Día Mundial de la Paz: una vía para desterrar racismos

Los pueblos que definen biodiversidad como "territorio más cultura" colaboran con la armonía y la emancipación sin violentar ni competir. Las culturas ancestrales mantienen la llama encendida y, como dice Damacio Caitruz, no para unos pocos: “el mapuche ruega para todo el mundo”.

 

¿Cómo cuestionar el decadente y violento estado de cosas, valorar el espíritu revolucionario, y al mismo tiempo celebrar el Día Internacional de la Paz este 21 de setiembre, sin tropezar con incoherencias?

Los estados promueven o aceptan, con fines de recaudación, modelos productivos e industriales que violentan el ambiente. Los imperios desatan guerras “preventivas” en nombre de la paz. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia, son modelos en esa farsa. Y que lo digan Irak, Afganistán, Libia, Ucrania, por nombrar un puñadito de casos actuales o recientes.

También los grupos rebeldes suelen lanzarse al poder por vías violentas, con la certeza de que ellos “arriba” lograrán la paz, la justicia y otras linduras.

En el altar de los próceres se apretujan los violentos por la paz. Pero están aflorando vías alternativas para el cambio, vías que no tendrán próceres porque serán comunitarias, sin jerarquías militares.

La distancia creciente entre las armas que pueden reunir los revolucionarios y el arsenal de los estados y sus aliados es ya un disuasivo para las aventuras que pretenden responder con violencia a la violencia del estado y sus socios.

Por otro lado, conocemos algunas experiencias revolucionarias que, ya con el poder en manos, no han sido menos déspotas ni menos racistas que los desplazados.

Pero lo más luminoso es la enseñanza que nos entregan a diario los pueblos ancestrales en resistencia contra los poderes, y a la vez en permanente cultivo de la vida vecinal y la protección de la naturaleza. La mirada occidental solía y suele acusar a esos pueblos de haraganes (cuando los precisan de siervos), o de flojos e indolentes (cuando los quieren de carne de cañón en sus revueltas), porque occidente siempre tiene la “receta”, por supuesto, y ya sabemos cómo nos va con sus recetas y sus sorderas.

Entre muchas y jugosas experiencias en un orden distinto al orden del estado, la más famosa brilla en Chiapas. Gente “alvertida”, diría Yupanqui. Servicial, no sirviente.

 

Las autonomías

 

El pensador oriental Raúl Zibechi señala en las páginas de Clajadep: “revolución se convirtió en sinónimo de la toma del poder”, y así naturalizamos la equivalencia de la revolución y la guerra. “Esta concepción de la revolución comenzó a modificarse con el alzamiento zapatista del 1º de enero de 1994. Los cambios en el imaginario fueron llegando de forma paulatina, a medida que fuimos conociendo sus propuestas”, resume Zibechi. La toma del poder del estado ya no sería, pues, el objetivo central de las luchas. El centro estaría en las autonomías de abajo.

El autor no ignora las tensiones dentro del movimiento, pero insiste con la autoridad de la modestia: “Seguir adelante con la resistencia pacífica y seguir construyendo lo nuevo, como hacen las cuatro familias de Nuevo San Gregorio, requiere una entereza espiritual y ética que debería admirarnos”.

El pensador comunitarista Jaime Yovanovik, con motivo del plebiscito en Chile, subraya: “El estado y sus leyes no están por encima de los vecinos. Los vecinos están primero que el estado, su constitución y sus fuerzas armadas y de disciplinamiento”.

Con vistas a la paz que nos auguramos especialmente el 21 de setiembre, y enfocados en el lema que proponen los países: “Pon fin al racismo. Construye la paz”, nos preguntamos: ¿la paz es vertical, o es horizontal? Para nuestras comunidades, vertical es el grito del amo, el misil del imperio; horizontales, los buñuelos de la vecindad, el arcoíris de las milpas, la quietud y la transparencia del agua con su simbología en las diversas tradiciones.

 

Territorio más cultura

 

No es difícil descubrir y revitalizar ese mundo vecinal, no racista, si nos paramos en una conciencia comunitaria y no sólo de la humanidad sino en interrelación con las demás fuerzas vitales del río, la selva, la piedra, el mar. Cuando nuestras culturas cultivan la hospitalidad, el trabajo colectivo o la gauchada no los imponen a fuerza de fusil, claro está.

Al aceptar los saberes de los pueblos con ascendencia africana en los bosques tropicales del Pacífico en Colombia, donde el ser humano y su cultura están comprendidos por la naturaleza, y no se desarrollan enfrente, ni arriba; al coincidir con esa mirada ancestral, horizontal, no antropocéntrica, que entiende la biodiversidad como “territorio más cultura” (lo explica Arturo Escobar), estamos colaborando con el lema sugerido por las Naciones Unidas para este 21 de setiembre, Día Internacional de la Paz: “pon fin al racismo. Construye la paz”. La comunidad no atropella, no invade, la comunidad celebra y colabora.

