Lágrimas por Ucrania en las tumbas de los gauchos judíos
La guerra con sus muertos, refugiados y huérfanos revuelve otros horrores, y nos recuerda páginas memorables de la literatura argentina. María Esther de Miguel, Alberto Gerchunoff, Blackie, Peckerman, Eichelbaum y más entrerrianos en la memoria.
Cuando una nueva ola de
refugiados por millones, ahora ucranianos, muestra en carne viva los espantos
de la guerra, y no podemos contar siquiera los muertos, volvemos
los ojos a las familias de la misma Ucrania que encontraron amparo en
Entre Ríos, siglo y pico atrás, y aquí florecieron en paz, en trabajo, en
artes, siempre con una pesadumbre en la memoria.
Muchos eran niños, muchas eran
niñas, como lo son hoy tantas víctimas inocentes, tesoros olvidados a la hora
de optar por la violencia física del Estado. Las comunidades de María Esther de
Miguel y Alberto Gerchunoff, plumas célebres de los aledaños de Villaguay,
Basavilbaso, Larroque, conocieron
en el cuero propio las persecuciones y las matanzas en Ucrania y debieron hacer
las valijas en busca de un clima benigno que hallaron en el litoral.
Sus tumbas se conmueven hoy
por la repetición de las escenas aterradoras en la tierra ancestral. Las
regiones y las ciudades que dejaron atrás, hace casi un siglo y medio, están
cruzadas de barricadas y trincheras para repeler con bombas molotov y algo más
el artero ataque con misiles y tanques resuelto por Vladimir Putin, el
presidente ruso que (como todo líder de un Estado imperial y por eso
expansionista) busca resolver con gasto de sangre ajena lo que no supo aceitar
a través del diálogo y otras vías. Rusia revela
hoy, por si hacía falta, los peligros del crecimiento del capitalismo de Estado
para la vida, como antes revelaran su peligro los sucesivos presidentes de
potencias, empezando por Estados Unidos, que sostienen los privilegios de sus
economías a fuerza de misil.
Tulchin en Ucrania, Betsarabia
en Ucrania y aledaños, Jmelnitski (Proskurov) en Ucrania, son ciudades y
regiones en guerra; topónimos que masticaron nuestros escritores argentinos
tantas veces, o quedaron estampados en sus libros, como recuerdos lejanos de
esa muerte que vuelve a adueñarse, y cuyas dolorosas consecuencias podemos ver
casi en vivo por las pantallas.
La tierra prometida
El autor de “Los gauchos
judíos” y “Entre Ríos, mi país”, nació en Proskurov, hoy llamada Jmelnitski, y
su relación con Ucrania era tan honda que su libro más famoso referido a los
judíos acriollados en nuestra provincia comienza así: “En la sórdida ciudad de
Tulchin…”. El puente argentino-ucraniano cruza la primera frase. Y es que Gerchunoff dejó Proskurov de chiquito
y fue niño en Tulchin; ahí sus juegos primeros, antes de ser un gurí de las
afueras de Villaguay.
La autora de “Los que comimos
a Solís”, “En el campo las espinas”, “Jaque a Paysandú”, hablaba seguido de sus
abuelos venidos de Betsarabia, hoy también bajo asedio ruso como Jmelnitski y
Tulchin; y lo hacía no sólo como referencia biográfica, porque en uno de sus
cuentos más logrados, “La casagrande”, le adjudica a la protagonista que ejerce
la prostitución en Larroque, cuna de María Esther, un origen probablemente
ucraniano.
