EL CARACOL NO SE APURA NI DEJA FUERA DEL PAISAJE AL SER HUMANO

Introducción a la antropología ambiental: lugar al lugar (Parte 2, de tres). Concretamos otro tramo del paseo por nuestra biodiversidad y la relación del ser humano con los arroyos, los árboles y los símbolos más queridos, en el litoral.

 

Habíamos comenzado el viaje de noche, con permiso de una lola (pez pulmonado) y una comadreja y sus crías en el sur, en una suerte de antropología ambiental aplicada. Hoy seguimos de noche, ya en los palmares, con la mariposa nocturna, de los esfíngidos, de bello traje aterciopelado, dispuesta a desovar en las enredaderas.

Allí nace el marandová y se pone pipón hasta convertirse en un hermoso gusano verde con decorados violáceos en diagonal, y enterrarse luego para volver en otra bella mariposa nocturna, cumpliendo el círculo de la metamorfosis.

Conocer por conocer, es una expresión de soberanía, de resistencia al utilitarismo. En eso estamos aquí, con las mariposas.

Enterada del nacimiento del marandová, la avispita llamada Cotesia acude al encuentro y lo parasita con cuarenta puñaladas, cada cual con su respectivo huevito. El marandová intenta librarse del ataque, pero Cotesia pone los huevos con un virus que vive sentado en su ADN, cosa increíble. Se supone que esa asociación viene de los tiempos de los dinosaurios. Ese Bracovirus sólo expresa su individualidad en la puesta, y anestesia al hospedante. Cuando el gusano recobra fuerzas, los huevos de Cotesia ya están fijos. La larva de la mariposa caerá desahuciada, y en sus restos explotarán los hijos de la avispita. No todo es un camino de rosas entre nuestros semejantes, claro está, como no lo es en nosotros. Y estamos hablando de la biodiversidad del litoral, de nuestra provincia de Entre Ríos. ¿Cuánto nos dicen nuestros semejantes?

 

Arriando banderas

 

Murciélagos y mariposas nocturnas, dijimos, y ya asomado el sol nos asombra en los palmares una colonia de banderas argentinas en un vuelo azaroso de alas plateadas con rumbo cierto. Fueron larvas rojinegras en el coronillo y otras pocas especies, hoy son pañuelos al aire. Qué regalo.

¿Cuántos coronillos caen en la tala rasa, que practicamos a razón de 10.000 hectáreas y más por año en nuestro territorio entrerriano? ¿Cuántas banderas argentinas arriamos con la tala rasa? La soberanía territorial exige a veces, para su protección, esfuerzos y determinaciones que pueden no estar a nuestro alcance inmediato, pero ¿qué hay de la soberanía en el conocimiento? ¿No podemos cultivar nuestra conciencia en relación con la biodiversidad, visitando a nuestros pares para entablar un diálogo, prestándoles atención? ¿Qué estructura colonial del saber deberemos vencer para abrirnos al entorno? Ya lo veremos más adelante.

La soberanía particular de los pueblos, principal lema de la revolución federal, artiguista, entronca a la perfección con el sentido de la comunidad, de los modos regionales de trabajar, relacionarse, conocer, y es un antídoto contra el “epistemicidio” que destruyo culturas en homenaje a la pretendida universalidad del modo occidental europeo de conocer, que sigue haciendo estragos por el menosprecio o la subordinación del entorno en nuestras instituciones. Cuando el ambiente entre por fin a las aulas lo hará como el aire, por todos los rincones, y permitirá recuperar maneras propias de relacionarnos en estos humedales, en estos montes, estas barrancas, lomas, islas.

 

Prohibido el Espinal

 

El occidente moderno nos ha inculcado la idea de conocer dividiendo, fragmentando, con prestigio para la especialización. El médico no se siente en falta por ignorar la historia, el agrónomo se ve lejos de la ecología, el ingeniero acepta como natural su distancia con la poesía. La cultura, la mirada integral fuera de compartimentos estancos, no tiene buena prensa en el sistema eurocentrado que todos padecemos; la cultura no rinde, las cosas valen si son útiles.

Y es tal la rigidez de los paradigmas aplicados para todos, como si la receta estuviera fuera de debate, que el lugar no tiene lugar en nuestras aulas y en nuestras redacciones.

