Las madres de las rutas, y un dolor que desarma el engaño
El tránsito convertido en una ruleta rusa con poderosos victimarios que se ocultan y revictimizan a las personas, para zafar. La pesadumbre de una madre que ha perdido a su bebé en el tránsito de las rutas es la más cabal impugnación del sistema impuesto. Mil tomos en defensa de estructuras y organismos de poder se diluyen a la primera lágrima, del valle de lágrimas en que nos desenvolvemos y el sistema oculta para sostenerse.
Un valle de
lágrimas, claro, y peor, por contenido, por negado. Como resultado de la
imposición vertical, nuestras comunidades se ven privadas del dolor.
Estremecidos en el
instante de la noticia, nos guardamos luego en la impotencia. En vez de
compenetrarnos, en vez de asumir que somos las víctimas de una tragedia
porque es nuestra vecina la mamá violentada, nuestro vecino el papá herido, y
ellos son nuestra comunidad, no: el poder nos obliga a tomar distancia, con
estadísticas manipuladas, con acusaciones a troche y moche, y es cierto que
nosotros solemos entrar en el juego perverso. Así, lejos de compartir el dolor,
sentir, hacer carne, solemos agregar pesares (como si se pudiera), preguntando.
Como en el clásico “qué habrán hecho”.
Salud preventiva
Las niñas, los
niños, la juventud esfumada en las rutas son víctimas no de un conductor, no de
un mecánico, y tampoco de una lluvia. Hay un sistema, es decir, un conjunto de
factores conjugados para dar como resultado la muerte en ruta. Y ese sistema no
se desactiva así como así, pero se abren posibilidades de desmantelarlo si
empezamos por tomar conciencia.
Por supuesto que
existen errores humanos, y también imprevistos. Pero las
estructuras de la política y la economía han intrigado para circunscribir el mayor
flagelo de la juventud, que es la muerte en tránsito, a un asunto de viales,
policías, conductores y azar, como si el Estado mirara de afuera, cuando
es el principal responsable en la Argentina y los demás países, por abandono de
las personas en ese ámbito.
La propaganda
dispensa al Estado, lo exime de su alta deuda, contraída con la vida al impedir
el ingreso de la salud a las rutas. Así de simple. Salud preventiva, que brilla
por su ausencia.
Ya en los
atropellos del ejército nacional, del Estado, sobre las poblaciones indígenas a
fines del siglo XIX en la llamada Campaña del desierto, los médicos que
acompañaban a las tropas advertían la importancia de la medicina para curar,y
también de la higiene para prevenir. No es nada nuevo, pero la premisa no alcanza
a las rutas, de modo que las policías suelen confundir la prevención con cobrar
multas.
El Estado está a
la hora de enyesar a un muchacho quebrado en el accidente, y no está un rato
antes para prevenir ese choque y salvar a sus cuatro compañeros que no iban a
contar el cuento. ¿No es la vida el principal objetivo del sistema de salud?
Por ahora, no, porque el sistema de salud
está proscripto en el tránsito y en la producción de alimentos.
Paren el mundo
“Paren el mundo, se
me cayó el ensueño”, dice un aforismo
del poeta Eise Osman. ¿No pararíamos el mundo, un segundo antes de cada
accidente de tránsito?
Sólo en la
Argentina mueren unas 20 personas por día, en promedio, y los países vecinos no
van atrás. Es evidente que el mundo tendría que paralizarse por completo de
manera permanente si nos propusiéramos curarnos de esta enfermedad (quedó claro
en pandemia). Y como eso es imposible, nos queda un remedio: cambiar el
sistema. ¿El sistema vial? No. Nuestra gurisada muere en ruta por un desorden
en el sistema de salud que, en su encierro, expresa el conjunto.
