Rostros desaparecidos en el humo

La pobreza y la indigencia pasaron a ser moneda corriente en las ciudades más pobladas de Entre Ríos, con asentamientos precarios que ya no son una excepción. En los pueblitos antiguos y rurales, en cambio, la misma pobreza genera desarraigo y se disuelve en destierro. Entre Ríos echa a los pobres para mejorar los índices, y la decadencia contrasta con la opulencia de unos pocos, pero las caras de las víctimas, como la de los victimarios, se desdibujan tras las cortinas de humo.

 

El desamparo de muchas familias está en sintonía con el deterioro ambiental que se manifiesta en plenitud en los arroyos cargados de nylon, plástico, gomas, chapas y cloacas a cielo abierto.

En las afueras de Paraná, la contaminación, los basurales, la desocupación, la indigencia, se completan con decenas de jóvenes en la prostitución en la calle del parque industrial, como consecuencia de decisiones de una clase media paqueta que prefirió potenciar el desamparo de las víctimas antes que atender los prostíbulos.

La miseria se atenúa un poco a través de subsidios estatales más o menos permanentes, y según testimonios recogidos por ANÁLISIS va acompañada de estrategias electorales por el “voto cautivo”. Pero, ¿a qué se debe la miseria creciente? ¿Por qué agujeros se cuelan las riquezas?

 

Ni agua limpia ni aire puro

 

Personas desarraigadas, personas reducidas a servidumbre, cuando no esclavizadas en el frío de las noches y a oscuras, en busca de un macho que desembolse unos billetes a cambio de sexo. La decadencia no sería completa si no fuera por la tendencia de los poderosos a aumentarse los ingresos mensuales de manera obscena, saqueando las cajas del estado, y a exhibir sus riquezas en barrios con estatus.  

En esta nota recopilamos voces del basural, en paralelo a algunas causas del empobrecimiento que plantean interrogantes a políticos, banqueros, dirigentes, profesionales.

Desde la mirada antigua y vigente de nuestros pueblos ancestrales se comprende mejor la interrelación del ser humano con su entorno, empezando por el aire, el suelo, el agua, los árboles, las aves, la cultura, es decir: la cultura dentro de la biodiversidad. En los basurales entrerrianos el aire es humo de plásticos, el monte fue arrasado y reemplazado por el nylon y los demás desperdicios; y el agua colapsó con cloacas, gomas, óxidos, plásticos y chapas de todos los calibres, alambres, vertidos industriales. Ni aire ni agua ni suelo ni monte ni comida ni casa: marginación e indigencia que espantan, al lado de riquezas y corrupciones que también espantan, en pleno siglo XXI.

Esto adquiere una potencia mayor en estos días cuando sabemos que, en circunstancias parecidas, los chilenos están logrando un quiebre constitucional a través de una Convención que preside una dirigente mapuche de hondas convicciones por la vida comunitaria y el ambiente, y contra la prepotencia estatal y la compra de conciencia. El discurso inaugural de Elisa Loncón está exactamente en las antípodas de lo que experimentamos aquí.

Para abordar el problema del empobrecimiento vale acordar los sentidos del término. Una receta para la humanidad, por caso, ha sido interpretada por décadas como un remedio y sin embargo puede encubrir un empobrecimiento por la muerte de la diversidad cultural. En este engaño han entrado muchos políticos desde distintas vertientes que aprecian la uniformidad colonial. Unos más cerca del mercado, otros más cerca del estado, como si en esas dos vías (occidentales, eurocentradas) se agotaran las opciones que en verdad son tantas como comunidades hay, hubo y habrá en el mundo. Y con el añadido de otro engaño por la confusión de lo estatal y lo público.

Aquí tomamos el empobrecimiento de la comunidad con sus oficios, sus modos, su contexto natural, es decir, fuera del reduccionismo antropocéntrico.