Hablar del lugar suele ser tomado como fruto de una extravagancia, o como una enfermedad localista. Esa mirada favorece la colonialidad porque no encarna. Desde esa uniformidad nos han hecho creer que en nuestro suelo no tenemos historia sino “prehistoria”, que el arte milenario de este suelo es “artesanía”, y con esos criterios todo lo que huela a lugar queda afuera del aula y de las demás instituciones.

En esa línea, por caso, la ciudad de Paraná, en el medio de la región del Espinal, prohíbe plantar en sus calles árboles con espinas… El sistema se para en lo útil, en lo práctico, y deja para después los gustos, la historia, los amores, la tradición. Así mil años pueden ser borrados con la altanería de un astuto, desde un escritorio. El pragmatismo se ha adueñado de la cultura y de la biodiversidad que contiene a la cultura.

En esa línea, en el corazón de la humanidad reunida entorno del mate, nuestros salones prohíben tomar mate. Cuando tapizan las butacas lo hacen desde concepciones ajenas (las que preservan el prestigio, las que se inclinan al mercado), para una humanidad que no toma mate. Después, con la excusa del tapizado, prohíben el centro de nuestra relación, como quien prohibiera la salida del sol para evitar que destiña nuestros pantalones.

Así es que nuestros niños, niñas, jóvenes, asisten durante 12 años a un establecimiento escolar sin conocer el árbol que les entrega su sombra todos los santos días del año en el patio. Porque los compartimentos estancos fueron diseñados por culturas que tenían y tienen a menos lo extraño para ellas: la espina, la comadreja, al mate, la voz guaraní, el “negro”, el “indio”, el gaucho, la mujer en las luchas por la emancipación, la Pachamama, la mirada integral, el monte, las corrientes migratorias de la zona, los saberes del pago. ¿Qué lugar tiene en el aula el puchero de la abuela?

Conocer, para el sistema predominante, es separar, y hemos naturalizado esa aberración. En nuestra región, periférica para esa concepción, conocer es lavar de lugar. Así “estudiamos” libres del aroma del niñarupá, libres del gusto del ñangapirí, libres del trino del zorzal, libres del pez, de la mariposa, y libres de nuestra historia milenaria en este suelo. Estudiamos lavados.

Nuestros hermanos de al lado y nuestros modos tienen para este sistema una condición de atopía, de no lugar, sobran, están demás, se sienten incómodos.

 

Del elefante a la ballena

 

Pero volvamos al palmar. Allí se las arregla la naturaleza y preserva huellas. La arena y las piedras chinas, por caso, ocultan troncos petrificados de un monte antiguo, más parecido al Matto Grosso que  al espinal, con nietos en nuestras selvas de hoy, y restos de elefantes antiguos que pisaron esta tierra, muy precisamente el stegomastodon platensis; además de megaterio, mylodon, macrauquenia, toxodon, tapir, en fin, caballos (equus), ciervos (morenelaphus y antifer), todos hallados entre los palmares cerca de Concordia, vestigios de una vida ajetreada de hace 10 mil años, 80 mil en algún caso.

Ahí cerquita, sedimentos cretácicos con más de 60 millones de años conservan huesos del  lagarto de plata, argyosaurus, nada menos.

Qué bella diversidad si miramos en un tiempo, o a través de los milenios, y qué reciente la presencia nuestra por aquí. Cuando la mulita, la comadreja y Lepidosiren paradoxa llevaban millones de años en la cuenca, este bípedo que somos pisó el suelo hace apenas 11 mil años.

 

Viaje al corazón

 

Si el territorio y la cultura constituyen la biodiversidad, nada se comprenderá sin este complemento maravilloso que es la mujer, que es el hombre. Ahí enfrente de los palmares, en la isla Caridad, la familia de Minga Ayala se cansó un día de las sudestadas y emprendió un viaje histórico hacia el sur para remontar luego el Paraná y establecerse en las barrancas, en Puerto Sánchez.

Remo, paciencia, remo, amor, remo, astucia para conseguir los alimentos en la orilla, en el río, en la isla, circundando los cerritos de aquellos primeros ingenieros, mujeres y hombres alfareros de la costa. Dominga Ayala se alimentó de niña con las costumbres de hospitalidad y comunidad de nuestros pueblos antiguos y vigentes, y sigue cultivando esos modos. Tenía que encontrarla un pintor y poeta, Linares Cardozo, para retratarla en la Canción de cuna costera, meciendo una cunita de sauce.