El sistema de
salud hace agua. Como la justicia, la seguridad, tanto como el periodismo, y
estamos diciendo mucho (no peores que la economía). Es muy pero muy evidente, y
sin embargo la arrogancia del sistema, que incluye a profesionales, expertos,
políticos, empresarios, colegios, niega las evidencias y en el mejor de los
casos pretende tratar con parches una debilidad de los cimientos. Ahora, ¿la
conciencia de una persona, una mujer, un hombre, en ese mundo, cambiará el
sentido de las cosas? A eso lo responde el refrán: una golondrina no hace
verano. Los voluntarismos sirven pero no alcanzan, es la conciencia compartida
la que puede revertir este flagelo.
Por ejemplo: si
una de las diez medidas esenciales para superar este cáncer social fuera
reducir la velocidad, hoy no podemos adoptar esta decisión en soledad, porque
el automovilista que decida viajar a 70 kilómetros por hora se encontrará con
muchos más riesgos que el resto, dado que estará en situación de sobrepaso en
todo momento. Es decir: a la velocidad la bajamos todos, o no reduciremos el
número de muertes. Por bienintencionada que sea, la iniciativa personal no
modifica las cosas.
Un insulto
¿Que el sistema es
arrogante? Un grupo de cinco periodistas señalaban cierta vez en Canal 11 de
Paraná el peligro de los colectivos urbanos que subían y bajaban pasajeros,
incluso niños y niñas de las escuelas, y transitaban con sus puertas abiertas.
Al primer barquinazo que los agarrara desprendidos, ya sabemos. Pues bien: a la
semana ocurrió en la misma ciudad un hecho desgraciado con un alumno que
viajaba a estudiar, entonces la autoridad pública obligó a los colectiveros a
cerrar las puertas…
Si no fuera por la
arrogancia y la burocracia, ese niño estaría vivo. Como veremos más
abajo, esta actitud de los sucesivos gobiernos es
propia de la estupidez humana, una condición muy propia de esta especie. Y una
expresión de esa estupidez es la compartimentación. Uno atiende al
niño, otro a su mochila, otro al colectivero, otro al colectivo, otro a la
vereda, otro estudia el clima y otro el tránsito. Para imaginar el momento en
que el niño puede caer, en ese sistema absurdo se necesitaría una “Secretaría
de niños que se pueden caer del colectivo”.
Es desde este
criterio antojadizo y naturalizado, es desde este disparate, que el flagelo de
la muerte en ruta, aquí y en otros países, no puede sanarse. Y esto se entiende
si decimos que en el ejemplo ofrecido, del muchacho quebrado, el sistema de
salud fracasó por completo, porque su éxito se hubiera visto en la felicidad de
esos jóvenes y de sus familiares en el reencuentro.
Es que el sistema
de salud debe ser integral. No funciona si sólo cura al quebrado, o le da un
remedio al niño que está en una crisis respiratoria por el riego con sustancias
químicas peligrosas en el agro. El sistema
de salud debe atender la ruta para prevenir el choque, debe atender la
agricultura para que los alimentos y la producción de esos alimentos sean
saludables, debe atender la biodiversidad y adentro la comunidad. La
salud sólo curativa es un insulto a la inteligencia. La muerte en ruta y las
enfermedades o las malformaciones por agrotóxicos exhiben el fracaso. Lo demás
no debe ser menospreciado, claro, pero es sólo una parte.
La temible
planilla
La Argentina
imprime cada 1ro. de enero, todos los años, una planilla con cinco mil
casilleros, que puede extenderse a diez mil, para registrar las víctimas del
tránsito. Allí comienza esta ruleta rusa. Nadie sabe los nombres, pero todos sabemos
que entre cinco y diez mil vecinas y vecinos, mayoría seleccionados en la niñez
y la juventud, completarán ese trámite. Y que otras cien mil personas llenarán
los formularios de los deudos: huérfanos, huérfanas, mamás, papás, novios,
novias, hermanas, hermanos, amigas, amigos, compañeros, comunidad… Cuántas de
esas personas morirán sin haber muerto, para empezar un difícil repecho hasta
comprender que son víctimas de la misma fatalidad.
