Los vicios de la aglomeración vistos en el Día de la Pachamama
El sistema nos hizo insensibles a la Madre Tierra, nos arrancó de su lado y nos cargó el chip del consumismo, lejos del ñanderekó: nuestro modo de vida. Aquí, saberes, costumbres y rituales tradicionales con miras a la emancipación.
Si sos una chica o un
muchacho de un barrio de Paraná podés inspirarte en el Día de la Madre Tierra,
el 22 de abril, o el Día de la Pachamama, el 1ro. de agosto, para recuperar una
mirada feliz y expectante sobre el territorio.
La confluencia de
guaraníes y quechua-aymaras en la celebración del 1 de agosto, sea con
alimentos y veneraciones colectivas a la Madre Tierra, sea con algunos tragos
de caña con ruda para aventar los males, nos recuerda la simbiosis del ser
humano en la biodiversidad, la adecuación a los ciclos naturales, cosa que la
modernidad occidental suele menospreciar.
Si sos joven y
rebelde y no te resignás así nomás, este Día puede sin dudas inspirarte. La
Pachamama tiene abierto el corazón, como una puerta que nos invita. Armonía en
vez de competencia; alimentos sanos y cercanos en vez de hipermercados;
comunidad en vez de individualismo; amor en vez de ganancia: son principios que
no mueren por el capricho de los mandones; principios que devuelven la alegría
de vivir, si estamos dispuestos a desnudarnos.
Desnudarse equivale a
quitarse los ropajes, los límites que nos separan del otro, los prejuicios que
nos distancian de la vecindad y nos extirpan del paisaje.
Si nosotros nos vemos
adentro de la biodiversidad, entonces reconoceremos bien a nuestros hermanos:
mujer, hombre, pájaro, pez, árbol, río, zapallo, choclo, arcilla, mariposa. Y
sabremos que nadie es dueño, que todos somos hijos de la Pachamama, madre
tierra en equilibrio. De ahí cualquiera podrá desprender resultados prácticos,
según su imaginación y su coraje.
Cambiar de aire
El sistema nos ha
tallado individualistas, separados, y como protegidos por un caparazón hecho de
miedos y altanerías. Como al otro le pasa lo mismo, entonces tenemos entre
nosotros doble o triple capa de ropas y maquillajes para vencer, a la hora de
comprendernos y encarar algo juntos.
Desnudarse es sacarse
las costras de una sociedad paqueta que pone obstáculos a la juventud, le carga
sus frustraciones: no sea que los jóvenes canten y bailen, cuando los mayores
los queremos angustiados y acomodaticios.
La puerta al árbol no
se abre con argumentos racionales para agotarse en discusiones, se abre con
saberes y con amor. Pero nadie correrá a abrirnos esa puerta, hay que
encontrarla y agarrar el picaporte con otros.
Para tomar conciencia
del estado de cosas empecemos por un trago amargo: el despertar un día sabiendo
que hay muchas y muchos que son o somos víctimas de racismo. Sí, racismo, en
pleno siglo 21, hoy, aquí y ahora.
Pero ojo, porque nada
es tan amargo si sabemos que desnudarse es también prepararse un mate amargo
para la dulce tarea de romper los tabiques de la soledad, compartir una rueda y
aceptar el cordón umbilical directo a la madre naturaleza, por esa tradición
milenaria.
Tragos amargos
Si sos una chica o un
muchacho que vive en un barrio, sin lugar en tu casa para una huerta, unos
frutales, un gallinerito, un jardín; si vivís en un barrio donde no ves el
amanecer ni la puesta de sol, y donde la falta de trabajo llama a los negocios
turbios y la violencia; si en tu lugar conocés una familia con niños
desnutridos, bueno: si vivís en ese barrio, sos víctima de racismo. Y digamos
que eso puede revertirse, que tiene solución. Tomarle el pulso a la vecindad es
ya un acto de libertad. Si nos conocemos, nos empezamos a desatar.
Ya llegaremos a la
buena noticia, pero en este camino tenemos que reconocer otro obstáculo: la
ley.
La Constitución y las
leyes están hechas, interpretadas y ejecutadas por clases sociales que, hoy por
hoy, ocultan el racismo de la aglomeración, entre otros racismos. Y en la
Argentina se superpone otra estructura: la preeminencia de la metrópolis, en
todos los rubros, imponiendo sus esquemas coloniales.