Ya en Paraná, entonces, pisando las ostras marinas de cinco millones de años, mezcladas con dientes de tiburón, costillas de ballena. ¿Hay que ser grande para llamar la atención en el aula? Ahí está la ballena en esta costa, allá el argyrosaurus y el mastodonte junto al Uruguay. ¿Hay que ser muy pequeño? En todo el territorio ese rinoceronte en miniatura que es el torito de campo, o las termitas con termiteros de una arquitectura sin par, asombrosos edificios de doce y más pisos con escaleras internas. ¿Qué más nos dará la Pachamama para abrirnos los ojos, para decirnos quiénes somos y con quiénes, en este retaso del planeta?

Con la canoa de los Ayala damos inicio al caracol que va del Ibicuy al Palmar, del Uruguay al Paraná por el sur, y seguirá ampliando su espiral en eso de hilvanar el pago chico y la patria grande, sin reparar en fronteras tontas.

 

Los arroyitos

 

Si estamos en las barranca, qué excusa para hablar de los miles de arroyos y ríos que surcan el suelo de la región y constituyen la cuenca del Paraná/Uruguay.

¿Qué es el arroyo? Agua, cauce, arcillas, arenas, vegetales, animales, misterios, luchas, historias, recuerdos, artes, lluvias, trinos, todo eso y más es el arroyo.

El Ayuí fue testigo en 1811 del éxodo oriental, una rebelión contra el acuerdo de Buenos Aires y Montevideo para entregar nuestra región al reino de España, y a su vez una chispa que encendió la revolución por la soberanía particular de los pueblos. El Espinillo fue testigo en 1814 de la resistencia entrerriano oriental contra una invasión colonial, una victoria que fundó la autonomía provincial y consolidó la aspiración federal del cono sur del continente. El Basualdo fue testigo en 1865 de la rebelión entrerriana contra la guerra colonial al Paraguay, que luego de la masacre logró romper también el modo de vida guaraní en el tekoá, destruir la armonía comunitaria en el monte. El Santa Rosa fue testigo en 1907 de uno de los más feroces ataques a la libertad de expresión, cuando el poder político policial lanzó al agua el carro con una imprenta y degolló al carrero Julio Modesto Gaillard que la transportaba, a pedido del periodista Antonio Ciapuscio.

Y así diremos de los ríos Uruguay y Paraná, esas arterias principales que conocieron el remo de Minga Ayala, de niña y de abuela, y bañaron esas casas que tienen la puerta abierta al desamparado, toda una marca también de nuestra biodiversidad, ahora puesta en jaque.

Antropología ambiental, ¿quitaremos de allí el cuchillo, el árbol, la guitarra, el grito, la canción, la hospitalidad? Nadie puede comprender el paisaje sin las primaveras, sin las melodías, los oficios, las marchas, y los arroyos ayudan porque no hay raíz, no hay fruto, no hay trino, no hay ranchada comunitaria, no hay amores que sus meandros no besen.

¿Cómo está esa familia que habita el reino bajo el agua? ¿Qué decir de las toneladas de sustancias químicas que echamos a diario y se depositan en los barros, para envenenar la cadena alimenticia y poner en riesgo los embriones? Las noticias no son precisamente alentadoras. Por eso, tratar la antropología ambiental en este Antropoceno, que se distingue por la presencia abusiva del ser humano, es como remar contracorriente. Qué difícil esto de volver la mirada al monte, al suelo, al río, a los saberes, justo en plena guerra contra el monte, el suelo, el río, los saberes.

 

Círculo hipócrita

 

Tras el sacudón occidental antropocéntrico, que lleva cinco siglos, no hemos recuperado la atención sobre el entorno y ya debemos ocuparnos casi con exclusividad de los modos de la destrucción. Entre Ríos se declara libre de fracking y vende la arena para el fracking que se realiza en provincias del sur que, a su vez, se declaran libres de glifosato; provincias que nos venden el petróleo y el gas extraídos por fracking para nuestros hogares y para que hagamos acá agricultura a escala con transgénicos y herbicidas… Círculo hipócrita, y es un ejemplo nomás. Tampoco son alentadoras las noticias, cuando vemos vastas extensiones apropiadas en un sistema dominado por la ganancia, donde la biodiversidad desentona y la armonía fue extirpada del vocabulario.

Es complicado rescatar a la ciencia cuando es la ciencia la que descuartiza para conocer, y ha subordinado saberes ancestrales que dan respuestas acabadas a las problemáticas de hoy. (Buen vivir, tekó porá, küme felen). Sin contar que las expresiones “antropología ambiental” como su similar “ecología cultural”, aunque se entienden en la tendencia a la especialización, pecan por redundantes.