No, no es un
terremoto, es la sociedad humana que no logra organizarse, que tiene en tensión
sus placas tectónicas y de tanto en tanto explota en las rutas. Hemos ido
naturalizando más o menos esta terrible realidad. Un día nos toca la puerta y
es el nombre nuestro el que llena la planilla. Digo el nombre nuestro, que es
el nombre también de nuestra gurisada.
Los deudos se
golpean el pecho. Los gobiernos acusan a otros. Las comunidades están
prisioneras de constelaciones de funcionarios que, como los perros del
hortelano, no comen ni dejan comer. Y es que la vecindad podría abordar este
flagelo pero el Estado toma para sí la responsabilidad y no la ejerce. Todos los espacios donde se trituran las vidas
inocentes están bajo responsabilidad del Estado, y el Estado siempre encuentra
alguna excusa para culpar a alguien. Las rutas no funcionan, las
rutas matan, y la sociedad se ha organizado en el Estado (supuestamente) para
abordar los problemas comunes, pero ese Estado se desentiende y señala a otros.
Si el Estado
asumiera su ineficiencia devolvería a la comunidad los tramos vecinales de cada
ruta para que la vecindad, sin fines de lucro, buscara modos de superar este
flagelo. Y decimos los modos, porque son innumerables las vías para salvar esas
vidas, para dejar vacíos esos casilleros de las tristes planillas.
Hemos denunciado
en este espacio que sólo en un semáforo en la intersección de la Ruta nacional
12 con el acceso a San Benito se cometen medio millón de infracciones por año.
El estado, que es el responsable de cuidar la vida de los inocentes, no se hace
cargo de esa protección y todo queda a merced de nadie. Entonces el inocente
que se cuidaría al cruzar una bocacalle, confía en la autoridad que colocó las
luces y pasa sin imaginar que esa autoridad no lo es, y que por mil motivos hay
muchos que pasarán en rojo.
Existen semáforos
encendidos durante la noche y puede constatarse que el 90 % de los
automovilistas y motociclistas los ignoran, por razones a veces atendibles (la
inseguridad, por caso). Pero siguen allí, en vez de quedar intermitentes. Así
es como, en lugar de organizar el tránsito, el Estado pone en riesgo la vida.
Lo mismo pasa con su ceguera ante los conductores temerarios.
Días atrás
escuchamos a funcionarios del Estado
nacional cuestionando a "Luchemos por la Vida", la entidad que más
nos ha enseñado a cuidar la vida en las rutas, por una diferencia en el
número de víctimas. En vez de escuchar, el Estado cierra filas y muestra los
dientes.
Especie chocadora
Las diversas
doctrinas, los diversos modos de organizar la sociedad, no han dado en el clavo
para erradicar el sinsentido de la muerte provocada por un sistema que, en este
punto, nos interroga a todos por igual. La muerte en ruta nos cruza, es un
crimen del sistema que interpela a la humanidad. En algunos países se muestra
más atenuado pero estamos lejos de erradicarlo.
Erradicar el
flagelo, claro, si hay tantos ejemplos de especies que no se chocan. ¿Hay que
decirlo? No mueren los peces por chocarse, no mueren las aves, las mariposas
por chocarse; no mueren las vacas ni los caballos ni las babosas ni los árboles
ni los tiburones por andar en la vida. No: el absurdo del sistema es tal que
nos lleva a pensar que la humanidad se diferencia de las demás especies por
matarse en el camino, es decir: por los choques. Unos dicen la razón, la
inteligencia, la risa, y hasta ven la diferencia en la estupidez. Y bien, ¿se
chocan las otras especies?
Claro que las
familias humanas caminan como cualquier viviente. El problema está en las
rutas, en el sistema, no en las personas individuales. Los organismos de poder
hacen hincapié en problemas mecánicos y errores individuales para diluir su
responsabilidad en el conjunto. Así es como las víctimas cargan con la
revictimización desde la perversidad del poder, que es su verdugo.
