ESCUELA ANTEQUEDA, ESE OASIS QUE NOS AYUDA A ABRIR LOS OJOS
Cuando el aula busca modelos contra el letargo, brilla en el Espinal un viejo casco de estancia donde cultivan los oficios y la amistad.// Vamos por la ruta nacional 12 rumbo al norte, hemos pasado El Solar, y ya en el camino de ripio que entra a la derecha, desde Bertozzi hacia San Carlos y Avigdor, la madrugada nos sorprende con tres bandadas de cardenales, cada grupo con una docena, una quincena de copetes rojos anunciándonos la recepción en la Escuela Antequeda. Allí nos espera más de un centenar de estudiantes y profesores para celebrar la Bandera de Belgrano y la Bandera de Artigas.
Un caminito natural se abre hacia la izquierda a las dos leguas, y hay
que andar rato largo entre relictos de la Selva de Montiel, bordeando tajamares
con garzas y patos y más aves de variados colores, tiesas de frío, hasta dar
con el casco de la antiquísima estancia El Salado que ya era vieja cuando dio
vida hace medio siglo al establecimiento educativo más grande de la provincia,
con casi 500 hectáreas: la Escuela de Educación Agrotécnica Nro. 15 Manuel
Pacífico Antequeda.
La amabilidad que es marca en nuestros establecimientos educativos se
potencia aquí en las caminatas con las mujeres y los hombres que enseñan,
cuidan, acompañan a las chicas y los muchachos residentes. Por ahí las
huertas con acelgas y cebollas y zanahorias, un par de viveros en construcción;
más allá las nuevas instalaciones para los cerdos. Del otro lado el gallinero y
los conejos …
Compromiso con el alimento
Un grupo de alumnas y alumnos nos acompaña a la industria, donde dos
compañeras controlan temperatura y tiempos, en un enorme cilindro de acero
donde se revuelve la leche que los alumnos de otros cursos han ordeñado más
temprano en el tambo de la escuela.
Los estudiantes de 7º año saben de huertas orgánicas, de cerdos,
gallinas, pollos, conejos, vacas, y ahora están a punto de elaborar unas hormas
de queso barra. Antes hicieron cuartirolo, sardo. En la despensa nos muestran
piezas de factura exquisita.
Pasan dos profesores, nos damos la mano, conversamos. Se arrima un
preceptor, charlamos de chamamés y acordeones. Los estudiantes comparten un
enorme patio interno rodeado del viejo casco de la estancia, por un lado, en
forma de herradura, y de otro edificio más nuevo pero con sus años también, que
completa un rectángulo. Unos están sentados en la base del mástil, otros van y
vienen con leña, cargan una mesa donde instalarán el equipo de sonido. En dos
habitaciones se visten con indumentarias criollas para la danza y la actuación,
pero no hay mucha diferencia con el día a día porque varios muchachos andan de
alpargatas y bombachas.
Dos profesoras los reúnen en el salón comedor y les pasan cinco videos
sobre Manuel Belgrano, intercalados con juegos de preguntas y respuestas
referidas a la vida y la obra del prócer. La atención es total. No vuela una
mosca pero la competencia da para bromas y risas. Antes han ingresado las
banderas de ceremonia y cantamos el Himno y la Marcha. Cuando nos invitan a
conversar unos minutos hacemos notar que la naturaleza está expresada en los
paños: el sol que es vida, luz, calor, y una banda roja. Allí los ancestros del
altiplano, la resistencia charrúa. Entonces dejamos puntos suspensivos sobre el
significado de esa franja y escuchamos un jovencito desde el fondo que grita:
“en homenaje a la sangre derramada”. Está claro que el asunto ha sido abordado.