La pobreza se expresa por las más diversas rendijas. Familias metidas en el contenedor en pleno centro de Paraná. Barrios enteros sin una mísera vereda, con los autos pasando a más de 80 km por hora junto a los niños, como ocurre en la calle Maya de la humilde estación Parera.

Un barrio de las afueras de la capital entrerriana tenía un arroyito de aguas cristalinas, un parque industrial con expectativas, unos caminos campesinos, más o menos cuidados. El arroyito se convirtió en un basural insalubre; la calle de las industrias, en la zona roja con decenas de jóvenes tiritando de frío en las noches en el negocio de la prostitución; y una hectárea de pastizales y renovales se hizo basural a cielo abierto, adonde los indigentes pasan horas de la noche y en algunos casos el día completo.

 

El de barbita rala

 

Amable y parco en el saludo, barbita rala, no más de 40 años, nos recibe sentado en un tronquito y mira para abajo en medio del basural. Humea a sus espaldas una montaña de bolsas malolientes. 

Por esto del Covid, no nos damos la mano, pero el hombre nos hace sentir que no es molestia. Por ahí pega un grito, “traéte un mate che”. Un minuto, cada cual sabe a qué atenerse, y el hombre se despacha con franqueza. Cuenta que él no recibe nada de nada, que no tiene nada y tampoco pide nada. Se lo ve sereno, habla con frases completas.

Nada: ni familia, ni casa, y duerme bajo los árboles a 15 minutos de Paraná, cerca del basural de Colonia Avellaneda que es la fuente de su ropa, su comida, sus amistades y su calor para enfrentar las heladas en este crudo invierno.

Antes cortaba adobes en las ladrillerías, dice, pero la suma de un accidente y un pleito con los padres lo alejó del oficio y lo acercó a la intemperie. Literal.

Está abrigado, junto a un amigo que parece un poco mayor, al lado de un fogón con palos gruesos y un hervidor lleno de agua. Calzan guantes con los dedos al desnudo, y tan pero tan percudidos por hurgar en la basura que no podrían ocultar el oficio.

Nunca un subsidio, nunca una ayuda. ¿Han pensado en organizarse para el trabajo, en una cooperativa por ejemplo, de recicladores?, fue nuestra pregunta. “Lo que pasa es que no te dan pelota, nadie te da pelota. Lo que tienen es para ellos nomás”, dice el mayor y cuenta que sí tiene casa, y once nietos.

En un municipio de al lado las autoridades comentan que las familias más frecuentes del basural no pertenecen a su ejido, y se puede sospechar que en otro municipio vecino responderán que el basural no está en su ejido… Abruman las excusas sostenidas en los compartimentos estancos, en el estado.

El lugar era una esquina sencilla, de campo, con dos calles anchas, pero un basural a humo abierto bloqueó el tránsito y se colmó de horquillas, carros, indigentes; unos ya afincados, otros de visita por las noches, llamados por el “olor a goma quemada”, alumbrados a fuego.

“Algunos vienen en sus cero kilómetros, tiran sus cosas y se van. A veces comida, pero porqué no se acercan y te la dan, para que no se ensucie”, reprocha el de barbita rala.  Con evidencias a flor de piel, las palabras huelgan. “Este es nuestro trabajo -aclara el abuelo, por si hace falta-, así como usted tiene su trabajo, nosotros tenemos este”.

Para encontrar a estos dos hombres de Paraná y su compañerada, atravesamos al tanteo la barrera de humo que los guarda. El ambiente es tóxico, pero parecen cómodos allí, realizando sus faenas lejos de los ojos de la clases medias y altas, ligeras para juzgar. Durante toda la charla se escuchan reflexiones severas, pero no sale de ellos un disgusto.

Días atrás llegó un camión de un frigorífico y desparramó cortes de carne. En pocos minutos se las arreglaron para cargar algo para la familia, y salieron a compartir con la vecindad, en las costas del arroyo Las Tunas y en las cercanías del barrio La Lonja. “Lo que hay se reparte, por ahí traen ropa, y siempre a alguien le viene bien”, dice el de barbita. ¿Pelean por las cosas?, preguntamos. “Nunca, nunca hay una pelea; aparte nos conocemos todos. Llega un camión, buscamos las cosas, hacemos montoncitos, esto para vos, esto para vos”, explica el abuelo.