De las hoy Lituania, Rumania,
Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Rusia, vinieron distintas etnias que, en
general, convivieron sin diferencias mayores en Entre Ríos. Y conviven (aunque
el éxodo de esa inmigración judía fue vigoroso en el siglo XX). Eso también fue
motivo de una armonía ansiada y agradecida. Porque si algo explica la presencia
de la madre de la escritora de Larroque, Perlina Rosenthal, en este suelo, y si
algo explica la llegada del propio Gerchunoff a estas lomadas, es la caza que
sufrían y que cesó cuando las familias pisaron la tierra criolla, charrúa,
guaraní, que a fines del siglo XIX abría los brazos al modo de una madre, a los
desterrados de diversas latitudes. Claro que esos inmigrantes, principalmente
los ruso-alemanes del Volga y estos ruso-ucranianos, oraban al cielo por la paz
increíble que gozaban, desconocida para ellos, y en no pocos casos adherían al
sistema que les dio lugar en esta “tierra prometida”, sin conocer mucho,
entonces, que ese mismo sistema despótico del que escapaban había aniquilado
poco antes aquí a no menos de 100.000 compatriotas, en las defensas de las
autonomías de sus comunidades en Entre Ríos como en la Rioja; en Paraguay como
en Neuquen. Y todo como corolario de casi 300 años de guerras de resistencia.
La paz que los recibía era la paz de los sepulcros, con un tufo racista todavía
en el aire.
Betsarabia y Proskurov
“Dos ríos distintos
poblaron mi sangre: una vertiente se remontaba a Soria, en Castilla la Vieja;
la otra se perdía en los campos de Betsarabia, en la lejana Ucrania”, cuenta
María Esther de Miguel.
Héctor Izaguirre repite otra
biografía y dice que la madre de la escritora era una hija de ucranianos nacida
en las colonias entrerrianas del Barón Hirchs. En una entrevista de Cristina
Mucci, comenta María Esther. “Mi mamá era hija de inmigrantes judíos que
también llegaron con sus dramas a cuestas, huyendo, no sé, de los cosacos, de
los progromos de Ucrania, y se habían instalado cerca de la ciudad de
Basavilbaso, que precisamente era donde mi padre estaba instalando la usina”. Y
luego explica que el ex ministro Carlos Vladimiro Corach “es de Las Moscas, de
donde era mi madre”. (La escritora Daniela Churruarín ha publicado dos libros
que permiten conocer mejor a María Esther).
Los progromos fueron
linchamientos masivos a grupos étnicos, por ejemplo judíos, que obligaron a
muchas familias a la emigración forzada hacia nuestro continente a fines del
siglo XIX y principios del XX. El lema de los ataques fatales solía ser “matad
a los judíos”. Sin vueltas.
El entrerriano por adopción
Alberto Gerchunoff nació el primero de enero de 1883 en Proskurov, hoy llamada
Jmelnitski, que en aquel tiempo pertenecía al imperio ruso y hoy a Ucrania.
Allí se han establecido dos centrales nucleares; la ciudad es blanco central de
la invasión rusa en este momento.
Ambas regiones se encuentran
en el oeste de Ucrania, cerca de Moldavia y Rumania. Según el momento de su
historia, pueden ser adjudicadas a Lituania, Polonia, Rusia, la Unión
Soviética, pero son hoy Ucrania, y están bajo ataque.
Sus miradas
María Esther era de
reivindicar derechos de pueblos ancestrales y señalar las arbitrariedades de la
invasión europea en su tierra, la Argentina. Se escucha en una entrevista con
su habitual sencillez y firmeza: “cuando mis padres se murieron, cuando fueron
a dar con sus huesos donde estaba un antiguo cementerio querandí, yo dije:
bueno, ahora sí, ya me siento bien de esta tierra, mis muertos donde están los
muertos que eran los dueños de esta tierra, los que supimos acabar, ¿no?”.
En esa charla (y esto al
margen), la descendiente de castellanos y ucranianos mostró su actitud de
combate a los atropellos en varias frases que sabía suavizar con una sonrisa.
Por ejemplo, sugirió que las casas contaban, antes, con una biblioteca, y
“ahora están los lomos de las bibliotecas en las casas de los nuevos ricos,
porque queda bien cierto airecillo entre snob e intelectual”. Mordaz, la
entrerriana.
Gerchunoff exhibe la
profundidad de su mirada en cada uno de sus aportes. ¿Cuánto de propio o
familiar? ¿Y cuánto de las llanuras, colinas, nieves de Ucrania, de las lomadas
del Montiel o las calles porteñas, para sus abordajes que nos pintan con tanto
amor? ¿Cuánto de la sinagoga y cuánto de los galopecitos en su tordilla?
