Los Racedo y las artes de los quitamanchas

La Argentina moderna, blanca como un delantalito en el sueño de una generación inspirada en la ficción de Europa, debió lavar el territorio de ranqueles, pehuenches, tehuelches, mapuches, guaraníes, gauchos, paisanos, africanos, mujeres, hombres, niñas, niños, para cumplir su objetivo llamado “civilización”.

La estrategia de los quitamanchas, entre ellos el entrerriano Eduardo Racedo, consistió en la guerra preventiva heredada del conquistador europeo y que el mundo recibió con naturalidad, hasta que llegaron los Hitler y causaron horror porque la mayoría de sus víctimas lucían una piel no ya oscura sino europea. El búmeran que cortaba cabezas volvió contra los propios, contra la vecindad, y ahí pusimos por fin el grito en el cielo.

Los Álzaga Unzué, Pereyra Iraola, Nazar Anchorena, Menéndez Behety, Cambaceres, Casey, Ugarte, Alvear, Martínez de Hoz, Roca, y otros cincuenta, le están debiendo quizá (entre sus abultadas deudas con el país), un monumento gigantesco a los soldados que “limpiaron de indios” el territorio para facilitarles la acumulación de estancias y ayudarlos a edificar esta Argentina sobre los cadáveres de los argentinos.

De la mano del entrerriano Eduardo Racedo podemos recorrer la sangrienta historia de un país inventado al calor de las guerras entre hermanos. Los quitamanchas argentinos usaron a su servicio un monstruo de dos cabezas, una clerical, la otra anticlerical, como dos muelas de una misma tenaza racista, para cortarle al pueblo la respiración y abrirle paso al latifundio. La oligarquía terrateniente, comercial, banquera, socia hoy de las multinacionales diversas, con sus parásitos distribuidos en distintos gobiernos, ni se inmutó cuando le arrancaron la cabeza al busto de Racedo en Paraná. Como un limón exprimido, el soldado no valía ya un desagravio de sus beneficiarios.

De su mano podemos, entonces, comprender iniquidades de hoy, cuando diez millones de personas no tienen dónde plantar un zapallo y una sola persona acumula la superficie de veinte países, además de shopping, bancos y la mar en coche.

Al analizar el nacimiento de la Argentina moderna con la capital en Buenos Aires, la guerra al Paraguay, las represiones contra los provincianos, los atropellos a los pueblos ancestrales (en todo ese proceso participó Racedo), afloran las heridas abiertas para demostrar que la pretendida solución final fue una ilusión colonial pasajera. Todo sigue en tensión. “Pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos”, cantó un artista y repitió un catedrático”, probando, por si hacía falta, que la fama y el poder están enfermos de estupidez.

 

Buen vasallo

 

Todo lo que digamos en pocas páginas del notable guerrero de mil batallas y lúcido gobernador de Entre Ríos, Eduardo Racedo, dejará afuera los matices, porque con él entramos en “la gran explosión” que dio origen al país de hoy. Con esta prevención, entonces, empezaremos hablando de Racedo con el recuerdo del mapuche Damacio Caitruz, para quien los soldados que habían atacado a muerte a su vecindad eran españoles. No podía creer que fueran argentinos.

A las víctimas no les resultaba difícil atar cabos. Por eso, a los herederos de los privilegios de la España imperial los consideraban españoles, sin más, así se llamaran Julio Argentino Roca, Conrado Villegas, Napoleón Uriburu o Eduardo Racedo. Entre los opresores de paraguayos, entrerrianos y mapuches, hallamos, y no es casualidad, los mismos “próceres”.

