Abortó una incursión criminal en el Golpe del 55 contra Perón
DESCUBRIENDO ENTRE RÍOS. Murió Juan Alfredo Peter, un panzaverde con historia en la Fuerza Aérea. Los obreros rosarinos nunca se enteraron del acto de arrojo del mecánico entrerriano que impidió con astucia un bombardeo demencial.
Juan Alfredo Peter cumpliría
este 30 de agosto 89 años de edad, pero la semana pasada dejó de respirar tras
un año y medio de dura agonía por un accidente cerebrovascular.
En las últimas semanas con cierta conciencia
se mostraba más atento a los temas del aire que a los terrenales, y es que la
aviación fue corta pero intensa en su larga vida.
En incontables encuentros supo narrar experiencias
impactantes como mecánico de aviones de la Fuerza Aérea Argentina, adonde
ingresó en 1948, en Córdoba, aún adolescente. Los mecánicos volaban con los
pilotos, entonces, y en verdad que el oficio le vino por azares del destino,
como solía relatar, agradecido.
Nacido en Hernandarias y criado en Paraná, Peter
desarrolló trabajos complejos en la Fuerza y se retiró muy joven en 1969,
debido a la acumulación de horas de vuelo y ascensos extraordinarios por actos
de valor, para dedicarse luego a actividades turísticas y fluviales. “Fui el
suboficial mayor retirado más joven de la FAA”, contaba entre sus amistades.
Un sencillo nicho del cementerio de San Benito
guarda sus restos. No hubo en la despedida marchas militares sino cánticos de
sus nietos para dar paso a un silencio que guarda mil anécdotas de obediencias
y desobediencias, de amistades y empaques, de momentos de debilidad admitidos,
y momentos de arrojo relativizados siempre con alguna broma de ocasión.
En su largo anecdotario aparecían los aviones
Beechkraft, Doove, Huanquero, Guaraní, Curtiss, Northrop, Junkers, DL, Pulqui,
Calquin, Boyero, Ñancú, Fiat, Glend Martin, Dehavilland, entre otros, y en
verdad que voló en varios de ellos durante dos décadas; por eso se detenía
horas explicando detalles de sus motores, sus condiciones singulares, sobre
todo cuando se trataba de modelos diseñados y construidos en la Argentina.
Bombas a los obreros
“En la II Brigada había muchos peronistas y otros
tantos antiperonistas. Algunas brigadas eran peronistas y el resto
antiperonistas. Las Fuerzas Armadas estaban muy divididas. La II Brigada en
Paraná no se sabía, era ‘ni’. En plena revolución, un avión de Paraná se
encontraba en Mar del Plata haciendo maniobras con el Ejército”, contó Juan
Peter en una rueda de amigos, en referencia a un avión DL 22 biplaza, cuyo
piloto era un alférez de apellido Moyano, y su mecánico un suboficial de
apellido Seri.
A esto lo contamos en la revista Análisis hace
pocos meses, y lo recordamos hoy, cuando Peter ya descansa.
“Ambos exageradamente antiperonistas -dijo-, y se
plegaron por cuenta propia a la revolución, pero fueron atacados por aviones
leales a Perón y tuvieron que volver a Paraná”.
En el segundo día del golpe encabezado por Eduardo
Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu, el entrerriano se encontraba de turno en el
avión que le correspondía, en Paraná, cuando “apareció el alférez Moyano con un
camión lleno de cajones con bombas de 30 kilogramos, y personal de armamento
que sacaron todas las butacas para pasajeros. También retiraron las tapas del
piso, dejaron al descubierto las aberturas que se usaban para fotografía, y
cargaron todos los cajones de bombas”.
“Yo escuché una discusión entre Moyano y los
armeros. Moyano quería que los armeros tiraran las bombas por los huecos de
fotografía, y ellos se negaron. Uno dijo: ‘es muy peligroso arrojarlas a mano,
pueden explotar todas. Además, nosotros no volamos’. Eran empleados civiles”,
aclaró entonces.
Alambre salvador
Peter quedó en el enredo porque era el mecánico a
mano, sencillamente. “Le pregunté a Moyano ‘adónde vamos’, por el combustible.
‘A Rosario, al parque Independencia’. Estaba totalmente sacado de sus cabales.
Decía ‘los vamos a hacer mierda a estos negros’”.