Más allá, una pareja junta chapas en la montaña de residuos que ha dejado una máquina municipal a la tarde, y las dobla. El hombre aclara que es el primer día que van, pero los demás lo conocen y lo tratan como amigo. Cuando el hombre se aleja veinte pasos, la mujer se anima y habla un poco más. Dice que tiene una jubilación, pero el compañero no recibe nada. “Se inscribió en esos subsidios por el virus, no le tocó nada”, lamenta y nos recuerda los versos del Martín Fierro “Y qué querés recebir/ si no has dentro en la lista”. Siglo y medio y poco ha cambiado.

Cuenta la vecina que ahí vive su hermano bajo un árbol, sin techo. “Él no tiene nadie que lo ayude, tiene un problemita en el brazo, y vive ahí, está en el basural nomás”, lamenta, ya en tono de denuncia.

 

Vuelve la horquilla

 

Las familias van y vienen. Unos cargan leña en autos viejos. El ambiente se prepara para la zafra que vendrá con la luna. “Antes entraban a la tarde, pero ahora todos vuelcan a la noche, entonces se llena de gurises, es un peligro”, dice el abuelo. “No sé cómo no se dan cuenta, si vinieran más temprano sería más fácil, con la claridad, pero a la noche nos alumbramos como podemos, prendemos dos cubiertas con los muchachos, y cada uno saca, pero no se ve bien”.

Panorama desolador. No hay fiesta y tampoco hay llantos ni quejas. “Todo se hace difícil, pero es esto… No vamos a salir a robar”, agrega el de barbita.

Tres horas después, ya rumbo a la medianoche, desfilan los vecinos en la oscuridad más absoluta, guiados por las fogatas. Por ahí resuenan los vasos de un caballo. Ya en la ruta 18 se los ve mejor, con las luces, al trote por la banquina, con el carrito cargado de eso que otras clases llamarían porquerías y para ellos es el fruto de su trabajo, la fuente de la vida.

La horquilla fue herramientas imprescindibles en gran parte del siglo XX, principalmente para manejar la paja del trigo, el lino, la avena y los forrajes; para hacer las parvas, alimentar las cosechadoras fijas o desparramar silos entre las vacas en los tambos. Pue bien: la horquilla ha vuelto. Es común ver grupitos de tres o cuatro jóvenes, cada cual con su horquilla, rumbo a las cloacas. Con esos pinchos podrán bajar las bolsas de la montaña, abrirlas en busca de sus tesoros: metales, chapas, vidrios, comida.

Los bisabuelos habían colgado las horquillas como sinónimos de una vida esforzada en el trabajo; los bisnietos desocupados las desempolvaron.

 

Cortinas de humo

 

El humo, que es marca en los basurales, y la cortina de humo tan usual en la dirigencia política, ocultan por igual los rostros de la indigencia en Entre Ríos. Humo a la vista, humo figurado, para las mismas familias invisibilizadas que, al decir de Martín Fierro, entran en los barullos pero no entran en la lista.

A pocas cuadras de allí, la prostitución. Las personas en ese estado tenían casas apropiadas para ello, adonde podían ir profesionales a prevenir y cuidar la salud y la seguridad. Pero fueron clausuradas por el estado, y esas personas quedaron a la intemperie, al acecho de las enfermedades, la lluvia, las tormentas y todo tipo de abusos en la oscuridad de la noche. Esclavitud siglo XXI a cielo abierto.

Los sucesivos gobiernos prometen superar problemas de vieja data que, como es ya un hábito, adjudican a “la gestión anterior”. Las familias marginadas apilan miserias y no ven en su situación actual un derrumbe. Pero entre virus, confinamientos a lo guaso y parálisis económica no atisban más luz que las de sus fogatas.

