Comunidades que soplan un aire para todos, desde la tradición

Aunque el poder, en su afán de dominio, incita a la fragmentación, las comunidades tienen fisonomía propia y fibras compartidas con otros, como ocurre con nuestro pueblo tagüé con una línea histórica de 12 mil años y más, si consideramos al ser humano integrado a expresiones de la biodiversidad con arraigo de millones de años en este territorio.

  

Jorge Enrique Martí era un entrerriano nacido afuera de esta provincia. Su entrerrianía, honda y sincera, aunque con cuna rosarina. “En mi guitarra levanto los rumores provincianos porque me tiembla en las manos la tierra que quiero tanto”. No pocos estudiosos de la esencia de nuestros pueblos antiguos y vigentes en este suelo explican la pertenencia de las personas de hoy a estas culturas por varias vías, sea por vivir en comunidades ancestrales y contar con abuelas y abuelos de esas culturas, o por decisión propia. La auto percepción como línea, más allá de lo que diga un papel o la piel.

Eso equivale a saberse uno en un ambiente, en un aire, reconocerse en el paisaje, en la comunidad. No es usurpar, no es vestirse de… Es ser, sencillamente, y admitirlo con cierto orgullo manso, como decía un poeta.

 

La historia abraza

 

Cuando las diversas comunidades antiguas y vigentes reclaman un territorio porque sostienen con gran lucidez que la persona no puede vivir sin un lugar apropiado, no puede desplegar sus condiciones, esas comunidades no buscan generalizar ni dar consejos, pero están hablando de la mujer y el hombre, del ser humano. Eso incluye a los unos y a los otros.

En la Argentina, las Jornadas de Indianidad realizadas en 1984 (pleno reverdecer democrático), concluyeron con un mensaje central: “Los indios reclaman la tierra por cuanto su existencia separada de ella no tiene sentido”.

Esa frase cuadra a un mapuche, a un guaraní, a un charrúa, a un kolla, a un diaguita, y también a un campesino criollo, gaucho, gringo, mujer u hombre, o a cualquier familia que haya caído en el encierro de la modernidad, el hacinamiento con todos sus riesgos y sus enfermedades.

Unos se dan cuenta, lo tienen más presente, otros han perdido la huella, no advierten la fuente de sus males crónicos en virtud del desarraigo seguido del destierro.

Para 1984 habían pasado ya casi 500 años de lucha por la emancipación, de modo que no debiera sorprendernos aquella declaración en el encuentro indígena realizado en Buenos Aires. “Por sus derechos inmemoriales sobre ella (la tierra). Y por ser indispensable para su subsistencia y su integridad como Nación su relación con ella responde a la cosmovisión propia de los pueblos indios que consideran a la comunidad humana como parte integrante de la naturaleza y no su propietaria administradora”.

Cuánta sabiduría, qué aire fresco para todas las argentinas, todos los argentinos, sin excepción. Somos parte de la naturaleza, y desprovistos de un lugar apropiado estamos fritos.

 

Saberes sin patente

 

Las castas dirigentes que de uno u otro modo se benefician con el estado de cosas quieren, claro, circunscribir el reclamo genuino a unos pocos. Que la idea no cunda en toda la sociedad. Entonces pueden morigerar el impacto del reclamo con medidas muy restringidas, y continuar con el sistema. Es decir: la división les sirve. Si la movida indígena insiste, será cosa de ceder algunos derechos a esas comunidades.

Los pueblos del mundo despliegan conocimientos que no adjudican a tal o cual persona, a un individuo. Los saberes no son patentados. ¿Quién dijo que la existencia de una persona no tiene sentido si está aislada de la Pachamama, de la madre tierra? Nadie en particular: es una tradición sin dueño y encierra la mayor sabiduría, no sólo para el grupo que preservó esos principios sino para la humanidad, con las diferencias propias de cada comunidad, por supuesto.

Una familia de origen qom hacinada en un barrio de Buenos Aires no se siente cómoda sin territorio, sin comunidad, y algo similar le ocurre a una familia de cualquier origen que padezca el amontonamiento ahí, en su vecindad. El hacinamiento no elige el color ni pregunta historias personales para hacer daño.

Es cierto que, como dicen algunos sociólogos, hay discriminaciones y opresiones que se potencian con otras. Han llamado a este efecto interseccionalidad.