Se refirió así al momento en que grupos de obreros
del cordón industrial rosarino se congregaban en las calles con la intención de
manifestar su apoyo a Perón y ofrecer resistencia al golpe.
“La radio estaba transmitiendo que todas las
fábricas del cordón de Rosario-San Lorenzo habían cerrado, y los empleados se
estaban agrupando de a miles apoyando a Perón en el parque Independencia.
Recién me di cuenta de que Moyano quería descargar las bombas a los obreros”,
reconoció Peter.
“Se me ocurrió sacar de servicio el avión, pero
para eso tenía que descapotar un motor, y era imposible; Moyano estaba loco,
con una ametralladora colgada en su hombro y una pistola en la cintura,
dispuesto a cualquier cosa. Yo sólo tenía en mi bolsillo un rollo de alambre
fino de bronce, que se usaba (entre los mecánicos) permanentemente para evitar
que las tuercas de los motores se aflojaran. Lo único que pensé fue atar el
alambre desde la botonera que sirve para parar el motor, que estaba debajo del
asiento del piloto, hasta la parte oculta debajo del asiento del copiloto,
donde iba yo”.
Entonces explicó el método que ingenió. “Para eso
había que pasar el alambre desde el piso del piloto, llevarlo por su espalda
hasta el techo, de ahí pasarlo por varios caños del sistema hidráulico hasta
llegar al lugar menos visible del asiento del copiloto. De manera que se
pudiera manipular desde mi asiento, sin que Moyano se diera cuenta”.
“En menos de un minuto pude pasar el alambre. De
prolijo no tenía nada, y si bien estaba bastante camuflado no sabía si
funcionaba, no tuve tiempo de probarlo”, reconoció.
Pensé en esa pistola
Estamos, pues, en setiembre de 1955. País
convulsionado. “Decolamos en Paraná, normal; en Diamante pusimos rumbo a
Rosario en vuelo rasante sobre el río. Era el momento de probar la última generación
de la Fuerza Aérea: el alambre”, ironizó Peter.
“Hice un intento que fracasó porque el alambre
tenía que desplazarse unos 10 centímetros y tenía mucha fricción con la cañería
hidráulica y cuatro ángulos rectos que pasar. Con mucha cautela, intenté tres o
cuatro veces y el motor no se paraba. En uno de esos intentos se cortó el motor
derecho. Pero fue una cosa instantánea: Moyano miró y preguntó -‘qué pasó’.
–‘No sé’, le dije, ‘tome un poco más de altura’. Íbamos a 20 metros sobre el
pelo de agua. Y me hizo caso. Yo estaba más tranquilo, el sistema funcionaba.
Probé otra vez, pero con más fuerza, y esta vez el motor derecho se paró del
todo y por más que aflojé del todo el alambre, demoró un poco”.
La segunda fue la vencida. “Moyano se dio tal
cagazo que pegó la vuelta a Paraná, sin esperar mi opinión, y así fue que, a
1.500 metros de altitud, con semejante cagazo, a Moyano se le fueron las ganas
de ‘matar negros’”.
“Moyano estaba tan sacado que si no funcionaba el
alambre yo estaba condenado a tirar las bombas. Sí o sí. Yo no estaba dispuesto
a tirar una sola bomba, pero me quedaban pocas alternativas. Digamos solamente
una: sacarle a Moyano la pistola, hacer ‘algo’, e irme a Uruguay, aterrizar
allá, pedir asilo político. La verdad, más de una vez pensé en esa pistola”.
Así contó Peter la hazaña, y la repitió decenas de
veces entre amigos. En los sangrientos días de setiembre de 1955 (pronto se
cumplirán 67 años), los golpistas debieron enfrentar varios focos de
resistencia, de peronistas atrincherados que, en algunos casos, fueron abatidos
en Buenos Aires con el uso de los famosos tanques Sherman. Del tipo que se
exhibía hasta hace poco en la ciudad de Oro Verde y que fue pintado hace 15
años con consignas de paz por tres jóvenes, los llamados “pintatanques”, uno de
ellos nieto de Peter.
Aquel golpe
del 55 fue llamado “revolución libertadora” por los
antiperonistas y “fusiladora” por los peronistas, debido a la treintena de militares
y civiles sacrificados por los sediciosos.
Anécdotas de la niñez
Peter solía pasar horas narrando un solo episodio
con lujo de detalles, con diversas digresiones, más por gusto que por falta de
condiciones para la síntesis.