Ahora: las
víctimas están entre nosotros. Nadie queda entero cuando muere un hijo, una
hija; y nadie se marcha por completo: este es el mundo, es uno, aquí estamos,
aquí nos manifestamos de mil maneras diversas. Las víctimas tienen todo para
decirnos, y nos encuentran con el corazón cerrado. Somos el aire, somos la
arcilla, somos el arroyo; hoy nos expresamos con una sonrisa, mañana con una
lágrima, otro día a través de un trino o del murmullo de las olas. Lo que se
escucha ahora es un silencio atronador. La Argentina se cierra. El mundo se
cierra ante el flagelo. Pero no será para siempre.
Max Neef nos ayuda
¿Por qué el
sistema no cambia? Porque está anclado a estructuras que se retroalimentan,
desde concepciones vacías, incoherentes, pero atornilladas. Si el sistema
menosprecia la mirada integral, si se obsesiona con las especializaciones, el
resultado es la atomización, el desconcierto.
Manfred Max Neef
encontró en la estupidez la principal característica del ser humano. Exclusiva,
no compartida con ningún otro ser vivo. Y observó en los economistas clásicos
el sumun de la estupidez.
Este lúcido
chileno vio que no era el alma como le decía su profesora, que no era la
inteligencia como le decía otro profe, que tampoco era el humor como a él se le
ocurrió en cierto viaje, hasta que un día su padre le sugirió: “prueba con la
estupidez”.
“La primera
condición para ser estúpido es ser inteligente… el acto estúpido consiste en
hacer algo en contra de las evidencias que tu tienes… todos tenemos
perfectamente claro lo que no hay que hacer, pero lo hacemos. El fondo, fondo,
fondo, de por qué estamos como estamos es la estupidez humana”, dice Max Neef.
El pensador no
propone erradicar la estupidez y aclara: “pero hay estupideces y estupideces”. Para
dar ejemplo, apunta que en España la presión de la estupidez sobre los
marginados llevó a muchos al suicidio, y el país contó más muertos por suicidio
que por accidentes de tránsito…
Lo que no dijo, en
una conferencia que tenemos a la vista en las redes, es que tanto el pedirle
más austeridad a un menesteroso como el insistir con el sistema de tránsito
fatal son dos caras de la misma moneda: la estupidez. Y no de todas las
personas, sino principalmente de las que tienen responsabilidad política,
económica, las que sostienen el sistema y se niegan a revisarlo.
Lo de Max Neef nos
está mostrando una condición altamente preocupante: que la estupidez está casi
en nuestra esencia. Nos define. De modo que atenuar su impacto sobre la vida
social es toda una tarea. Quizá no erradicarla, pero sí orientarla un poco para
salvar a tantos, a tantas, del valle de lágrimas.
¿Cuánto mide el
dolor?
Max Neef hace
referencias a la economía y afirma que es un engaño. Nosotros estamos mirando,
en ese ámbito engañoso, el tránsito por las rutas.
El chileno explica
que la economía que nos enseñan hoy no es tal, y en base a obras de Aristóteles
indica que lo que conocemos por economía es crematística, es decir: ganancia,
crecimiento, cantidad, por encima del cuidado de la casa común.
Y bien, a nuestros
fines (en esta columna dedicada al sistema de muerte en tránsito), ¿no veremos
en la estupidez humana, y en esta confusión de economía por crematística, una
de las fuentes del valle de lágrimas?
Dejamos para otra
vez analizar qué involucra eso de supeditar la economía a la crematística,
porque a poco veremos que se trata del interés de banqueros, industriales,
comerciantes, exportadores, constructores, industriales, corporaciones,
políticos como socios menores; de grandes volúmenes en las finanzas y en el
transporte, todo acumulado sobre las rutas, pero también de uno de sus
ingredientes: nuestro consumismo, nuestro apuro, nuestra decisión de entrar en
el juego utilitarista sin observar la sustentabilidad, y apilarnos en las
peligrosas rutas con la peregrina creencia de que no serán nuestros nombres los
que llenarán la planilla trazada cada 1ro. de enero.