Con prosa bella y entradora,
explica en su autobiografía la actitud de los mayores inmigrantes en las
primeras faenas en el campo argentino. “Ya no eran los míseros y tristes judíos
de Rusia, agobiados por el terror, envilecidos por la esclavitud. Caminaban
erguidos y rompían la tierra, que ya no regaban con lágrimas sino con sudor, el
sudor del labriego, de la buena fatiga… Los jóvenes se aficionaron pronto a la
faena campestre. No tardaron en adoptar los métodos indígenas y aprendieron el
empleo del lazo y de las boleadoras… Yo tenía una yegua blanca, ágil y ligera,
que arqueaba el pescuezo y galopaba de través, bajo la presión del freno, cosa
que hacía invariablemente al pasar ante alguna moza de la colonia”. Plácido, el
paisaje que los recibía y al que daban los inmigrantes sus mejores galas,
mechadas en la obra con profundas y bien narradas meditaciones adjudicadas a su
padre y a la vecindad, en la nueva tierra sin castigos. Ya en “Entre Ríos, mi
país”, reseña escenas bravas del campo entrerriano, delinea el carácter de sus
asuntos, sus debates, su condición cosmopolita, su dimensión espiritual
(imperdible), sus leyendas; muestra un conocimiento sereno de su gente, sus
artes, sus luchas; no se deja arrastrar por la tendencia al menosprecio de lo
propio que dura hasta hoy en tantos claustros. Y sin descuidar su prosa poética
se empantana por ahí en consideraciones políticas. “Después de las guerras de
la libertad lo esencial consistía en el desgauchamiento”, dice y, con matices,
parece derrapar hacia la ilusión colonial de la “civilización” contra la
“barbarie”. Pero si bien en la selección de nombres de déspotas y demócratas
nos confunde, detesta al autócrata, al dictador, y valora una condición que
considera propia del entrerriano, el meterse en todo, en lugar del famoso “no
te metas” que algún autor adjudica al porteño. Hay que apuntarlo, porque
estamos ante un ucraniano metido hasta la médula en la idiosincrasia argentina,
entrerriana; consustanciado con el pueblo que le brindó un abrigo y que ama.
Imperios coloniales
Ayer nomás, el macho
inglés, francés o estadounidense destruyendo los pueblos de Irak o de Libia,
para quedarse con sus economías, con el pretexto de los déspotas y de las armas
de destrucción masiva. Que las verdades a medias son el alimento sagrado de los
imperios.
Hoy, el macho ruso
usando y abusando de sus hermanos de Ucrania, a cuyo gobierno también le
atribuye peligrosas armas biológicas y cosas por el estilo. Abusando, como los hombres que frecuentaban a la
ucraniana Schura Kernerech de La casagrande. María Esther escribe con vuelo y
presenta con picardía, de modo aleatorio, otros abusos, en paralelo a la
prostitución por hambre. La casagrande “quedaba detrás de ese ombú, al filo
mismo del pueblo y como separándolo del campo ancho y abierto, liso y llano,
apenas detenido por una y otra chacra que habían podido resistir, Dios sabe
cómo, la invasión de los latifundios que reptando, arrasando alambrados y
ranchos y majadas, llegaron a instalarse en los límites mismos de las casas”.
Allí la casa, visitada sólo por varones, mientras las mujeres se dedicaban a
preparar la ropa y la comida…
Ese relato de la nieta de
ucranianos, una perlita de nuestra literatura, vuelve y nos interroga. Aquellos
que nos sentimos atacados hoy por el ejército ruso o por la OTAN en sus guerras
alternadas, somos herederos de otros que atacaron sin piedad, por aquí nomás,
del ombú para el fondo, a una Schura con abuelos pastores en las campiñas de
Ucrania. Somos nietos de los que naturalizaron el abuso; si guerra, soborno,
violación, hambre y destierro son piezas de un mismo rompecabezas.