(Paradoja: el Día Internacional de la Paz es en la Argentina es el Día del Estudiante, y en verdad que resultaría una feliz coincidencia, si no fuera que ese día fue elegido en homenaje no a la primavera sino a Domingo Sarmiento, un guerrero racista que aborrecía a los pueblos ancestrales, bien lejos de la paz, y sugería incluso aniquilar a los niños indígenas. Difícil, pues, en la Argentina, construir la paz mientras sigamos honrando a este “padre del aula”).

Si en verdad estamos adentro de la naturaleza, como estamos, los lazos son comunitarios y horizontales, sin superiores ni supremacías, y sin esa preponderancia de las organizaciones verticales en sociedad con industrias bélicas, atiborradas de arsenales y aisladas de su entorno, preparadas para la violencia. Cuando sabemos que la mayor violencia en el mundo es ejercida por los estados.

Cultura dentro de la biodiversidad es una cosmovisión con muchas adhesiones. Claro que no siempre estamos atentos a las consecuencias de esta interpretación en varios órdenes. Por ejemplo, ¿cuándo empieza nuestra historia? ¿Con la fundación de nuestras ciudades modernas, como creen algunos? Como en la Argentina las familias se han amontonado en ciudades, la fundación de esas ciudades parece fundar culturas, hace cien o doscientos años. De ahí al “somos un pueblo nuevo”, estamos a un paso.

Es así como ciudades antiguas de la Argentina no incluyen dentro de su estrecho período histórico acontecimientos que ocurrieron medio siglo antes en el mismo lugar. Basta romper ese tapial para ampliar el panorama, y encontrarnos con el siguiente muro: el comienzo de la historia hace 500 años con la conquista europea. Y si logramos desarmarlo, vemos los miles de años que nos preceden sin solución de continuidad. Pero aquí no termina esta carrera de obstáculos: cuando en verdad evitamos la mirada antropocéntrica, tan dominante, y nos afirmamos en la certeza de que el ser humano y su cultura están dentro de la biodiversidad, podemos interpretar los vínculos en una gran cuenca, y un cauce principal donde marcha el torrente de la biodiversidad con nuestras culturas adentro. Nosotros, como afluentes, importantes pero afluentes al fin, nos incorporamos así a un complejo de cientos de miles de años, y lo hacemos como un protagonista más. ¿Acaso el agua es menos que nosotros? ¿Y los minerales? ¿Y los vegetales? ¿Y el aire? “Naide es más que naides”, dicen nuestros pueblos desde antiguo, y eso se entiende mejor en una rueda de mate dentro del monte.

Entonces resulta que muestra historia no tiene 200 años ni 500, tiene quizá 20.000 años en este territorio, pero con este plus: si la cultura humana conversa con el resto de las especies, y esa biodiversidad tiene cientos de miles de años, está claro que nuestra historia es más honda, porque no se agota en lo humano. A lo cual se agrega que nuestra especie, como ocurre con otras especies, toca estos lares con miles de años en sus espaldas, transcurridos en otras geografías. De aquí y de allá las lenguas, los amores, los modos de alimentación, las relaciones, las formas de conocer.

La historia eslabonada, y las especies eslabonadas, he ahí el campo fértil de la paz, sin racismos, sin mandones.

Ahora, qué asunto: cuánta de nuestra cultura proviene de esa gran madre que es la biodiversidad, del diálogo de nuestra especie con las demás. (Diálogo que incluye el comer y el ser comido, claro está).

Al estudiar nuestra historia estamos obligados, desde esta comprensión, a mirar a las especies que comparten nuestra vida (gatos, perros, aves, peces, mariposas, árboles, hierbas, microorganismos, etc.); además del suelo, el territorio, los ciclos, los acontecimientos climáticos (vientos, fuegos, terremotos, lluvias, secas, inundaciones); a incorporar todo esto en ese estudio.

Y cuánto de nuestros modos, nuestras luchas, nuestras artes, ha recibido influencias del entorno, no sólo por aquello de que “la patria se hizo a caballo”, las casas fueron construidas con su bosta, etc., o por nuestra interdependencia con los vacunos, las gallinas, etc; sino también por la vecindad con animales como la abeja, la hormiga, a quienes hemos aprovechado o de quienes hemos aprendido. Cantar en relación con las aves, meditar a la sombra de un árbol, agruparnos en torno de los frutales… tantas cosas con las que interactuamos por miles de años y sobre lo cual tenemos conciencia relativa.