En sus paradigmas del
conocimiento, las clases sociales y las zonas de poder no encuentran (ni buscan
a veces) casilleros donde ubicar el racismo actual. Juan José Rossi y Fortunato
Calderón Correa suelen hacer hincapié en la necesidad de revisar las categorías
impuestas, que nos impiden conocernos aquí y ahora.
En Entre Ríos se ven
estancias de más de 40.000 hectáreas, donde cabrían dos ciudades de Buenos
Aires, con muy pocos trabajadores. Eso convierte en más injustos el desarraigo
y el hacinamiento barrial que padecemos, porque al lado nomás se ven enormes
extensiones deshabitadas, dominadas por robots; estancias que tarde o temprano
deberán darle lugar a la biodiversidad y allí al ser humano. Otros latifundios
son promovidos por la patria contratista y sus candidatos políticos en las
urbes, para hacer negocios turbios con el estado y bancar campañas partidarias,
es decir: quienes se proponen para dar soluciones son quienes quitan a las
familias un espacio adecuado.
Se cae de maduro,
entonces: primero, corredores de biodiversidad en las cuencas, y luego
distribución de parcelas en comunidades, en una economía sustentable, con
cuidado del suelo, el agua, el aire. La vida serena, la agricultura orgánica,
el trabajo en colaboración, el arraigo, no son compatibles con el acaparamiento
de las superficies aquí o allá.
La rigidez de las
leyes hechas para pocos, y la ambición de esos pocos, impiden este cambio
civilizatorio, pero también lo impide nuestro propio distanciamiento: el sistema
nos hizo insensibles a la Pachamama, nos arrancó de su lado, y nos cargó el
chip del consumismo. Muchos no conocen un amanecer, y por eso no lo extrañan ni
lo reclaman como reclamarían un celular.
Voces del monte
Desnudarnos significa
también aquí bañarnos en el agua que es nuestra naturaleza, lavarnos de
eurocentrismo, antropocentrismo, machismo, e impregnarnos de voces del monte,
del río, que nos devuelven al trabajo comunitario y la cooperación.
Basado en la ley
hecha a medida de los grandes propietarios y demás privilegiados del sistema,
el poder pondrá toda la Gendarmería y las demás estructuras policiales
nacionales y provinciales para defender los títulos de Benetton sobre un millón
de hectáreas, y de otros capitalistas sobre 50 mil hectáreas, o las grandes
parcelas de los empresarios socios de la política en los ejidos urbanos, pero a
los desterrados no los defenderán del atropello de la acumulación de tierras en
manos de esos pocos, que los dejan al margen. El Estado va al barrio cuando ya
es tarde: no cuando se oyó el grito por la desocupación y el hambre, sino
cuando el horror de los disparos y las puñaladas, o el crujir de la casa por el
incendio iniciado en un brasero precario. El sistema fue impuesto al contrario
de lo que mandó José Artigas: “que los más infelices sean los más
privilegiados”.
Vamos por las puertas
La mayoría de las
familias gasta en comida el poco dinero que tienen, fruto de changas, o magros
subsidios. El Estado cobra impuestos en esos alimentos, aunque parezca mentira.
Muchos ven esto como
si fuera el único sistema posible. Pero las chicas y los muchachos que levanten
un poco los ojos verán un mar de oportunidades que les fueron mezquinadas a sus
padres y abuelos. ¿Dónde están esas oportunidades?
Están en el suelo, en
el clima, en la generosidad de la Pachamama para darnos alimentos ricos, sanos,
en casa, aquí, en el litoral. Pero no las veremos si no abrimos la puerta para
salir del actual estado de cosas que nos tiene aburridos, resignados, presos.
Malhumor, enojo, abatimiento, individualismo, envidia, no son vías para volver
a la Pachamama. Tampoco lo es la mirada utilitaria: por ver las cosas desde la
utilidad y la ganancia, el mundo se enredó en una catástrofe ambiental.
Los entrerrianos no
estamos al margen del mundo. Este siglo en que vivimos con abuelos/abuelas y madres/padres
es el siglo de la destrucción masiva. Aquí también, ríos y arroyos
contaminados, suelo erosionado o saturado de herbicidas e insecticidas, tala
rasa, a la par de la expulsión de las familias humanas.
La mirada, entonces,
tiene que ser otra y es la de la vida en armonía y la comunidad, desde el lema
charrúa “naide es más que naide”, compartido con distintas culturas del mundo, no
sólo entre seres humanos sino también en relación con otras especies.