 

Que diga el suelo

 

Si vamos a salir de la atopía; si por fin vamos a abrir las instituciones a los saberes y sonidos del ambiente, podremos empezar estudiando por la planta de los pies. Probemos, entonces, para comprendernos en la arena, en el barro, en el rocío entre los macachines. Macachines, claro, si estamos en otoño. Alfombra lila, amarilla. Que la tierra abra sus páginas y nos encuentre pata al suelo, cuando pasan los gaviotines, pasan las garzas y nos muerde un tábano, por qué no, mientras miramos con la boca abierta los trazos verdianaranjados de la tortuga criolla que inspiró en María Elena las aventuras de Manuelita.

Chicas, muchachos, gurises: mañana caminaremos descalzos. Conversaremos sobre las informaciones que nos entreguen los pies en la arena, y las alegorías de los suelos arcillosos, agrietados, revueltos (vertisoles), que nos recuerdan al antiguo jubileo esperanzador. Y hablaremos, claro, de las noticias que nos llegan del INTA para denunciar la estrepitosa perdida de materia orgánica y minerales en el suelo en sólo una década, aquí nomás.

Será difícil contemplar en grupo el galopecito del aguará popé, pero no tan difícil registrar sus trazos en la arena, e imaginar esa tierna figura parada en dos patitas para lavar sus alimentos en la orilla. Presentir, charlar de sus modos, sus parientes, viajar con el osito lavador, atravesar juntos ese puente entre dos continentes a través de Panamá, por donde caminaron de sur a norte y de norte a sur miles de ejemplares de todas las especies para una reunión histórica, en lo que llamamos gran intercambio biótico.

Por eso el mbicuré sale hoy de los troncos en los Estados Unidos cuando llega la noche, por eso la llama y el guanaco trotan en la Argentina, o el puma se ha hecho más criollo que la tuna.

A la vista del osito, bien podremos cantar a coro la marcha de Osías el osito en mameluco, que quiere “tiempo pero tiempo no apurado”, como el paisano nuestro sueña en chamarrita con “volver al tiempo del sin apuro”.

 

Ambiente y símbolos

 

Habíamos empezado esta saga con el título “Pedimos permiso a la lola para dar un paseo entre ‘monstruos’”. La lola, Lepidosiren paradoxa, por increíble, antigua e ignorada. Pero vayamos a expresiones más nuevas de la presencia humana en el ambiente, como nuestros símbolos naturales, esos que nos dan un lugar en el mundo para compartir con las demás culturas.

Cada región tiene, claro, los suyos y bienvenida esa interacción. En la nuestra sobresalen las aves. Hemos dicho que en ciertas votaciones informales elegimos el hornero, el cóndor, el tero, y nos quedamos con el primero, el segundo fue elegido en Chile y otros países de la cordillera, el tero en Uruguay. Luego, en la provincia, saludamos también a los dos cardenales.

Entre las flores nos sedujo el rojo federal del ceibo, lo mismo que en Uruguay. Antes habíamos elegido la flor del mburucuyá, y no quedó en el olvido porque es la flor nacional del Paraguay. Los símbolos son muestras incontrastables del diálogo del ser humano en su ambiente. Dicen comunidad, belleza, trabajo; otros como el loro de nuestras cerámicas milenarias (alfareros orilleros) guardan misterios indescifrables. Pero los argentinos y entrerrianos tenemos la gracia de contar con dos expresiones de vida fundamentales en nuestras banderas: el sol, fuente de calor, amor, luz, sabiduría, identidad del sur del Abya yala, en el emblema nacional; y un paño cruzado por la sangre derramada por la soberanía y la independencia, en la bandera federal. ¿Por qué entonces, tanto barullo para integrar el paisaje en nuestras aulas, en nuestras redacciones, si ya ingresa con derecho propio nada menos que el sol, Inti, fuente principal de vida, ahí sí rey indiscutido?

En una próxima edición publicaremos la tercera y última parte de esta saga. Allí incluiremos saberes de nuestros pueblos que facilitan la comprensión del ser humano en el paisaje, y que condenan el sistema dominante en el mundo y en la región, desde una perspectiva alternativa al menosprecio actual del “lugar”, es decir, del pago, en nuestras instituciones. Y comentaremos algunos de los aportes de una literatura regional que, felizmente, no cayó en el menosprecio del lugar.

 

 

 

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