Muchos piensan en el sur que todos tenemos sangre mapuche, “los pobres en las venas, los ricos en las manos”. Racedo fue un guerrero, excelente en lo suyo: la verticalidad al servicio de un sistema. Se destacó por méritos propios: sus dotes militares, sus rasgos de sensibilidad con aquellos pobres puestos bajo su autoridad en la llamada campaña del desierto, y con sus víctimas, los pueblos ancestrales. También por su aptitud para el mando y la negociación y la organización dentro del sistema ya occidental, demostrada como gobernador. Y bien: una vez que reconocemos estas cualidades podemos admitir que al militar nacido en Paraná le cabe aquel verso de El Cantar del Mio Cid: “¡Dios, que buen vasallo si hubiese buen señor!”. En una de las posibles interpretaciones se entiende que el Campeador hubiera prestado un servicio plausible, de contar con un mejor rey. Algo así diremos de Racedo: metido en las guerras desde los 16 años de edad, su talento no le alcanzó para rebelarse a los prejuicios y conocer otra cosa que no fuera la doctrina colonial racista.

Para la enseñanza de la que fue víctima (como la mayoría), él se consideraba metido en el mundo de los buenos, y reservaba para sus adversarios el mundo de los malos. Es la doctrina resumida en la frase “civilización y barbarie”.

Llevarle la guerra a los pueblos para librarlos de sus culturas y darles urbanidad y evangelio. Con un poco de aceites puede sonar a filantropía, y no sorprende, si hoy escribimos “filántropos” en la columna de imágenes de Google y nos asaltan rostros de banqueros y otros magnates: los peores son los mejores.

 

La ignorancia manda

 

¿Cuánto nos enseñaban entonces, y cuánto ahora, del koyang? Se trata de un parlamento con testimonios simbólicos y rituales (ramos de canelo, sacrificios), para dirimir diferencias y no quebrantar acuerdos. ¿Qué leemos en nuestras aulas sobre el kume felen? Es la expresión de esos pueblos que sintetiza la vida en armonía con la naturaleza. Sumak kawsay, suma qamaña, tekó porá, wat usan (awá), pronuncian los distintos pueblos, vivir bien y buen convivir en sintonía con los ritmos y los ciclos de la naturaleza, como “memorias del futuro”, según la mirada de Bartomeu Melià que supo ver la superioridad de un sistema de abundancia, inclusión y reciprocidad (jopói) previo al capitalismo actual. Cuánto para aprender, y todo bajo el menosprecio occidental. La indiferencia ante la otra cultura no es inocua, aceita la conquista.

¿Y la rogativa que pronuncian nguillatún? ¿Y la madre tierra, ñuque mapu? ¿Y la actitud de estar despiertos, lúcidos, “alvertidos” como dice Atahualpa Yupanqui, trepelaymizuan como dice el mapuche, para no ser permeables a cualquier virus, a cualquier maltrato?

Cada cultura tiene sus modos de conocer, relacionarse, acordar; así los mapuches como los guaraníes o los quechua aymaras, en fin, de quienes se han recuperado tradiciones con respuestas a problemáticas actuales. ¿Cuánto aprendió Racedo y aprendimos nosotros sobre el objetivo casi excluyente de la revolución federal: la soberanía particular de los pueblos, en las antípodas de la uniformidad? ¿Y qué de esas condiciones fundamentales de la entrerrianía: hospitalidad, trabajo colectivo y festivo, espíritu servicial, resistencia? El militar que va a llevar “civilización” a otros pueblos debe ser previamente desactivado y lavado, para hacer carne su oficio de quitamanchas con vistas a la europeización de su país (un obsequio a la superioridad étnica).

Los militares como Racedo en la línea de los Rivadavia, Rosas, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca, que arrasó al país como una locomotora con sus guerras preventivas, nos recuerdan los ataques de los presidentes de los Estados Unidos, como George W. Bush contra Irak, y el despropósito actual del presidente ruso Vladimir Putin sobre Ucrania, como antes los atropellos de Adolf Hitler. Siempre el invasor invocando libertad a los oprimidos.