María Esther lloraba por sus
mismos abuelos, como lo hacía por su vecina hecha un trapo que en el cuento es
más que vecina. Todo eso antes de temblar en su tumba hoy, por el nuevo
terremoto imperial arrancando de cuajo criaturas indefensas. Pero el cuento,
que la realidad supera sin dudas, nos pregunta quién tira la primera piedra.
Abusar del débil, de eso se trata: pasa en Ucrania como pasa en Palestina; pasa
en Libia como pasa en los pueblos kurdos. Los mismos ingleses que se rasgan las
vestiduras con razón por los atropellos de Putin (el pretendido macho alfa que
amenaza una y otra vez con desenvainar sus cabezas nucleares), han desoído sin
razón decenas de declaraciones de las Naciones Unidas para que su imperio
colonialista inicie conversaciones con una de las víctimas de sus andanzas: la
Argentina, en el Atlántico Sur. La guerra desnuda hipocresías coloniales y
transparenta el riesgo de explosión del mundo en un santiamén. Se están
cumpliendo 40 años de la guerra de las Malvinas y los invasores imperiales
tienen el desparpajo de presentarse hoy como víctimas.
Tulchin y Odesa
Gerchunoff vivió en la colonia
Rajil, cerca de Villaguay, un poco al norte de Las Moscas y Basavilbaso. Las
colonias judías tuvieron un desarrollo formidable en el corazón de Entre Ríos y
dejaron huellas en la organización comercial, las cooperativas, la salud, la
literatura y otras artes, la producción, los alimentos, la comunicación, la
educación, los oficios, en fin. Hay numerosos testimonios, pero la narración de
Gerchunoff es una vía incomparable para tocar las honduras de ese encuentro de
comunidades judías y criollas. “En la sórdida ciudad de Tulchin…”. Así comienza
la obra más famosa de Gerchunoff, “Los gauchos judíos”, ambientada en la Entre
Ríos conocida por las luchas autonomistas, federales, republicanas. Tulchin o
Tulchyn es una ciudad de Ucrania, bajo asedio ruso.
“En la sórdida
ciudad de Tulchin, perpetuamente cubierta de nieve, ciudad de rabinos gloriosos
y de sinagogas seculares, las noticias de América llenaban de fantasía el alma
de los judíos. Cuando algún rabino forastero predicaba en el
templo, cuando en los telegramas de algún diario de Odessa se hablaba de las
tierras lejanas del Nuevo Mundo, los israelitas se congregaban en la casa del
vecino más prestigioso para comentar con talmúdica gravedad los proyectos de
emigración”.
Eso escribía Gerchunoff hacia
1910 sobre su historia reciente. Para no perder el hilo, veamos lo que acaba de
declarar el actual presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, sobre la guerra:
“Se están preparando para bombardear Odesa. ¡Odesa! Los rusos siempre han
venido a Odesa. Siempre han sentido solo calidez en Odesa, solo sinceridad. ¿Y
ahora qué? ¿Bombas contra Odesa? ¿Artillería contra Odesa? ¿Misiles contra
Odessa? Será un crimen de guerra. Será un crimen histórico”. Un secretario del
Consejo de Seguridad agregaba que el plan del invasor consiste en “tomar ciudades
clave, desangrar a las Fuerzas Armadas de Ucrania, crear una situación de
catástrofe humanitaria para la población civil”.
Este tipo de violencia no fue
registrado y menos padecido aquí por los inmigrantes ucranianos de hace siglo
largo, pero era lo que habíamos sufrido poco antes de su desembarco, con las
invasiones diversas contra nuestros pueblos, desangrados en la defensa. Los
opresores de estos pagos no se llamaban Bush ni Putin, se llamaban Andonaegui,
Sarratea, Rosas, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca; y como se salieron con las
suyas se atornillaron en los pedestales y en las aulas hasta el día de hoy. Es
tal la tabla rasa que genera un triunfo militar sobre los pueblos sometidos
que, en nuestra tierra, señalar a los machos racistas, opresores y genocidas
cae mal incluso en las élites intelectuales colonizadas, renuentes a mover un
milímetro siquiera sus bronces manchados de sangre.