Aquí un cuento de su niñez, de los muchos que le
escuchamos y registramos. “Nací el 30 de agosto de 1932 en Hernandarias, Entre
Ríos. Mi padre, Bernardino Alfredo Peter, era un empleado del Correo, hijo de
inmigrantes suizo-franceses. Mi madre, Isabel Santana. Sus padres eran hijos de
españoles. Como ama de casa que era, crió a cuatro varones, yo era el mayor.
Tuve una infancia muy feliz, aunque desde chico fui delicado de salud, muy
flaquito”.
“Todos los días teníamos un picado de fútbol
después de hacer los deberes, con la infaltable pelota de trapo (no había otra)
que debíamos reparar en cada jornada. Era un chico muy inquieto... Los recreos
en la escuela eran de terror, no parábamos de correr. Recuerdo que el director
era Juan Eyman, primo hermano de mi padre por mi abuela paterna. En el pueblo
todos lo conocían por Juancito. En una de esas corridas que cuento, me agarré
del guardapolvo del director, que estaba controlando a los chicos justo debajo
de la campana. Con la otra mano tomé la soga de la campana y se rompió, con tanta
mala suerte que la bola cayó en el hombro del director. Instantáneamente me
tomó del brazo y me pegó un puñete en la cabeza. Llegué a casa llorando. Mi
padre, cuando me vio así, me preguntó qué me pasaba. ‘Juancito me pegó un
puñetazo’. Sin ninguna aclaración más, mi padre me pegó otro, más fuerte”.
El Petiso Pampa
“Los días más felices y esperados eran las
vacaciones, que pasábamos en el campo de mis abuelos maternos Juan Santana y
Emilia Portillo, con mis tíos José, Antonio, Juan, Salvador, Ñata y Pochi. De
hecho, era el niño más mimado. Hasta me regalaron un caballo criollo, el Petiso
Pampa, con el cual andaba todo el día. Parecía caballo de circo y su domador le
había enseñado a hacer todo lo que le pidiera. Levantaba una pata, la otra, se
echaba al suelo, se reía, según mi interpretación. La única montura que usaba
era un cojinillo. Para montarlo tenía que arrimarme a un alambrado, y el Petiso
se acomodaba solo. Una vez, en pleno campo, por correr a toda velocidad unos
zorros que andaban atrás de las ovejas se me corrió el cojinillo, y cuando el
caballo vio que me estaba cayendo, clavó las cuatro patas y yo quedé bajo su
panza, sin ningún rasguño”.
“Para la gente de campo, la única diversión eran
las carreras de caballo, las cuadreras de 200 metros, los domingos. De vez en
cuando, mis tíos iban en carro de cuatro ruedas con dos o cuatro caballos de
tiro. Una de esas veces, ataron al carro a mi petiso. Yo no estaba en la
tripulación del carro, pero lloré tanto como buen malenseñado que era, que me
tuvieron que llevar a las carreras. Ahí descubrí la verdad de atar el petiso al
carro: los pícaros de mis tíos desafiaban a los parejeros conocidos de la zona
con un caballo de tiro que sacaban del carro, sabiendo que el petiso era ligero
en 200 metros. Una vez descubierto el secreto, no me perdía ninguna carrera
donde participara mi caballo, me tenían que llevar sí o sí”.
“Para un 9 de Julio, se concretó una depositada en
el pueblo (Hernandarias), el Petiso Pampa con un caballo cuyo dueño era el
padre de un compañero de la escuela; ya blanqueadas las virtudes del petiso
porque ya no se podían esconder sus dotes. Había mucha euforia, todo era un
griterío de apostadores. Estaban mi papá, mis tíos y tías, la del petiso era la
carrera más importante. Mi compañero y dueño del otro caballo, ante semejante
escena, me dijo ‘te juego 20 centavos a mi caballo’. Yo justamente tenía 20
centavos que mi padre me había dado para comprar tortas, y acepté la apuesta.
Nos fuimos corriendo a la llegada para ver mejor. Largaron y a media cancha
venían parejos los dos caballos, yo sabía que el petiso era muy guapo al final
y ganó nomás. Mi alegría era tan grande que fui corriendo a contarle a mi papá
que había ganado 20 centavos. No me felicitó, no me retó, no me pegó, solamente
me dijo: ‘vaya y devuelva esa plata’”.