Como nos enseñó el martiniqués Aimé Césaire, el mundo se horrorizó al conocer los métodos nazis cuando los nazis cometieron, contra los europeos, los mismos atropellos que venían cometiendo los europeos contra los pueblos del Abya yala (América) y África por siglos. “Hemos apoyado este nazismo antes de padecerlo, lo hemos legitimado, porque hasta entonces solo se había aplicado a los pueblos no europeos”, nos despierta Césaire. En el litoral fue tal el escarmiento que nos hemos permitido bautizar y seguir llamando a una bella ciudad “Los Conquistadores”, lo que equivale a “Los Violadores”, una afrenta a los miles de sacrificados.

La crítica a los próceres puede ser anacrónica, es cierto. En nuestro caso vale recordar que en la guerra contra Entre Ríos había miles de entrerrianos en resistencia, enfrentando con disparidad de fuerzas a sus cañones, fusiles a repetición y ametralladoras de última generación; en la guerra contra los guaraníes y criollos del Paraguay se encontraron con todo un pueblo haciendo pata ancha (y miles de entrerrianos en desbande); y lo mismo en sus incursiones contra los habitantes de la Patagonia.

En una restauración del “requerimiento” castellano, las tropas “argentinas” avanzando sobre la Patagonia (hasta el genocidio del País de las Manzanas que gobernaba Sayhueque) invitaban a las comunidades a acatar sus órdenes, so pena de combatirlas. No ha cambiado mucho, si los partidos apoyan a las comunidades que se partidizan e ignoran o someten a las que procuran autonomía. Algunos pretenden anexar a los pueblos ancestrales como notas de color (nunca mejor dicho). En Paraná, los jefes de los malones blancos tienen sus calles. ¿Y Sayhueque, Udalmán, Purrán, Manuel Namuncurá, Foyel, Baigorrita, Pincén? Larga vida al relato.

 

Videla, un discípulo

 

Una mirada corta no incluye los malones de 500 años, y sobredimensiona las respuestas de ayer; una mirada playa enfoca las caras adustas, de apariencia vengativa, y no atiende las insondables raíces de las culturas milenarias.

Los pueblos ancestrales han sido y son víctimas de doble condena por la religión y por la razón. En los tiempos de los Racedo y compañía, el anticlerical Domingo Faustino Sarmiento daba consejos de esta suerte que escucharía con atención el clerical Jorge Rafael Videla para llevarlos a la práctica: “cuando a ciertos hombres no se les conceden los derechos de la guerra, entran en el género de los vándalos, de los piratas, de los que no tienen comisión ni derechos para hacer la guerra… es permitido quitarles la vida donde se les encuentre”. Como dice el paranense Juan Antonio Vilar, “estos derechos rigen para nosotros (los civilizados) y no para ellos (los bárbaros)”. El estudioso señala que lo mismo decía “el gran sanjuanino” de los indígenas, quienes “no están bajo el palio del derecho de la guerra, precisamente porque ellos no lo reconocen ni respetan”.

El autor intelectual del genocidio manifestaba repugnancia por los pueblos ancestrales y consideraba una obligación matarlos sin perdonar a los niños… Terrorismo de Estado. Si esa es la doctrina que fundó la Argentina moderna, ¿no es un tanto ocioso ahondar en los coroneles y generales que la ejecutaron? Eduardo Racedo protagonizó las guerras preventivas. Desde entonces quedaría a los pueblos cuadrarse, formar fila, tomar distancia, negarse a sí mismos; blanquearse en suma.

 

Cualidades del hombre

 

Ahora: dentro de ese racismo, hemos leído actitudes de Racedo que lo muestran ceñido a su profesión militar y a la vez compasivo (lo cortés no quita lo valiente), sin que esta compasión desviara sus objetivos. En su campaña hacia el sur del país, una cuña del interés capitalista, brinda un panorama notable de la vida, con alguna comprensión de las penurias de los cuadros que él dirige. Y no duda en fijar por escrito sus tribulaciones a la hora de imponer orden, por ejemplo, ante las deserciones. También se compadece de las víctimas de la viruela y las venéreas y las angustias y ofrece detalles. Con Racedo uno se sumerge en las peripecias de una campaña militar, y entiende las certezas que abraza un soldado para no mortificarse con vacilaciones.