Gente sin auto, sin tarjeta de crédito, sin vacaciones, sin obra social, sin aportes jubilatorios, sin trabajo estable siquiera; y también sin ingresos más o menos previsibles, y a veces sin casa, sin garantías de ropas ni de alimentos ni calor para las noches heladas de junio/julio. Esa es la gente que se agolpa en los basurales por desperdicios que puedan tener un valor económico, o por un mendrugo.

Los asentamientos son moneda corriente en Entre Ríos, y eso resulta más impactante cuando sabemos que muchos de los que sufrieron el desarraigo ya se marcharon del territorio.

Cada barrio con su idiosincrasia, sus ingresos, su problemática muy particular. En el Capibá, por caso, los vecinos paranaenses ven la distancia enorme entre el club de rugby y la villa formada a su alrededor. Las familias no entran al club que tienen al lado, y los que asisten no conocen a las familias que viven en el bajo.

La construcción de barrios cercanos empeoró la situación, porque los desagües de la vecindad fueron a parar a Capibá. “Llueven dos gotas y el Capibá es un mar, un mar de caca, y nadie puede salir. Los chicos no pueden ir a la escuela, es un barrial, la gente no sale siquiera para las changas. Eso no era así. No hubo proyecto de urbanización”. Es el comentario de un joven de Paraná que visita la barriada para colaborar.

La solidaridad entre los humildes es una marca, y puede apreciarse. Pero la competencia por ingresos mayores suele llegar también a las clases sociales más desposeídas, con una jerarquía sostenida por la relación con punteros barriales. Eso ocurría (no logramos saber si continúa) en el Volcadero de Paraná. Allí, los que arreglaban con el puntero por más dinero ingresaban primero por metales; en una segunda tanda entraban los que pagaban menos, por cartones; y ya el tercer grupo se quedaba con los requechos, principalmente por algunas migajas para la mesa.

La pobreza se manifiesta en distintos lugares y de diversos modos. Los docentes afirman que cada vez hay más pedidos de bolsones de comida en las escuelas de Paraná. Las familias llevan una vez por mes arroz, fideo, aceite, choclo, frutas y leche, entre otros alimentos.  “Hay más anotados que bolsones”, comentó un profesor pero advirtió: “a veces, los que más necesitan no vienen, y en cambio las familias de clase media baja retiran sin problemas. Todavía hay familias muy necesitadas que sienten como vergüenza, o culpa”, indicó.

Si una familia tipo necesita más de 60 mil pesos mensuales para vivir, la atención de dos niños escolarizados con alimentos le cuesta al Estado unos 4.000 pesos en total, es decir: ayuda un poquito. En los comedores comunitarios los montos que aporta el Estado son menores; allí la vecindad colabora con donaciones.

 

Muy pobres y muy ricos

 

La mayoría de las anécdotas que escuchamos sobre la indigencia pueden atribuirse a problemas estructurales y naturalizados. Un vecino contó que la semana pasada le entraron a su casilla, le rompieron el televisor que estaba contra una ventanilla y le robaron las herramientas. En la comisaría no le recibieron la denuncia. Le dijeron que él tenía que dar cuenta de todo lo que le robaron; pero él no quería entrar a la casilla antes que los policías, por si hubiera alguna huella. Ante la negativa, llamó a un policía amigo que actuó con celeridad, y les reprocho a sus colegas más jóvenes porque no supieron ver que las herramientas del trabajador son todo su capital.

Así es como la pobreza resulta invisibilizada. En las listas electorales y en ciertos trabajos, los cupos atienden diferencias y discriminaciones negativas, pero no la discriminación por clase social.