Escuela prusiana
Podríamos señalar mil recuerdos de Juan Peter en
relación con personajes famosos de la historia reciente, entre los años 50 y 70
del siglo pasado que lo tuvieron en el aire, y vuelos de novela, pero ante su
reciente partida elegimos algunos referidos a su niñez y su formación como
mecánico de aviones.
“Terminé de cursar sexto en Paraná. En 1946 cursé
primer año en la Escuela industrial número 1, en 1947 segundo Año. A principios
del año 1948 rendí examen para la escuela de Suboficiales de Fuerza Aérea,
Córdoba. Como era muy flaco y alto, antes de entrar a examen médico me tomé
como cuatro litros de agua. Y pasé raspando. Mi tío José, que entonces era
personal civil de la II Brigada, me decía que esa escuela no era para mí, que
no iba a aguantar, y yo le respondí ‘si otros aguantan yo puedo’. El 15 de
julio de 1948 entramos a la Escuela, tres mil postulantes, y el 2 de agosto
otros 500. Era la época del nacimiento de la Fuerza Aérea. (Independiente del
Ejército). De los 3.500 aspirantes que ingresamos sólo nos recibimos 92”.
“La disciplina era muy dura. Tomé lo que me dijo mi
tío José como un reto, pero la disciplina no era como él comentaba sino mucho
peor. Entramos a un régimen prusiano, copiado de la Segunda Guerra, con un
sistema de selección. Los primeros días pedían la baja de a cientos. Yo lloraba
de noche en mi almohada. Estuve por aflojar varias veces, por pedir la baja,
pero se me aparecía mi tío José… A medida que pasaban los días se fortalecían
mi físico y mi mente. Uno de los requisitos para rendir examen de ingreso era
la autorización del padre, y como ellos no estaban de acuerdo tuve que
falsificarle la firma”.
“A los meses de ingreso mis padres me visitaron y
me vieron tan mal que me querían llevar de vuelta. Les mentí otra vez. Les dije
que me pagaban un buen sueldo (no disponían de dinero). Entonces le mandé una
carta a mi tío Carlos (mi segundo padre), pidiéndole dinero mensual, con la
promesa de devolverlo cuando me recibiera. Ese mismo dinero que me mandaba tío
Carlos todos los meses, iba de vuelta a Paraná, a mis padres. Ellos murieron
sin saber la verdad de ese dinero. Yo estoy en paz”.
Mecánico por suerte
“En el año 1949, cursando el segundo Año, teníamos
que elegir la especialidad. Yo ya lo tenía en mente: radio operador de vuelo. A
raíz de la experiencia que hice en Hernandarias, con mi papá, para que no lo
trasladaran a Paraná (aprendí el código Morse), que recibía y transmitía sin
problemas, además en Paraná hice cursos de radio operador. Sabiendo que en la
escuela de Córdoba era la única especialidad que los suboficiales cumplían con
actividad de vuelo. Cuando llegó el momento de elegir, elegí radio operador de
vuelo. Ahí vino la gran desilusión: solamente había cinco vacantes, y yo era el
número 12. Todos los primeros eligieron radio operador. Tuve que resignarme a
mecánico”.
“Ya en tercer año, teníamos taller en la Fábrica de
Aviones Ahí fue que volé por primera vez (en un avión Junkers trimotor). En el
año 1950, a raíz del avance de la aviación moderna se abrió el registro de
Mecánico de vuelo, con todas las exigencias psicofísicas para tripulaciones”.
“Ya en la II Brigada en Paraná, años 1952/53,
incorporado el equipo de bimotores, había sólo dos radio operadores de a bordo.
No daban abasto para cubrir las cuatro o cinco horas de vuelo todos los días,
entonces yo era el más solicitado: aparte de ser el mecánico, hacía de radio
operador. Ironías de la vida: por los años 1952/53 las comunicaciones por
alfabeto Morse fueron desapareciendo, reemplazadas por las comunicaciones
radiotelefónicas. Los radio operadores no existieron más y por consiguiente no
volaron más, y lo que a mí me amargó (aquello de no poder elegir radio
operador) se convirtió en beneficio para mi carrera. Teniendo una gran
actividad de vuelo, duplicaba el tiempo. Logré con 20 años de servicios simples
y 36 años de edad, computar 35 años de servicios. Para el retiro con el 100 por
ciento. Y convertirme en el suboficial mayor retirado más joven de las FAA”.
Daniel Tirso
Fiorotto – UNO - Domingo 29 de Agosto de 2021