ¿es un humano inferior? Aquí el racismo está emparentado con la clase social, pero el hacinamiento va más allá de un problema de clase: ha anulado en las familias su propia condición. Les quitó la memoria, para que no recuerden la relación humano/territorio. Para que no molesten.

El racismo que padece el “homo hacinado” de hoy le impide la armonía, le impide la belleza, el dar, la solidaridad, la vida serena, la rueda de mate en el silencio reparador y alumbrador; le impide el diálogo con la Pachamama, le impide la comunidad y el trabajo comunitario del ayllu; lo aleja de los alimentos, le impide mostrar un desenvolvimiento con conocimientos y oficios ancestrales que sólo pueden aplicarse en un lugar adecuado. Ese mismo desarraigo le presenta sus conocimientos como inferiores, y el sistema le dará “una mano” incluyéndolo en la lista de consumidores, para mover no su vida sino la máquina del consumo.

Estamos así ante un humano amputado. El “homo hacinado” está desarmado, expuesto a todas las gripes, desamparado. Le han hecho hilachas las mil fibras de la relación comunitaria. Le cuesta verse en el paisaje porque el río, el pájaro, la mariposa, los murmullos del monte se encuentran del otro lado del muro. Y ni siquiera tiene ámbitos donde cobijarse en sus símbolos.

Estamos ante una sociedad bajo diversos asechos. El primero de ellos: creer que el ruido y el apuro dan un “lugar”, y creer que salirse del monte es un “progreso”. La conciencia es la primera víctima.

Ese neorracismo cultural destruye saberes y nos mete en un modelo que uniforma, o excluye. Además, ataca al ambiente con la economía de escala, y desintegra el paisaje porque le faltan trinos, savia, olores, mariposas, humanos.

El problema se presenta mejor en su contexto, cuando vemos vastas superficies inhabitadas y pequeñas superficies atestadas de almas arrinconadas. Ahora, si este es el estado de cosas en un territorio extraordinariamente dotado para la vida con suelos, agua, clima envidiables; si en verdad en este siglo hemos promovido un desvío hacia la muerte, entonces corresponde frenar y revertir el proceso.

 

Desde los gurises

Sumak kawsay, yanantin, masintin, jopói (manos abiertas mutuamente), ayllu, tekohá son conceptos que devuelven al humano a su ámbito y a su vida en común.

La ausencia de influencia recíproca entre sociedades urbana y campesina puede comprenderse mejor desde los principios de complementariedad y reciprocidad. La devastación de los pares opuestos complementarios, uno por superpoblación, el otro por vaciamiento, es fuente de desequilibrios.

Mientras recuperamos la vida sana, y para aceitar esa recuperación necesaria, ¿no debemos abocarnos a una segunda libertad de vientres? Afrontar el problema del hacinamiento ¿no es prioridad? ¿Y cómo garantizaría la comunidad esa liberación, a través de espacios comunitarios, para que todos los niños nazcan sin estigmas? ¿Cómo ingresarían los gurises en ese aprendizaje a través de sus familiares, vecinos, para que la comunidad misma se devuelva a la tierra, a la Pachamama? ¿Qué requisitos deberán cumplirse en forma paralela para recuperar la biodiversidad y asegurar esa necesaria interacción del humano en la naturaleza?

 

Colonialidad

El desgranamiento de la población rural y de los caseríos y la concentración poblacional en pocas décadas nos llama a estudiar qué lazos se rompen entre los humanos conminados a sobrevivir sin las demás especies, sin la energía del paisaje; sin los puentes, y fuera de sintonía con los ciclos de la naturaleza. Estudiar los estigmas del hacinamiento para la relación social, el amor, el trabajo.

Si en la concepción del Abya yala la raíz del humano es en la naturaleza, y el homo hacinado fue arrancado, entonces ¿no está bajo la línea del humano? ¿Y no es eso el racismo, según la definición de Grosfoguel?

El proceso más agudo de la concentración ha dado como resultado la macrocefalia que padece el país. En la comparación de la capital y el conurbano con las estancias despobladas podemos estimar las consecuencias y pronosticar lo que nos depara el futuro. Tanto a las víctimas principales como a las secundarias, porque la alta burguesía no está a salvo si ha debido encerrarse entre rejas, perros de mandíbulas, alarmas, paredones y alambres de guetos, lo cual sumerge también a los más acomodados en un tipo de hacinamiento.