La problemática se repite de sur a norte. “De que haya pocos que tienen mucho y muchos poco”, dice la milonga del gualeyo Omar Morel, y viene a cuento porque vecinos de allí lamentan, ante nuestra consulta, la formación de barrios hacinados en Gualeguay y más aún el contraste con barrios que parecen del “primer” mundo, en la misma ciudad. Más al sur, en Puerto Ruiz, admiten que las ranchadas de antes han sido reemplazadas por casas de material, y que aún en la pobreza, las familias encuentran alguna salida en la informalidad a través de la pesca artesanal, la venta de algunos artículos, y la presencia estatal con subsidios. Aunque eso atenúa el impacto de la miseria, no alcanza para el arraigo: la juventud no encuentra qué hacer y, cuando puede, se marcha. 

Eso dicen en el sur de la provincia. En el norte no es distinto: vecinos de La Paz afirman que hay barrios ribereños con precariedad en sus viviendas y en donde las mismas familias humildes de pescadores y cazadores son víctimas de robos; a pesar de la preservación de ese estado de cosas, ciertos partidos consideran que tiene allí votos cautivos. En esos barrios se encuentran familias de afroindígenas, integradas por isleros, pescadores, peones de campo, algunos venidos del lado santafesino, a veces afectados por el alcoholismo, y en ciertos casos reducidos a servidumbre por terratenientes de la zona. La sociedad lo sabe y abre conjeturas, hasta el punto de que, ante algunos muertos por presuntos accidentes, se generan sospechas de crímenes patronales. Algunos vecinos creen que la connivencia de policías, legisladores, jueces, desvía las razones de la muerte de algunos obreros marginados.  El mismo abismo entre ricos y pobres que señalan vecinos de Gualeguay es observado en La Paz, donde una sola familia reúne 30.000 hectáreas de campo, adquiridas en algunos casos con maniobras fraudulentas, más 200 casas en la misma ciudad, y además de todos sus ingresos por la ganadería, la agricultura y los alquileres, cobra sueldos del Estado que superan el millón de pesos mensuales. Esa opulencia, en medio de pobrezas extremas, es naturalizada por gran parte de la sociedad y estimulada por el estado dominado precisamente por los opulentos en los tres poderes. La opulencia, incluso en funcionarios del estado, es legal.

 

La “solidaridad”

 

La solidaridad de las personas en Entre Ríos no deja de sorprender, ante las reiteradas crisis. Hay manifestaciones en todos lados. En Concordia, el Club Salto Grande realiza en estos días una campaña de abrigo. Buscan ropa, mantas, calzados, y los distribuyen en “gente carenciada viviendo en situación de calle”.

No faltan políticos encumbrados que recorren merenderos y ollas comunitarias para hacer acto de presencia entre los más vulnerables. Claro que aquellos que gobiernan la ciudad y la provincia por décadas y que han hecho de Concordia una de las ciudades más pobres del país, tienen acceso a los barrios con “paliativos” que terminan siendo políticas estructurales para el voto cautivo, sin soluciones de fondo.

En Paraná se destaca el registro de más de un centenar de mediadores comunitarios de la Defensoría del Pueblo, que asisten ad honorem a los conflictos sociales y dan una mano ante situaciones de indigencia. Los merenderos se llaman Multicolores, Pancitas verdes, Huellitas, El Perejil, y son decenas, para atender el hambre de 60 niños y niñas, o 100, o 250 en algunos casos, con la solidaridad vecinal. “En un mismo espacio había dos merenderos: uno del barrio y otro de una Unidad Básica. ¿Porqué no se unían? Por política. La pobre gurisa del barrio nos decía: ‘se trata de hambre, no de política’. Nosotros sólo calmamos su angustia, escuchando, llevando lo que podemos”, dice una mediadora y cuenta anécdotas impactantes sobre las urgencias de la niñez pero también de gente mayor.

Tanto en Paraná como en Puerto Ruiz, Concordia y La Paz, las personas consultadas hablaron del uso partidario de la pobreza, sin que se lo preguntáramos.