Eso ocurre adentro, mientras esperamos que el sol haga lo suyo a media
mañana para volver todos al patio, ya mitigados los rigores de junio. Chicas y
muchachos alrededor de un fogón (que para eso era la leña), con sus pilchas
gauchas, representan unas grabaciones sobre las discusiones de la paisanada en
torno de la tierra, con vistas al Reglamento de 1815, y de inmediato suena
la voz de Alfredo Zitarrosa en su Triunfo agrario: “este es un triunfo,
madre, pero sin triunfo: nos duele hasta los huesos el latifundio”. Se florea
la juventud con sus faldas, bombachas, pañuelos, sombreros aludos, palmas,
zapateos de alpargatas.
Chapuzón de conciencia
Siguen los debates sobre federalismo, y se viene la vidalita A José Artigas “y endúlzate la boca cuando lo
digas”. Todos a bailar, y en seguida el pueblo con palos y cajas al ritmo de un
candombe y una profe que se zarandea en homenaje a los hijos del África que
participan de los fogones. Ahí la “soberanía particular de los pueblos”, como
objetivo primordial y casi excluyente de la revolución federal y de “la roja
veta diagonal que sangra”, como dice el poeta.
Hay saberes, hay música, hay poesía, hay teatro, hay confluencia de
pueblos ancestrales, afrodescendientes, criollos, hay oficios diversos: la Escuela
Antequeda nos da un chapuzón de conciencia, de comunidad, y pensamos entonces
que Belgrano y Artigas y Antequeda estarían muy satisfechos al escuchar sus
nombres floreciendo en ese ambiente cálido, auténtico, con gracia juvenil.
Una alumna toma un mate, lo ceba, lo muestra, “¿dónde está el agua?”,
pregunta. “El primer mate es para nuestros antepasados, que están presentes”,
reflexiona, para graficar en este símbolo toda una tradición guaraní viva de
amistad, de vida colectiva en relación con la naturaleza.
Yo soy de Santa Elena, yo de Avigdor, yo vengo de Bovril, yo de Sauce de
Luna, mi casa está en Yeso, la mía en Paraje Chajarí en Mojones Sur, yo soy de
San Gustavo… Los estudiantes hablan de distritos y caseríos que no hemos
escuchado nombrar antes, Villa López, El Chimango… varios son de allí nomás, de
puestos rurales, hijos de familias campesinas de la zona que hicieron pata
ancha ante el desarraigo y el destierro que son la norma, otra marca de nuestro
interior profundo.
Apellidos gringos y criollos; las ascendencias milenarias en este suelo,
o en países lejanos, se delatan en los rostros de esta juventud.
Preguntamos a algunos estudiantes si continuarán en la universidad y
damos con algunos que no seguirán carreras vinculadas a los oficios que
aprenden allí, y otros que eligieron disciplinas afines, o que no ven la hora
de aplicar los conocimientos adquiridos en los establecimientos de sus padres.
Es que en la Escuela Antequeda confluyen los más diversos gustos. Allí la
chacarera y el chamamé, y allí la voz de L-Gante en los recreos también. Un
profesor nos está contando que días atrás debía apurarse para llegar a otro
establecimiento y encontró su auto con una goma pinchada, entonces un grupito
de alumnos se ofreció para cambiarle la rueda. La gauchada sale allí sin forzar
nada. En eso llegan tres jóvenes de los primeros cursos y le piden: “profesor,
¿usted podría supervisarnos para hacer un trabajo? Nos dicen que tiene que
haber un adulto”. “¿Y qué van a construir?”, pregunta el docente, con alguna
reserva. “Un volcán que explota, pero ya sabemos cuáles son los químicos,
cuando se mezclan se calientan y largan espuma”. “¿No es medio peligroso”,
intercedemos nosotros con una sonrisa… No sabemos en qué queda el convite, pero
en verdad que el patio de la Antequeda se presta al diálogo y la inventiva.
Buena onda
“Nos sorprende un poco cómo quieren a la escuela en la zona, llevamos a
los alumnos para que conozcan afuera distintas actividades, tenemos movilidad,
todo, y los reciben muy bien; nos parecía que podíamos molestar, pero no: la
escuela tiene mucho prestigio, hay buena sintonía”, comenta un profesor, y
admite que él mismo fue alumno de la Antequeda. Tiene puesta la camiseta.