Los saberes de los pueblos originarios hacen hincapié en el territorio, en la armonía del ser humano dentro de un paisaje, de modo que les sale auténtico señalar esa necesidad, el territorio, el ambiente, cuando además es evidente que sus ancestros fueron despojados a sangre y fuego. Nuestras comunidades comparten ese aire antiguo y siempre renovado con el resto de la humanidad.

Lo mismo cuando una organización ambiental o una comunidad de originarios reclama por la defensa de un monte o de los humedales: ¿lo hace para beneficiarse o lo hace porque es un principio que involucra a los árboles, las hierbas, los peces, los pájaros, las arcillas, el agua, las personas, sin distinción? Allí también, aire fresco y para todas y todos.

 

Palmear la espalda

 

Pero volvamos a aquellas Jornadas de Indianidad, porque en verdad sus conclusiones no tienen desperdicio, y están vigentes a pleno. En la mesa de trabajo 2 del encuentro, referida a derechos socioeconómicos, se lee: “reconocimiento de la organización familiar y comunitaria y exigir el respecto a esa forma de organización, base de la ancestral idiosincrasia de los pueblos indios”. Y en la mesa 3 sobre derechos culturales: “Es preciso reconocer que este país es un estado multiétnico y pluricultural”.

Ya decíamos aquí hace casi 40 años lo que en Bolivia y Ecuador incorporaron a las respectivas constituciones hace poco. Tierra, paisaje, comunidad, pluralidad de naciones, crítica al estado-nación que uniforma, que menosprecia las diferencias regionales e impone los criterios de la metrópolis colonial. ¿Qué pasó con las reflexiones de esas jornadas? Sin dudas el poder palmeó la espalda de los participantes, al tiempo que archivaba los saberes. Lo típico. Hasta hoy.

Veamos lo que señaló entonces la mesa 4 de política y organización, en aquellas Jornadas de la Indianidad, sobre los habitantes del Abyayala: “se resume su filosofía en una dialéctica de opuestos, no antagónicos sino complementarios, guiados por una visión unificadora del ser humano con la naturaleza toda y el cosmos… La unidad cósmica y existencial es ley de la naturaleza y motor de la historia”.

Desde la lucidez de nuestros pueblos ancestrales estamos recibiendo pues un aire que involucra a todos sin excepción. Por ignorar estos consejos, por caso, sólo en Entre Ríos en estas tres décadas y media perdimos no menos de 350 mil hectáreas de bosques nativos. Millones de árboles con sus habitantes.

Todas estas frases luminosas quedaron guardadas en archivos inaccesibles o en libros para pocos. Los poderosos de los sucesivos gobiernos y de las demás instituciones occidentales (partidos, sindicatos, corporaciones, universidades, medios masivos) habrán dicho “estos indios, tan románticos”, para luego pasar a otra cosa. Pero los indígenas no se miran el ombligo, no hablan sólo para ellos.

Cuando las comunidades ancestrales dicen vivir bien y bello, buen convivir, no se refieren a ciertas y determinadas sociedades aisladas. Todo lo contrario: la armonía y la complementariedad son principios de la relación de la mujer y el hombre con su entorno, con el resto de la biodiversidad. La mujer y el hombre. Sería un contrasentido que una comunidad respetara el monte por principio, y no le importara que la otra de al lado lo talara… Que una se inclinara para pedir permiso al río y la otra de al lado le pasara las redes hasta colarlo, sin compromiso alguno.

 

Ser con el otro

 

Cuando decimos pueblos antiguos y vigentes de este suelo, estamos diciendo que la historia de este territorio (y hablamos del litoral, de la cuenca Paraná-Uruguay, por dar un caso), es milenaria y ha recibido fuertes cimbronazos pero, por una serie de razones que sería largo enumerar, la línea se mantiene. De manera que las personas y comunidades que hoy recuperan saberes, modos, relaciones, símbolos que fueron tergiversados u ocultados, lo que hacen es dar continuidad a la historia, reconocerse como miembros de esa historia en este territorio. No sólo son parte de este paisaje sino que además quieren serlo, como decía el entrerriano Jorge Enrique Martí. “En Entre Ríos sentir el pulso fiel del hermano y con orgullo entrerriano en Entre Ríos morir”.