Creer que el
Estado regulará los deseos personales y grupales para alcanzar el bien común es
otra creencia. Como creer que el Estado es público. Un bestial sistema de
propaganda sostiene y promueve este largo macaneo. Y como de creencias se
trata, no entran en el campo de los fundamentos y la refutación. Si unos
agachamos la cabeza ante los designios de Dios, otros la agachamos ante la
potestad del Estado, que nos ha hecho creer que es bueno y no hay nada mejor a
nuestro servicio, aprovechándose, claro, de nuestra candidez.
Es de suponer que
la economía clásica calcula de esta suerte: el transporte y los viajes y la
velocidad de las comunicaciones dan 10 metros de placer en el hedonómetro; la
muerte en ruta da 9 metros de dolor. Resultado: hemos gozado de un metro de
felicidad. Con esta calculada estupidez a la enésima podría explicarse el
absurdo del sistema actual. Para una mirada serena, comprensiva, un millón de toneladas de fierros y otros
mil cupones turísticos no se comparan con el dedo meñique, pero el
desierto de la economía dominante está vestido con impermeables, y la vida es
húmeda.
El Estado vive en
simulación, y se pinta para parecer natural. Es difícil, siquiera, esperar un
sinceramiento de los protagonistas de la farsa porque reconocer que esto no
funciona equivale a ponerse a trabajar en otras vías, y eso obliga a salir de
la inercia de los que creen tener el mango de la sartén: legisladores,
ministros, jueces, fiscales, policías, partidos, en su mayoría funcionales
(como nosotros los periodistas) a un Estado que no funciona (con excepciones,
claro). Así, ante la explosión de las noticias
diarias, la precariedad del Estado va por multas, denuncias, cárceles, e irá
por el cadalso y la guillotina, es decir: no encuentra nada a mano para
anticiparse y abortar los próximos títulos. Simula y reprime.
Futuro ancestral
Apenas nos libremos
de cantidades y volvamos al sentido de cualidad y comunidad, veremos que el
sistema actual está conducido por el área estúpida de la condición humana. Eso
es coherente con un postulado del neurocientífico cordobés Roberto Campitelli,
que en un libro editado junto al paranaense Fortunato Calderón Correa, titulado
“Consciencia de especie. Mente y no mente”, sostiene que el ser humano no está
usando lo más avanzado de su cerebro (neocórtex, prefrontales), bien preparado
para la amistad y el amor, y en cambio se estancó en la fuente más cercana a su
etapa reptil, oportunista. Calderón Correa apunta que aquella condición para la
armonía está, sí, en los pueblos ancestrales, comunitarios, integrados a los
ciclos y ritmos de la naturaleza, lerdos y sin tabiques para la comprensión.
Por lo que podríamos concluir (digamos) que los pueblos
ancestrales usan lo más lúcido del cerebro y el occidente moderno, en cambio,
parece echar cola, con su individualismo, su apuro, su vida en compartimentos,
su sistema de choques.
Conclusión: que el
sistema nos amontona en las rutas y a la vez nos echa la culpa de los
resultados de ese infierno. Y no sólo eso: nosotros naturalizamos la
aberración, y le seguimos dando crédito al sistema y a sus ultra-ineficientes
compartimentos estancos.
El sistema no
cuida la armonía, no procura la armonía, ataca la armonía; el sistema se burla
de la armonía, privilegia la crematística, se ahoga en un vaso; y nosotras,
nosotros, en el medio, metidos en esa aventura, sumergidos en el valle de
lágrimas, tratando de no hacer carne la desgracia que es nuestra y que solemos
considerar ajena.
Y bien: tomamos
conciencia de este flagelo por la peor de las vías. En vez del advertimiento
que se estimula en una rueda de mate, necesitamos del choque fatal para activar
nuestros reflejos dormidos. Qué pena.
Por eso nuestro
reconocimiento a las niñas, a los niños; nuestra oración a la Pachamama por
esta bella y sentida gurisada que, apenas nos descubre desprevenidos,
desarmados, con el corazón abierto, viene y nos despierta desde su
aparentemente corta y verdaderamente honda existencia.
Daniel Tirso Fiorotto. UNO. Domingo 27 de Marzo de 2022