De ahí que, pensar la cultura dentro de la biodiversidad, es un ejercicio con implicancias por ahí inesperadas para la comprensión de nuestra condición.

 

Nosotros en la cuenca

 

Si admitimos que la cultura está inserta en la biodiversidad, que las especies se alimentan mutuamente, que la historia del ser humano se articula con las historias de las demás especies, entonces esa comprensión nos mete de lleno en una historia varias veces milenaria, que se ve mejor con mirada de cuenca. Entonces nos preguntamos de dónde viene nuestra cultura sino del monte, del río, y de la especie humana con historias trenzadas a través de siglos y milenios con sus migraciones, cruzamientos varios, luchas, derrotas, victorias, artes, saberes, trabajos, amores.

Si cruzamos el tabique entre la historia y la pretendida prehistoria, y evitamos ese tapial entre el humano y la biodiversidad, entonces comprenderemos que los habitantes de hoy somos herederos de culturas antiguas, ancestrales, ligadas al paisaje, somos manifestaciones más o menos nuevas de un paisaje que nos precede en milenios.

Los que han llegado, sea para pelear, salvar el pellejo o trabajar, también han interactuado con esas culturas dentro de la biodiversidad; aunque esas culturas hayan sido aniquiladas en su aspecto de organización comunitaria, cosa repetida en vastas geografías del Abya yala. Al quedar vestigios, por ahí ocultados en las familias, en el monte, en tendencias artísticas, en lenguas u oficios, de una u otra manera siguen las finas raíces, las fibras, insertas en las culturas de hoy.

Sabemos de árboles que vuelven desde la raíz después de años, o que dejaron semillas como perdidas, y retornan. De un modo parecido pueden retoñar las culturas con sólo haber dejado raíces, semillas perdidas, sepultadas.

 

El mapuche ruega por todos

 

El estado promueve la fragmentación de las comunidades y la licuación de los colores para quedar mediando (y medrando). El estado uniforma. Si logra restringir los llamados “pueblos ancestrales” de una región a una decena de grupos étnicos, cuando se vea presionado por las exigencias de justicia le bastará con inventar algunas respuestas menores, para pocos, y hasta querrá que esos grupos saluden sus políticas. Hará lo que hace el verdugo palmeando a su víctima. Si, en cambio, aflora la verdad, entonces se verá que los saberes, los principios, los valores ancestrales humectan a gran parte de las comunidades, y eso irá en línea con un principio de los pueblos ancestrales que entienden al ser humano, sin distinción, sin divisiones. Como ha dicho de los mapuche Damacio Caitruz: “hay que tenerle mucho amor a nuestro dios por lo que nos ha dado. Entonces, por eso, nosotros rogamos todos, en el ngillatún, para todos… no para mí nomás… no para mapuche nomás… el mapuche ruega para todo el mundo”.

Esta interpretación genuina es ocultada por un sistema que maltrata a millones y no soportaría mirar el conjunto de sus daños, el conjunto de sus víctimas.

Nuestra historia es varias veces milenaria en este territorio, pues, conectada con la biodiversidad. Es cierto que en estas décadas el colonialismo ha logrado separar nuestros saberes del conocimiento que divulga la escuela estatal, del sistema, con menosprecio de los habitantes del barrio, del campesinado, y una apertura total a la matriz moderno occidental eurocentrada y racista. Por eso decimos que las maneras de la casa, el barrio, las formas de cocinar, de conversar, de vestirse, de divertirse, así como los animales del monte y los árboles, padecen una condición de atopía (incomodidad) en aulas, medios masivos, organismos y corporaciones, todo en la línea del estado uniformador.

Un modo de recuperar la paz, más que construirla, y de erradicar las diversas marcas del racismo, se encuentra revirtiendo el proceso. Haber lavado, aislado y encumbrado al ser humano ya es un error, y para colmo se ha puesto a una etnia sobre las otras mil, y han crecido los poderes vigilantes de esa concepción contra natura, en arsenales y en finanzas.

En las sociedades modernas, el mayor ruido de los poderes emerge de sus esfuerzos por maquillarse de servicio público, y desvirtuar toda muestra de vida que no les obedezca.

Cuando las comunidades vuelvan por sus fueros como están volviendo, en silenciosa actitud revolucionaria, podrán transparentarse los resultados del predominio de los estados y sus socios de las armas y los billetes. En la deriva de la especie humana, las comunidades están en condiciones de recuperar sus atributos, y hay sobrados ejemplos en todos los rincones del orbe, no sólo en el Abya yala. Poner fin al racismo y recuperar la paz es un propósito que declaman los estados encima de la biodiversidad, y cumplen las comunidades dentro de la biodiversidad.

 

 

Daniel Tirso Fiorotto. Paraná, Argentina.

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