Raíces del amor al ambiente en la poesía y el cancionero

Los orígenes de la conciencia ecológica del litoral. Las luchas contra los represamientos, los agroquímicos, la fractura hidráulica, fueron anticipadas por un mundo de poesía que ya expresaba, desde tiempos lejanos, la simbiosis de la mujer y el hombre en su paisaje de ríos y montes.

 

“Tuito es desmonte, surco y caserío,/ nace un quebracho y el tirón lo arranca;/de miedo a que lo atajen los tapiales/ corre con jurias de asustao el río/ por el borde pelao de la barranca./ ¡Humo se hicieron ceibos y sauzales!/ De vez en cuando, cruza por el cielo/ silenciosa, lejana, como juida/ el ala de aire de una garza blanca,/ y vos te imaginás qu’ es un pañuelo/ que te dice un adiós de despedida”.

Así le canta a la nostalgia el gualeguaychuense Claudio Martínez Payva, en el poema Al pie del estribo de su obra cumbre, Lluvia en los cardos.

Hoy se escuchan reclamos por el desmonte, contra las represas; reclamos contra los riesgos de extinción de las especies, y sin dudas son los mismos sueños que Martínez Payva traducía en versos hace casi un siglo.

La garza diciendo adiós es todo un hallazgo, sin dudas. Para Aníbal Sampayo, enero lava esos pañuelitos en el espejo del río… ¡Qué podríamos agregar!

Nos recuerda también esa alusión al pájaro, el mensaje que encuentra Linares Cardozo en la observación de cada especie: “siempre sobra una ilusión/ que mata la soledad:/ hay tacuaritas que anidan/ en las taperas”. El propio Marcelino Román dedicó toda una obra a su admiración por los pájaros.

Para los que solemos pasar con indiferencia frente a una comadreja que ha sido víctima de la velocidad en la ruta, veamos cómo nos pinta la cosa el mismo Claudio Martínez Payva, en su poema “Guacho”.

“Matala Guacho! Si serás pavote!”, le gruñe  el patrón pero la comadreja se le escapa y el gurí liga una paliza. Sólo la china cocinera manifiesta su bronca, su impotencia.

Cuando todos duerman, el chico le confesará a un peón viejo que él mismo había traído la comadreja desde la aguada. “Nos vemos siempre, y le vigilo el nido. … Tiene sáis hijos, viejo, y tempranito alzo comida, y voy a visitarla; sale a esperarme, pobre animalito y empiezo mientras come a’cariciarla. Tuita la cría se le añuda encima, chillan, caminan, l’ahugan con la cola y denguno se cái ni se lastima, y carga, con los sais, la madres sola..!”

“Hoy, desgrané en l’achira los pichones y la truje, a la juerza, y escondida; pensaba que quedrían los patrones conocer a una madre tan sufrida. Ya sabe el risultao… Me hundió la bota, me ha bajao con el taco media oreja, tengo la boca achicharrada y rota, pero pude salvar la comadreja”.

“De aquí un rato, me corro a la laguna a ver si ya llegó, mi compañera. ¡Son sáis que van como a caballo de una…! Y ella no halla un cristiano que la quiera”.

“Ansí vide sufrir a una persona, sola, solita, p’atender su cría, jue pastelera, lavandera, piona…”

En Martínez Payva, el “guacho” ve en el mbicuré a su propia madre.

 

Ni pisaba el pasto

 

En la otra costa del Uruguay, Romildo Risso escribía entonces estos versos bajo el título “Los yuyitos de mi tierra”, que llevaría a la fama Atahualpa Yupanqui. “No digo que pa’ vivir/ tenga que hacerse algún daño,/ pero más de lo preciso/ demuestra espíritu malo. / Si hay leña caída en el monte/ yo no via voltear un árbol,/ pue’ el aire no puedo dir/ de no, ni pisaba el pasto”.

Risso, otro adelantado en la relación con el ambiente, está dispuesto a no pisar el pasto siquiera, como reverencia a la naturaleza. Le pesa el tener que hacerse un lugar, el tener que interrumpir la armonía.

Y no es una casualidad, su obra habla de una relación estrecha entre el árbol y el hombre. Le canta, por ejemplo, al espinillo (El aromo). “En ese rajón, el árbol/ nació por su mala estrella,/ y en vez de morirse triste / se hace flores de sus penas”. Como Osiris Rodríguez le canta al “talita del pedregal”, que es él mismo, en un poema que tan bien recita Víctor Velázquez (su nombre mismo es el abra del monte); y como Jorge Méndez rinde homenaje a las llamadas plagas: “cardo vulgar, tu porfía/ crece a la par del camino,/ y qué similar destino/ sobre tu vida y la mía”.

Atahualpa, en simbiosis con el caballo, le habló de muchas maneras, y en unas décimas que recuerdan a El corralero y El overo, le dice a su tordillo. “No sienta miedo ni pena/  
mi viejo potro tordillo/ que a usted no lo lleva nadie
/ pa'l lao de los frigoríficos./ Me via quedar medio solo/ cuando usted se me aiga ido./  Después que lo aiga enterrao/ via plantar un arbolito/ una sombra pa la sombra/ del recuerdo de un amigo./ Será como verlo siempre,/ como tenerlo conmigo”.

En El alazán, Yupanqui vuelve sobre esa relación. “Si como dicen algunos/ hay cielo pa’l buen caballo,/ por ahí andará mi flete/ galopando, galopando”.