Si el ser humano es con sus pares; si somos personas junto al otro, a la otra, si el otro es nuestro complemento; y si nos sabemos parte de un ecosistema, de modo que nos alimentamos, caminamos, soñamos, producimos, danzamos, conversamos, siempre en relación con otros seres (árboles, aves, piedras, ríos, insectos, etc), entonces la historia del ser humano en un territorio está relacionada con comunidades y esas comunidades no están separadas del suelo, el agua, el aire, los ríos, esas piedras, esos pájaros, esas palabras, esos ritmos…

El invasor intentó y no logró exterminar a las comunidades, las personas, los modos, las manifestaciones diversas de la naturaleza, y hay comunidades que aún en la derrota buscan recuperar su centro; entonces la historia es una y es milenaria. No habrá acuerdo sobre aspectos de un pasado remoto, claro, pero ¿acaso hay acuerdo sobre aspectos de asuntos recientes, o actuales?

Al invasor le reprochamos genocidio, etnocidio, ecocidio, epistemicidio. Uniformarnos hasta en el modo de pensar, distribuir categorías y prestigios, es propio del colonizador. Y el mejor argumento para continuar con esa farsa consiste en aceptar a regañadientes las críticas de las comunidades recuperadas de pueblos originarios pero acotar sus reclamos a esa comunidad. Nada de propagar esas ideas raras.

Días atrás escuchamos a un político español decir que los indígenas que él conoce son distintos de los que siguen al candidato ecuatoriano a la presidencia, Yaku Pérez. El colonizador, en este caso de izquierda, se toma el atrevimiento de señalar quién es y quién no es. Entre los opresores, para el indígena siempre habrá un pero.

 

Somos y queremos

 

Desde estas reflexiones, digamos: nosotros pertenecemos a una humanidad que vive en las costas de los ríos Paraná, Uruguay, Gualeguay, desde hace no menos de 12.000 años, y se ha caracterizado por la vida comunitaria, la relación estrecha con el monte y el arroyo y los bañados, la resistencia a las invasiones, la hospitalidad, el trabajo grupal y celebrado, la simbiosis con otras especies, a través de distintos grupos y por siglos.

Hay referencias a la presencia humana de por lo menos 12.000 años, y manifestaciones comunitarias en cerámicas, alimentos, obras de ingeniería, con gran intensidad y difusión desde hace 2.000 años. Allí están nuestras raíces.

No sólo allí, claro. Hay encuentros que dieron comunidades distintas, hay expresiones culturales que se mantienen y conviven con otras. De ahí la expresión cheje, que dice Silvia Rivera Cusincanqui, para señalar que no es necesario el crisol, la mezcla, para sostener una identidad múltiple, de miembros que interactúan, se potencian de manera positiva, dialogan. Como ocurre con los colores que permanecen bien nítidos pero juntos en una gallina bataraza, por caso.

 

Víctimas

 

Nuestra conciencia sobre el Abya yala (América), este mundo redondo que es el Abya yala con vínculos estrechos con el resto del universo, sea con la humanidad o con otras manifestaciones de la vida; nuestra conciencia nos da una pertenencia sin dudas a este territorio del que somos una manifestación. La mayoría de nosotros y nosotras nacimos aquí, nuestras madres, nuestros padres nacieron aquí, y así abuelas, abuelos… Poco tienen que ver nuestros apellidos, sean castellanos, italianos, alemanes, árabes, franceses, vascos, catalanes, lo que fuera: esa conciencia honda de pertenencia es lo que nos da fuerzas mutuamente para vivir a pleno esta relación bellísima entre las comunidades, las personas, en este paisaje, adentro. Somos un pueblo milenario, uno y múltiple.

Nosotros pertenecemos a ese pueblo que llamamos Tagüé, en esa línea histórica de 12.000 años como mínimo y de muchos años más si nos contamos dentro de los humedales, dentro del espinal, adonde el ser humano llegó de manera más reciente pero encontró muchísimas cosas ya organizadas: el curso de los ríos, la alimentación de las aves y los peces, las estaciones, las hierbas, los árboles, el tiempo de los frutos…

Nos expresan el ceibo, la banda roja por la sangre derramada por la independencia; el cóndor, padre del ayllu, el hornero por el trabajo colectivo, el tero por la voz de alerta, el cardenal por el color autonomista, el sol que está en nuestra bandera a pesar del poder colonial que trata de disimularlo; el sol, luz y calor. Nos expresan símbolos cuyo significado por ahí se nos escapa, como las imágenes repetidas de peces y loros en la alfarería, por caso. El sistema ha querido que muchos de nosotros estemos un tanto aislados, con formas de trabajo que a veces no son colectivas y festivas, pero en ello somos víctimas, no es que elijamos esta condición. El sistema decimos, y aparecen con nitidez allí el Estado y el capital, incompatibles con la conciencia y la vida comunitarias.