Ahora, si todo eso es inquietante, y quizá no haya acuerdo sobre efectos nocivos del hacinamiento, grados del daño, modos de salir; y conscientes de que hemos llegado a un punto sin margen ya para la indiferencia, ¿no operan aquí los derechos precautorios? ¿No debiéramos evitar el desembarco de más humanos en el hacinamiento? ¿Y no será, entonces, una de las vías posibles la segunda libertad de vientre que sostenemos?

Lo interesante de quitar esta herencia a los niños es que de ese modo se cumple un proceso gradual, porque la recuperación de la salud comunitaria requiere de un tiempo para la conciencia, los saberes, la reapertura de caminos clausurados.

Entre Ríos podría ser un ámbito adecuado para revertir el proceso. Aquí los seguidores de Artigas levantamos la bandera del Reglamento de tierra, los urquicistas las aldeas de inmigrantes; los jordanistas cuestionan el contrato Fragueiro (privatización de las rentas) y los desplazamientos forzados; los radicales honran los repartos de estancias en sus gobiernos, los peronistas los suyos, la Federación Agraria  difunde masivos encuentros sobre arraigo, los artistas y demás pensadores señalan el problema, la Constitución aborda estos asuntos, tanto la de 1933 como la de 2008; la Iglesia acaba de dedicar un libro de casi 200 páginas a este flagelo en parte (la Carta Encíclica Laudato Si’ de Francisco sobre el cuidado de la casa común). Y las asambleas, y los sindicatos, y los medios, y las universidades. Todos bastante de acuerdo, pero el resultado es una provincia expulsora, con alto índice de desocupación, con grave concentración de la propiedad y el uso de la tierra, con poblaciones enfrentadas al paisaje, ciudades hacinadas y violentas, y un millón de entrerrianos viviendo afuera del territorio. ¿Es que hemos sucumbido a la colonialidad del gran capital y nos entretenemos en ocultar nuestra derrota bajo un parloteo?

¿Es el hacinamiento una manifestación de la colonialidad, entendida como continuidad del colonialismo, la dependencia, la subordinación, por otras vías? ¿No será la segunda libertad de vientres una rebelión decolonial?

Ahora: una vez en conciencia del flagelo y los posibles modos de superarlo, las estrategias y tácticas serán distintas, según las zonas, los rubros, las historias, respetando la creatividad y la soberanía particular de los pueblos que decía José Artigas. Pero aquí resulta obvio que el derecho al sumak kawsay con actitud comunitaria no es compatible con la propiedad concentrada de la tierra y el dinero que predomina hoy.

Si sabemos que la aglomeración y los desplazamientos obligados son formas (coloniales) de servidumbre y generan riesgos mortales, nos queda revertir las causas, empezando por alejar a los recién nacidos y niños de los peligros del hacinamiento. En otras palabras: devolver la vida del humano al seno de la Pachamama.

Eso pondrá a salvo a las generaciones futuras en la medida en que el centro sea la biodiversidad y no el hombre, porque de antropocentrismo está empedrado el camino a la muerte. Al mismo tiempo dará a los padres, abuelos, vecinos, parientes y amigos de hoy, a toda la comunidad, un alivio regenerador, un espacio para la reconciliación con la Pachamama. No estaremos ya bajo presión, entraremos en un cambio de aire.

¿No es un camino prometedor, sanarnos desde los niños? ¿Y no es el conocimiento el fuego de la emancipación?

El capitalismo ha logrado, por ahora, copar las superficies para negocios de pocos atacando la biodiversidad, empujando a las personas, haciéndonos creer demasiados. Un engaño. Esa concepción está en las antípodas de la tradición del Abya yala.

Los caminos prácticos para erradicar dos flagelos, el destierro y el hacinamiento, serán tantos como nuestra imaginación, auténticos como nuestras tradiciones, tiernos y esperanzadores como la sonrisa de las niñas y los niños capaces de mirar desde la cunita un amanecer.

 

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“No más dividido, no, con el hermano, ni consigo mismo, ni con la tierra, el hombre.