Aceptados los méritos, digamos también que el poder permite ascender a un lugar de fama a una minoría selecta. Como la historia sobredimensiona la importancia del guerrero (y menosprecia el tejido comunitario); y como la mayoría de los guerreros son varones, y el poder está del lado centralista, las personas como Racedo juegan con cartas elegidas.

Un 25 de Mayo les habla a sus soldados en medio del campo: “debéis, pues, encarar vuestra actual misión, bajo la doble faz del patriotismo y la caridad cristiana, porque al arrancar de sus selvas solitarias a estos parias del progreso, para implantarlos en los centros poblados, donde el hombre se agita en medio de sus miserias y grandezas, los habréis hecho útiles a sus conciudadanos, a la vez que iluminaréis sus inteligencias con la luz esplendorosa del Evangelio”. (Luego admite que los soldados están lejos de la religión y apenas si llevan amuletos y objetos en los que depositan la suerte… Paganos evangelizando).

El racismo con marcas de religión, cultura o tono de piel, impone jerarquías. En nuestro caso encontramos a un treintañero con la pretensión de “salvar” a comunidades que cuentan con mujeres y hombres de sabidurías ancestrales milenarias pero que el occidental considera cosa de niños que necesitan consejos del superior. Lo que pensaban sobre la “barbarie” Sarmiento y Racedo lo pensaba también desde Italia Don Bosco, que mandaba curas a acompañar al ejército. “Solo a la Iglesia Católica le está reservado el honor de amansar la ferocidad de esos salvajes” afirma y manda “fundar colegios y hospicios en las principales ciudades de los confines, atraer principalmente a los hijos de los bárbaros o semi-bárbaros, e instruirlos, educarlos cristianamente; y luego, por su medio y con ellos, penetrar en aquellas regiones inhóspitas (...) y abrir así la fuente de la verdadera civilización y del verdadero progreso".

Los blancos y blanqueados discuten de razón y de fe, mientras demuelen pueblos. Racedo no deja pasar en su arenga el propósito de “unificación de la patria común”, y aclara que los “salvajes” son a su vez “miembros desgraciados de la familia argentina”… El militar que los persigue entiende que son argentinos; los capturados quieren creer que los victimarios son españoles, tal el testimonio de Damacio Caitruz.

 

Grietas de arriba

 

Racedo vivió de guerra en guerra y, como político, intentó estabilizar Entre Ríos para salir del laberinto violento, ya con él arriba. Cuando no quedaban resquicios de la clásica vena federal autonomista de los entrerrianos, entonces diseñó un orden que aventara las rebeliones armadas, y lo logró a medias hasta que el radicalismo se constituyó en una fuerza hegemónica y absorbió en gran medida a rebeldes y conservadores.

Los que intentan recuperar la importancia de las comunidades ven en las élites una disputa por distintos modos de organizar la opresión.

Los choques dejaron enseñanzas. A diferencia de lo que por ahí se publica, el mapuche no piensa en chiquito. “Nosotros rogamos todos, en el nguillatún, para todos… no para mí nomás, no para mapuche nomás, el mapuche ruega para todo el mundo”. Palabras de Damacio Caitruz. Qué bueno saberlo hoy, cuando corren videos alarmistas sobre el wallmapu para predisponernos otra vez contra los pueblos ancestrales.

“Lo que soñó el patriarca te diré:/ el genio de una raza de volcán,/ mezcla de Tupacamaro, el rebelde./ y del invencible Caupolicán”. Versos del afroamericano Joaquín Lencina hacia 1815 hablándole al guaraní Guacurarí, en referencia al criollo Artigas, con alabanzas a las etnias mapuche y quechua aymara. Lo anotamos como otra demostración cabal de que el racismo no estaba naturalizado, que “la época” no es excusa. Y para recuperar el sendero oculto que el “Negro Ansina” supo alumbrarnos.

 

 

Daniel Tirso Fiorotto


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