El historiador Pablo Camogli
dice que sólo en las guerras fratricidas murieron 100 mil personas en nuestro
país, en 430 batallas, hasta que se aseguró la continuidad de la colonia con
metrópolis en Buenos Aires (ciudad y provincia). Las primeras víctimas se
contaron en batallas registradas en Entre Ríos: Mandisoví en 1813 (Federación),
y el arroyo Espinillo en 1814 (cerca de Paraná); y las últimas en Entre Ríos
(defensa jordanista), y en Neuquen (genocidio del País de las Manzanas
gobernado por Sayhueque).
Eichelbaum, Efron, Peckerman
El primer párrafo transcripto
de “Los gauchos judíos”, en su capítulo titulado “Génesis”, que es el que abre
la puerta, adquiere hoy plena vigencia. Veamos cómo sigue el relato: “Jacobo se
acordaba de esas asambleas. Era el tiempo en que las leyes excepcionales se
multiplicaban en el santo imperio de las Rusias. Las picas de los cosacos
demolían sinagogas antiguas (véase aquí la coincidencia del relato de
Gerchunoff con la historia familiar de María Esther de Miguel Rosenthal, que
señaló persecuciones de los cosacos a sus ancestros)… y los viejos santuarios
traídos de Alemania -sigue Gerchunoff-, santuarios historiados, solemnes y
nobles, en cuyo remate resplandecía el bitriángulo salomónico, eran conducidos
por las calles en los carros municipales”.
Tomamos la vida de estos dos
periodistas y escritores como ejemplo en la relación ucranio-argentina, con
esta aclaración: trayectorias parecidas se encuentran a cada paso. Un caso:
César Tiempo, judío peronista nacido en Ucrania en 1906 como Israel Zeitlin.
Este autor se adelantó en versos a “La casagrande” de María Esther de Miguel al
narrar los sentimientos de una prostituta ucraniana. “Me entrego a todos, mas
no soy de nadie….”, leemos. Y muestra una inclinación decisiva a la
incorporación a la tierra que los recibía, pero con el orgullo intacto: “Yo
nací en Dniepropetrovsk”, dice uno de sus poemas, en valiente actitud de
resistencia al nacionalismo racista argentino de entonces. Hoy, llamada Dnipro
(a orillas del Dnieper, con una población como Rosario), su ciudad natal es una
de las urbes industriales pujantes de Ucrania, con sus aledaños bajo fuego hace
rato, por la guerra de guerrillas separatistas del Donbás (previa a la invasión
directa del presidente Putin). El cambio de nombre se debió a una decisión de
Ucrania: quitar de su toponimia la presencia simbólica de zares y bolcheviques;
pero es claro que el Estado ruso no ha visto con buenos ojos esa independencia.
Así como los
Gerchunoff, los Rosenthal, los Zeitlin, si indagamos en los padres y abuelos de
los entrerrianos Samuel Eichelbaum (dramaturgo, “Un guapo del 900”, “Pájaro de
barro”), Paloma Efron (Blackie, periodista, cantante), José Pekerman
(deportista, director técnico), y tantos otros
famosos o menos conocidos, seguro hallaremos huellas por el estilo, de víctimas
de la rusia zarista, principalmente, esparcidas por nuestro territorio, es
decir, convertidas en nosotros. Somos nosotros.
Y bien: intentamos mostrar la
prepotencia colonialista y sus víctimas, en un caso de estas horas tristes que
nos llenan de impotencia, a través de dos expresiones de la literatura
argentina, entrerriana, con testimonios de violencia narrados en primera
persona. Y sin negar que las estructuras creadas después de una invasión
“exitosa” tienden a ocultar las atrocidades del sometimiento y a hacer, de
monstruos, próceres. Así son las cosas en el mundo y en la Argentina. La
política, la guerra, los estados, no reconocen, entre sus fuentes, la verdad.
Daniel Tirso Fiorotto. UNO.
Domingo 13 de marzo 2022.