Otro se anima a comparar la vida en una escuela agrotécnica con colegios
secundarios de una ciudad. “Allá para salir a la plaza de enfrente tenemos que
hacer todo un trámite, acá nos vamos a la sombra de un árbol y damos clase con
total tranquilidad”.
Un grupo de docentes nos muestra la obra nueva, el enorme edificio con
habitaciones para cuatro personas y baño privado, que sacará al internado de la
estructura antigua, tipo militar. Con esta novedad, que por ahora se muestra en
paredes de ladrillo hueco, “en pañales”, los profesores estudian el modo de
organizarse. Saben que tratan con
adolescentes, que los padres confían en la institución y un mínimo descuido
tiraría por la borda la confianza cultivada con mucho esfuerzo por décadas.
Con distintos profesores, estudiantes, preceptores, cocineros,
conversamos sobre nuestra experiencia en la “Encuesta del vivir bien” realizada
por el centro de estudios Junta Abya yala y otras organizaciones en 2018, con
visitas a diversos establecimientos educativos, principalmente, en donde
pudimos constatar una distancia entre las expectativas en escuelas rurales y
barriales. Allí concluimos: “en los entrevistados de localidades vinculadas a
la actividad rural o escuelas agrotécnicas se nota una dinámica en torno de
diversos rubros de la producción. La diferencia es notable si se compara con
barrios de ciudades grandes. Eso lleva a pensar en la posibilidad de consensuar
cambios en la producción de alimentos desde los sectores más cercanos a esa
actividad, y que en simultáneo ellos transfieran esos conocimientos y colaboren
con aquellos menos relacionados, es decir, se promueva un círculo virtuoso. Hay
reservas de conocimientos sobre alimentos, y se nota muy especialmente en
escuelas agrotécnicas y pueblos pequeños, y eso permite pensar en darles mayor
impulso y tender puentes, para aventar las ‘soluciones’ centralizadas que
suelen menospreciar los modos locales, zonales. Así, cada zona podría contar
con su propio color”.
Lo que habíamos visto en escuelas de El Quebracho, Villa Urquiza,
Alberdi, Crucecitas y otras, fue constatado también en Antequeda, donde el
contacto de la juventud con la naturaleza, las reuniones sin amontonamientos,
el aprendizaje de oficios vinculados a los alimentos, generan un ambiente
alentador, contagioso, integrado, y fundamental para un territorio como el
nuestro, pródigo en riquezas naturales. De allí que, al momento de
pensar en los modos de introducir mejoras en la educación formal existen, aquí
mismo, en nuestra provincia, modelos a seguir, y no son precisamente los
encierros en estrechas aulas sin árboles, sin aire, sin sol,
sin pájaros, en las antípodas del lugar agradable, abierto, natural, que exige
el aprendizaje.
Herencia viva
“La distancia creciente entre la vida rural y urbana se nota en el
desconocimiento de muchos sobre las experiencias del otro, y las burlas
generadas por oficios que se practican muy cerca pero, a algunos entrevistados
(en los barrios), les parecen de otro planeta. Aun así, cuando se formó un
clima durante la encuesta en torno de la problemática de los alimentos y el
trabajo, se recibieron comentarios que demostraban interés en el asunto. Eso
dejó la impresión de que los temas están lejos porque de ellos no se habla o se
habla muy poco, pero eso no equivale a indolencia o apatía. Notamos un cambio a
medida que nos introducíamos en el meollo de la temática. En principio, en
zonas urbanas, los entrevistados se mostraban distantes, como que eso no era lo
suyo. Pero a medida que algunos contaban sus vidas, sus saberes a través de
abuelas y abuelos, amigos, tíos, en fin, se lograba una apertura a experiencias
que ni sus propios compañeros ni sus profesores habían escuchado”.