 

Como yo lo siento

 

Osiris Rodríguez Castillo comprendió como pocos los lazos del hombre y el paisaje. “No venga a tasarme el campo con ojos de forastero/ porque no es como aparenta sino como yo lo siento./ Yo soy cardo de estos llanos, totoral de estos esteros,/ ñapindá de aquellos montes, piedra mora de mis cerros/ y no va a creer si le digo que hace poco lo comprendo.../ Debajo de este arbolito suelo amarguear en silencio/ si habré lavao cebadura pa´intimar y conocernos./ No da leña ni pa´un frío, no da flor ni pa´remedio/ y es un pañuelo de luto la sombra en que me guaresco,/ no tiene un pájaro amigo, pero pa´mí es compañero”.

Hay en muchas canciones y versos del llamado “folklore” hondas tradiciones de Abya yala, muy menospreciadas, que mantuvieron llamitas encendidas en los tiempos de tala rasa.

Miguel Ángel Martínez se había creado un mundo propio en la isla Curupí, era un habitante más, como los pájaros, como las flores, los árboles, a tal punto que ese entorno lo llevó a acuñar el gerundio “curupisiando”, que es como decir, “viviendo en armonía”.

El Zurdo era canto y melodía, pájaro y mate amargo, paisaje y amor, isla y campo adentro, y era unidad americana y revolución. Para los zurdeños, que somos sus discípulos, estas cosas no están separadas sino por la ignorancia o la utilidad.

Y qué decir de Juan Ortiz, que se sabía atravesado por un río. Cada cual a su modo, el poeta, el músico, el intérprete, el pintor, van diciendo el paisaje. Para Yupanqui, la guitarra entrerriana tiene como misión dar el paisaje.

Los poetas y los cantores pueden no llamarse “ambientalistas” pero con sus otros ojos, los ojos del arte, no se ven frente al paisaje sino adentro, son parte, y muchos de ellos rompieron antes los muros que separan al hombre de su entorno, y que provocan tanta indiferencia.

Para Ricardo Couchot, por caso, entre el paisaje y el hombre no hay un punto y aparte: “Siririses y crestones/ ponen puntos suspensivos/ en el aire de la tarde”.

Y por ahí alza su ruego: “Avecitas de mi tierra/ pregones de libertad/, yo canto pero les pido/ que me enseñen a volar”.

La relación del pájaro y la libertad puede ser tema de la poesía del mundo, pero en Entre Ríos es el eje, el centro, la metáfora sin discusión e interminable, por repetida que parezca. ¿Quién duda que la calandria prefiere morir antes de verse apresada? Lo primero que ve y escucha Daniel Elías en Las alegrías del sol: “y la calandria impenitente canta”.

 

Ceibos y sauces

 

Hoy que tomamos conciencia de los riesgos de la fractura hidráulica, de los agroquímicos, de la tala rasa, de la perforación por agua caliente salada, o de los diques, es una obligación volver a las fuentes de la poesía.

Fuentes hondas cuyo origen se pierde en los tiempos. Olegario Andrade no hace otra cosa, en La vuelta al hogar, que dialogar con la naturaleza. Ceibos, sauces, zorzales, calandrias, juncos, achiras… “Todos aquí me confiaban/ sus penas y sus delirios;/ con sus suspiros las hojas,/ con sus murmullos el río”.

El ceibo, el sauce, el zorzal, el arroyo, impregnan la poesía entrerriana de cabo a rabo.

Carlos Mastronardi pinta la provincia sin límites entre el hombre y el paisaje. “En ceibales y costas quedan rumores de antes/ y viene hasta mis noches como una queja antigua./ Persiste un rudo encanto que me despeja el alma,/ entre arroyos ocultos y en las calladas islas”.

Bueno, en Eise Osman el hombre mismo es la isla, y comprende mejor si corta los puentes con la realidad aparente. En ese cuento/anécdota que es El botador, el gualeyo comprende cuando escucha al río. En el río caben todos los sueños.

Quizá sea en la relación del hombre del litoral con el mate donde más se expresa esa asociación sin fronteras entre el vegetal, el agua, la cultura, los sueños.

“Mi viejo mate galleta, qué pena me dio perderte”, dice José Larralde en una chamarrita lerda. “En tu pancita verdosa cuánto paisaje miré, cuántos versos hilvané mientras gozaba tu amargo, cuántas veces te hice largo y vos sabías porqué”.

Fortunato Calderón Correa dice “las cosas cantan”, con Reiner María Rilke. “Permaneced distantes; me gusta escuchar cómo las cosas cantan. Vosotros me matáis todas las cosas”, dice Rilke.

En esto de ser el mismo árbol, se lee en la poesía de Calderón: “Risueño si te ven, feliz cuando te ignoran,/ con igual respuesta para la tierra y para el hacha,/ así esperas la noche, álamo./ Lentamente, libre de cargas,/ dejo flotar mi amor hacia tu cuerpo./ Y hay algo en mí que quiere hacerse sol, como tus hojas,/ y tú se lo permites”.

Luego de mostrar cómo los pueblos de África y Abya yala (América) coinciden en su relación honda con el árbol, con la naturaleza, dice Fortunato en una columna: “En virtud de su origen, todas las cosas se encadenan y corresponden en la armonía universal que supera infinitamente el nivel individual de cada uno de nosotros”.

Hemos mencionado una decena de autores, dejamos mil afuera. Inspirados por los anuncios de marchas y otras manifestaciones en defensa de la naturaleza, trazamos este repaso rápido para señalar cómo los cantores y poetas de la región rompieron antes los límites. Algunos, y es el caso de Rubén Cuestas, suben aquí al escenario para imitar, con la candidez de los milenios y como todo homenaje, el canto de los pájaros.

 


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