Juan L. Ortiz.

 

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GLOSARIO

Abya yala: nombre antiguo dado por los pueblos kuna de Panamá y Colombia al continente llamado luego América. Tierra en plena madurez, tierra de sangre vital. Nombre aceptado por muchas organizaciones y pueblos para sustituir la voz América.

Ayllu: milenaria forma de organización familiar extendida en el altiplano, con vínculos sanguíneos, territoriales, sociales, laborales, de producción y tradicionales.

Chachawarmi: voz aymara, dualidad complementaria en la relación hombre-mujer.

Jopói: voz guaraní, manos abiertas mutuamente, solidaridad, reciprocidad.

Kultrún: instrumento musical de percusión y religioso entre los mapuche.

Küme mongen: voz mapuche, vivir bien, equilibrio de las fuerzas del mundo.

Machi: persona consejera y médica entre los mapuche.

Masintin: principio de solidaridad y correspondencia entre parecidos.

Suma qamaña: voz aymara, vivir bien, equilibrio.

Sumak kawsay: voz quechua, vivir bien, en armonía.

Tekó porá: voz guaraní, vivir bien y bello.

Tekohá: voz guaraní, lugar donde se desarrolla la cultura del humano en relación con la naturaleza.

Yanantin: voz quechua, principio de oposición complementaria y de intercambios recíprocos.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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Sobre el autor: Daniel Tirso Fiorotto es periodista, Licenciado en Ciencias de la Información, columnista de diario Uno. Ha sido redactor en diversos medios masivos, autor y coautor de ensayos, guiones y otras obras literarias. Es miembro del centro de estudios Junta Abya yala por los Pueblos Libres (JAPL), el Sindicato Entrerriano de Trabajadores de Prensa y Comunicación (Setpyc), y de diversas asambleas ecologistas.

Contactos:

 

tirsofiorotto@gmail.com

 

 

 



[1] Pirincho. Guira guira.

[2] Algarrobo. Prosopis nigra.

[3] Garza blanca. Ardea alba.

[4] Martínez Paiva (o Payva), Claudio (1954). Lluvia en los Cardos. Tercera edición. Roggero y Cia, Buenos Aires. Poema: Al pie del estribo.

[5] Morin, Edgar. Pensador francés. Citas abundantes en la obra Por qué verde, de Ariel Drucaroff.

[6] D’Orbigny, Alcide (1998). Viaje por América meridional, Emecé, p. 116 y 117

[7] Espátula rosada. Platalea ajaja

[8] Morajú. Molothrus bonariensis.

[9] Cardenal. Paroaria coronata.

[10] Coscoroba. Coscoroba coscoroba.

[11] Ñandubay. Prosopis affinis.

[12] Chañar. Geoffroea decorticans.

[13] Ceibo. Erythrina crista-galli.

[14] Totora. Typha angustifolia.

[15] Montaño, Oscar (2009). Historia Afrouruguaya. Gobierno de Flores, p. 342 a 349

[16] Ibídem, p. 356

[17] Mac’Kay, Luis R. (1951). Tierra y libertad – Raigal, p. 164

[18] Barret, Rafael (2010). El dolor paraguayo y lo que son los yerbales. CI Capital Intelectual. Buenos Aires, p. 89

[19] Pérez Colman, César B. Entre Ríos 1810-1853 (1943). Museo de Entre Ríos. Paraná, p. 65 y 66

[20] Vignola de Couchot, Elsa (2010). El grito de Mayo en Entre Ríos, Paraná, p. 41

[21] Ibídem, p. 41

[22] Schvartzman, Américo (2008). Peyret y Goliat. Obra En tiempos de Urquiza. Revista de estudios e investigaciones históricas nro.1, Palacio San José, Concepción del Uruguay.

[23] Zaffaroni, Eugenio (2013). La Pachamama y el humano, Colihue, p. 89.

[24] Tuyango. Ciconia maguari.

[25] Aguará popé. Procyon cancrivorus. Mano pelada.

[26] Comadreja. Didelphis albiventris.

[27] Ñangapirí o pitanga. Eugenia uniflora. Pitanga.

[28] Casero. Furnarius rufus. Hornero.