 

El mate

 

Por eso, algunas estructuras de opresión heredadas no dan derecho a nadie a quitarnos esta condición de pueblo milenario en estas arcillas, con el monte, con los ríos. Una tradición milenaria como el mate nos recuerda a cada hora esta pertenencia. Es imposible renunciar a nuestra historia en este suelo, como es imposible renunciar a las esencias. Un misterio como las cabezas de loro/pez que decíamos en las cerámicas orilleras nos reúne, aunque en algunos casos hayamos perdido algunas explicaciones racionales, pero en lo hondo del corazón sabemos que hay allí un fogón que nos da esta fisonomía y nos estimula.

Somos, cómo no, los hijos de Zumbí y de María Remedios del Valle. África llegó aquí por todas las vías posibles, por las corrientes migratorias que salieron de ese continente hace decenas de miles de año, y por los barcos atestados de esclavizadas y esclavizados, y por las migraciones del oeste de África, el Este, el Norte, o a través de las islas Canarias, con sus tradiciones en ritmos, palabras, alimentos, vínculos con el resto de la naturaleza.

Y no despreciamos a los abuelos y las abuelas que, en las migraciones del mundo, llegaron a este suelo a cultivar el trigo y ordeñar las vacas. El pueblo Tagüé es bataraz, muestra encuentros notables de culturas diversas, y muestra puntos de distintos colores en convivencia que no tienen por qué fundirse; cada cual, una vertiente preciosa, y en eso tiene una identidad sin dudas nuestro pueblo. Cheje, diríamos. Bataraz.

La tradición de la hospitalidad de la mujer y el hombre de las islas, la tradición de la minga en nuestras lomadas y barrancas, bien registradas por nuestra literatura, y la tradición de la gauchada nos fortalecen en el plano social, ya que en el plano del conocimiento y la pertenencia al paisaje el mate lo dice todo porque nos permite trascender fronteras y tiempos.

 

En el fondo de los tiempos

 

También el amor por las expresiones diversas de la naturaleza que los pueblos antiguos depositaron en nuestra condición de criollos; amor manifestado en esa poesía de Rizzo: “si hay leña cáida en el monte/ yo no vya voltiar un árbol/ po’el aire no puedo dir/ de no, ni pisaba el pasto”. Ahí está nuestra esencia en palabras. Mínima invasión. ¿Charrúa, guaraní, africana, gaucha? Todo ello y mucho más, porque en nuestra cultura Tagüé conviven en sinergia diversas expresiones que si uno pudiera seguir hacia el pasado constataría que se pierden en el fondo de los tiempos, en este suelo y en otros rincones del orbe.

Hoy, siglo XXI, la biodiversidad clama contra los ataques al ambiente y contra la apropiación. Y los seres humanos claman por un espacio donde desplegar sus vidas, vengan de donde vengan, se llamen como se llamen. Claman contra diversas expresiones de racismo y opresión, a veces en intersección, potenciadas unas a otras.

Desde nuestro pueblo Tagüé, con tradiciones que son de este suelo pero que coinciden con tradiciones de los más distantes pueblos del mundo, como el “nadie más que nadie”, la armonía, la gauchada, la resistencia, podemos decir que el hombre y la mujer son de la tierra y que el sistema imperante, colonial, busca destruirnos por todos los medios a su alcance, busca dividirnos y busca distorsionar nuestra condición a través de su mirada en compartimentos estancos. El sistema nos quiere divididos, cada cual luchando por presuntos derechos partidarios, sectoriales, grupales, étnicos, y desconfiando del otro, de la otra.

Nuestras comunidades cercanas en el tiempo o en el espacio, en un lugar, con nuestro modo de vida, se expresan también en asambleas, centros de estudio; grupos virtuales, artísticos, de trabajo, sostenidos por fuera del sistema occidental eurocentrado individualista capitalista, que tan bien expresa el Estado-Nación vertical, uniformador. El poder nos quiere divididos, occidentales, mirando a Europa, obedientes, pero por todos lados abrimos grietas hacia el milenario pueblo Tagüe.

 

Daniel Tirso Fiorotto. UNO. Sábado 13 de febrero de 2021

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