El periodismo contribuye, sin dudas, a visibilizar las problemáticas. En estas semanas el colega Fabián Miró ofreció dos notas impactantes sobre la situación en el departamento Gualeguaychú. Una referida al éxodo de habitantes en la zona campesina de Las Mercedes, y otra sobre asentamientos humildes y estafas en la ciudad.

 

Hablan Verbitsky y Sartori

 

El periodista Horacio Verbitsky explicó hace pocos días que la fuga de dinero al exterior no ha sido, por años, ilegal en la Argentina, pero en su página El Cohete a la Luna dio la lista de 100 empresarios argentinos que “formaron activos externos” durante el gobierno de Mauricio Macri. Increíblemente, los dos primeros lugares (entre los cien) fueron ocupados por los dueños del banco privatizado en Entre Ríos.

“La encabeza Enrique Eskenazi, con 40,5 millones de dólares y lo sigue su hijo, Matías Eskenazi Storey, con 29 millones. Si se suman todos los miembros de la familia (el hijo Sebastián Eskenazi Storey, con 18,2 millones de dólares; la hija, Valeria Eskenazi Storey, con 7,8 millones de dólares y Esteban Eskenazi, con 7,4 millones de dólares) los Eskenazi sustrajeron a la inversión productiva en el país más de 100 millones de dólares”, denunció Verbitsky. Nadie lo desmintió.

Como ellos, muchos de los empresarios que se llevaron sus fondos afuera tienen intereses económicos en Entre Ríos, a través de acciones en grandes empresas, bancos, acaparamiento de tierras. Sebastián Salaber Blaquier Vasena Estrugamous, por ejemplo, preside el Banco de Valores y el Grupo de Valores, y es pariente de Carlos Pedro Blaquier Estrugamou, conocido empresario del grupo Ledesma, pro dictadura, propietario de la enorme estancia Centella en cercanías de Gualeguaychú.

Le preguntamos al dirigente social y militante de la Corriente Clasista Combativa Víctor Sartori sobre los recursos para atacar la indigencia. “Con alrededor de 50 millones de habitantes, la Argentina se dice que posee potencial para alimentar (y dar vida digna) a más de 300 millones y sin embargo los índices de desocupación, pobreza e indigencia son cada vez mayores. ¿Qué pasa entonces? Pasa que la Argentina ocupa el tercer puesto de los países donde más evasión fiscal se produce… Según el Instituto Mundial de Investigaciones para el Desarrollo de la universidad de las Naciones Unidas en Tokio esa evasión significa el 5,1% del PBI (21 mil millones de dólares a valores de 2.018). Además, la Argentina ocupa el lugar 22 en el ranking mundial de lavado de dinero (y cuarto en América). La consecuencia de esta evasión y lavado por supuesto da como resultado una gran contribución a la fuga de divisas, activos que en vez de invertirse o reinvertirse en el país simplemente se van. La investigación de los llamados Panamá Papers arrojó que 270 firmas offshore aparecen asociadas a Argentina, mientras que más de 1200 argentinos son directivos u accionistas en paraísos fiscales”.

Sartori dice más: según un trabajo publicado en la Revista de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Militar Nueva Granada (Colombia) entre 1976 y 2015 “se extrajeron del sistema financiero nacional (argentino) unos 277.800 millones de dólares. Otros análisis dicen que la fuga en los últimos 10 años fue de 320 mil millones de dólares (Infobae 05/01/20) o más aún, lo cual equivale al total de la deuda externa”.

Las estadísticas muestran índices inquietantes y sostenidos de desocupación, pobreza e indigencia en ciudades como Paraná y Concordia. Los testimonios directos los corroboran. Pero los poderosos encuentran modos de desviar la atención para que las víctimas del sistema, mujeres y hombres en la indigencia o el destierro, queden ocultos y ocultas en la humareda, como en el basural de Colonia Avellaneda. Ocultar a las víctimas y ocultar a los victimarios: toda una ciencia bien aceitada.

 

 

Daniel Tirso Fiorotto. Análisis. Julio 2021.

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