[29] Lander, Edgardo y otros (2011). La colonialidad del saber. Clacso, Capítulo de Arturo Escobar, El lugar de la naturaleza y la naturaleza del lugar, p. 149.

[30] Sarmiento, Domingo F. Argirópolis. Elaleph.com, www.educ.ar, p. 71.

[31] Capdevila, Arturo (1967). Tierra mía. Colección Austral- décima edición, p. 51 y 52

[32] Huanacuni Mamani, Fernando (2010). Vivir bien / Buen vivir. Instituto Internacional de Integración. III CAB, p. 46 a 48

[33] Horne, Bernardino: agrarista argentino. Ministro de Agricultura en la presidencia de Arturo Frondizi. Autor de la obra Nuestro problema agrario.

[34] Gori, Gastón (1988). La Forestal. Hyspamérica, p. 237

[35] Román, Marcelino (1964). Comarca y Universo. Editorial Nueva Impresora, Paraná, p. 86 y 87.

[36] Carrasco, Andrés: médico argentino especializado en embriología molecular. Referente principal en la argentina en los estudios de efectos dañinos de sustancias químicas usadas en la agricultura, sobre embriones. Lajmanovich, Rafael: catedrático de Paraná, investigador independiente del Conicet, experto en anfibios, Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas - UNL.

[37] Segura, Juan José Antonio (1969). Tomas de Rocamora, p. 307 a 309

[38] Ibídem, p. 71

[39] Ibídem, p. 106

[40] Ibídem, p. 289

[41] Ibídem, p. 72

[42] Vilar, Juan Antonio (2014). Revolución y lucha por la organización. Eduner, Paraná/Santa Fe, p. 98

[43] Ibídem, p. 99

[44] Ibídem, p. 100

[45] Fiorotto, D. Terratenientes con pelos y señales. www.juntaamericana.com.ar

[46] Curruhuinca Roux, Curapil (1993). Las matanzas del Neuquen. Plus Ultra. Buenos Aires, p. 207.

[47] Rossi, Juan José (2007). La máscara de América. Galerna, p. 274.

[48] Hernández, Isabel (2007). Los Mapuche. Galerna, p. 99

[49] Ibídem, p. 106 y 107

[50] Diario UNO. El monte degradado tiene futuro. Edición 23 octubre 2005.

[51] Felquer, José Francisco (1962). Geografía de Entre Ríos. Nueva Impresora. Paraná.

[52] Jauretche, Arturo (2015). Manual de Zonceras argentinas. Corregidor, Buenos Aires, p. 22

[53] Lander, Edgardo y otros (2011). La colonialidad del saber. Clacso, p. 134

[54] Drucaroff, Ariel (2012). Por qué verde. Edición de autor, p. 244

[55] Sousa Santos, Boaventura de (2010). Para descolonizar Occidente. Más allá del pensamiento abismal. Prometeo, Clacso, p. 39

[56] Ibídem, p. 109

[57] Calderón Correa, Fortunato: periodista argentino de Paraná, autor de la obra Luz, estudioso de los saberes tradicionales en los distintos continentes, crítico de la modernidad y el europeísmo.

[58] Agencia AIM. Columna periodística. Junio 2015.

[59] Drucaroff, Ariel (2012). Por qué verde. Edición de autor, p. 239.

[60] Ibídem, p. 240.

[61] Borrero, Luis Alberto (2007). Los Selk’nam. Galerna, p. 115.

[62] Grebe, María Ester. El kultrún mapuche. Un microcosmo simbólico. Revista musical chilena.

[63] Drucaroff, ob. cit., p. 241.

[64] Drucaroff, ob. cit., p. 242

[65] Lajo, ob. cit., p. 43

[66] Demo, Claudio: ingeniero agrónomo argentino, dedicado al estudio de la agricultura familiar y economía solidaria.

[67] Rulli, Jorge: pensador argentino, ecologista, referente principal del Grupo de Reflexión Rural GRR. Cerdá, Eduardo: ingeniero agrónomo argentino, conferencista, promotor de la agricultura sustentable.

[68] Grosfoguel, Ramón. Sociólogo de Puerto Rico, puntal de la corriente de pensamiento decolonial.

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