Este es un fragmento de los resultados de la Encuesta del vivir bien, de amplia vigencia
porque los responsables de la educación no se abocan a revertir el proceso de
encierro de las escuelas urbanas, y su incompatibilidad con temas de la vida
diaria, como los alimentos. “El distanciamiento del campo y la ciudad ha sido
severo en pocas décadas, y por eso mismo, porque es reciente, quedan vasos
comunicantes, y los mismos entrevistados se sorprenden con esa herencia
familiar, desgastada pero viva. No en bienes materiales, sí en gustos,
historias a veces idealizadas. Con excepción de los estudiantes de las escuelas
agrotécnicas, la mayoría de los encuestados dijo que los conocimientos que
poseían fueron transmitidos por la familia”.
En Antequeda, los conocimientos familiares y los aprendizajes escolares
van de la mano. Lo que viene de casa es valorado, y al mismo tiempo, lo que se
aprende en la escuela es contrastado con visitas a emprendimientos de la zona,
donde los estudiantes pueden afinar la puntería porque los modos, las técnicas,
las maquinarias, los tiempos, del trabajo concreto, cotidiano, les abren el
panorama. El alumnado no sale crudo de las aulas.
La vida comunitaria
Rodeada de algarrobos, espinillos, talas, chañares, y al pie de unos
inmensos eucaliptos donde han tejido sus mansiones los loros, la Escuela
Antequeda, como otras de su estilo, da respuestas interesantes a inquietudes
sobre la falta de expectativas y de confianza que notamos entre estudiantes de
diversos establecimientos educativos. Luego de la Encuesta del vivir bien vimos
que el mayor espacio para desplegar la comunidad con tranquilidad despierta
esperanzas. “No muestran esa alternativa de inmediato en los barrios urbanos,
pero a medida que reflexionan, se escuchan mutuamente y se crea el ambiente
propicio, dejan fluir una actitud favorable, con alegría. Si el mayor espacio
para vivir y trabajar seduce, no se nota lo mismo en torno de la vida y el
trabajo comunitarios. Aún después de conversar un rato sobre tradiciones
cooperativas, beneficios, aspectos propicios de la vida comunitaria y los
sistemas de reciprocidad milenarios, en general las respuestas de los
encuestados en los barrios se inclinaron por el trabajo individual, a lo sumo
familiar. La vida ultra urbana alejada de la producción de alimentos parece una
problemática mucho más fácil de abordar que la vida individualista, consolidada
por la falta de confianza en la vecindad. Los comentarios fueron, en algunos
casos, demoledores para graficar la desconfianza reinante. Dijo un encuestador
de Gualeguaychú sobre la relación comunitaria: ‘creen en esa forma de trabajo,
pero dicen que el mayor impedimento está dado por lo complejas que se han
vuelto las relaciones entre las personas. Hay mucho celo y especulación. En ese
sentido, Julio asegura que las medias sólo sirven pa’ los pieses’. Otro ejemplo
en un barrio del oeste de Paraná: ‘Los vecinos son una lacra de mierda’, ‘son
malas personas, se roban mutuamente’. Anotamos estas frases porque resultaron
habituales”.
Un paseo por los establecimientos abiertos, con
profesores y profesoras de probado compromiso que a sus alumnos les llaman con
cariño “la gurisada”, con estudiantes caminando de a pares en las
veredas, reunidos bajo un árbol, cumpliendo con la producción de verduras,
huevos, lácteos, pollos, tomando responsabilidades para que las manufacturas no
se arruinen, nos llena de expectativas en torno de los cambios que podrían
introducirse en la educación en general, hoy por ahí desorientada, si no
aburrida.
Al fin y al cabo, nada nuevo bajo el sol: hace rato sabemos que la
cultura se transmite en paisajes abiertos, serenos, comunitarios, donde el ser
humano dialoga con el resto de la biodiversidad; y que el encierro no es buen
consejero.
Daniel Tirso Fiorotto. UNO. Domingo 26 de Junio de 2022