Mínima invasión
En un estudio que publicamos bajo el nombre
“Jubileo del tekohá”, y que traemos a cuento para señalar una puerta al
alcance, apuntamos que el sistema actual, en menos de un siglo erosionó la
comunidad campesina por el desarraigo y la desarticulación, y también la
sociedad urbana por el amontonamiento, es decir: estamos ante dos caras de un
mismo fenómeno que se hace ultra perverso cuando vemos que al mismo tiempo
provocamos la destrucción del monte. Todo para aceitar la economía llamada de escala, para pocos.
Jubileo es una suerte de indulgencia mutua,
colectiva, de retorno al lugar de donde nos fuimos obligados por las
circunstancias; tekohá es una palabra en guaraní que equivale a comunidad en la
naturaleza, no aislada, no separada del entorno. Espacio y cultura.
El jubileo no se mostrará como opción en tanto
nuestra juventud se sienta distante del terruño, y no se manifieste la
necesidad del “vivir bien y bello”, que en guaraní llamamos tekó porá.
Ñanderekó: nuestro modo de vida. En el
altiplano decimos sumak kawsay, suma qamaña. En el sur küme felen, küme mongen. Vivir bien y buen convivir. Son principios similares: dicen vida
austera libre de consumismo, en equilibrio con el entorno, con mínima invasión.
El criollo, que ha heredado estas culturas, reza con Romildo Risso: “si hay
leña cáida en el monte/ yo no v’i a voltear un árbol:/ po’el aire no puedo dir/
de no, ni pisaba el pasto”.
En nuestra región confluyen actitudes para la
vida comunitaria y la armonía en el ambiente, lecturas en torno del jubileo,
medidas políticas clave sobre la tenencia y el uso de la tierra (Rocamora,
Artigas), denuncias reiteradas a través de los años contra la concentración de
las propiedades y el destierro (economistas, historiadores, escritores), y una
condición particular de los suelos arcillosos (vertisoles, invertidos,
revolcados), que sugiere una rotación natural en las grietas llamando a la
emancipación.
Ayni y jopói
Hay claros ejemplos de nuestros pueblos
milenarios, antiguos y vigentes, del trabajo comunitario y la celebración del
trabajo. La relación del guaraní con la tierra se basa en el jopói (yopói), en
el sentido de las manos abiertas mutuamente; el potiró, ayuda mutua; el pepy,
convite; y lo mismo en el altiplano se celebra a la Pachamama en las
corpachadas. También en Paraná lo hacemos cada 1ro. de agosto, el día de la
caña con ruda.
Bartomeu Melià señala las coincidencias entre el
jopói guaraní, el nguillatun mapuche, el ipaamu de los aguaruna, encuentros
para practicar el don, el intercambio festivo con especial consideración del
otro.
Otros autores muestran signos de vida en
reciprocidad y trabajo en comunidad y reunión festiva en distintos pueblos del
Abya yala (América).
Pensadores de nuestra región han sintetizado los
pasos del acceso al vivir bien y buen convivir. Se refieren al saber beber,
saber comer, saber danzar, saber dar y recibir, saber amar y ser amado, saber
escuchar, etc. En ningún caso conciben respuestas individuales sino de a pares,
en comunidad; tampoco respuestas sólo humanas sino del conjunto, es decir: el
ser humano en la cuenca, en el paisaje, en el monte, con las aves, bajo este
sol, compartiendo el suelo, el agua, el aire. Y no es muy difícil para los
argentinos, que pintamos el sol en el centro de un símbolo que nos representa:
la Bandera.
“La economía no debe ser reducida, como de hecho
suele suceder, a un problema de cosas o de bienes materiales”, dice Sebastián
Castiñeira al analizar el don y la reciprocidad, y toma expresiones de Rodolfo
Kusch. “Kusch pone de la mano de la economía no sólo el carácter social sino el
hábitat, la ecología y la cultura, con lo cual complejiza mucho más la
comprensión de la misma”.
Y sigue Kusch: “la economía era economía del
trueque. Pero el trueque como sistema de prestación o ayni no se reduce a un
mero intercambio binario de bienes materiales ligados a la determinación
cuantitativa de quien da y quien devuelve. En el ayni se da el trabajo de mutua
cooperación, es por ello que el sistema se denominara ‘ayni ruway’, que
significa trabajemos juntos”. Y aclara Castiñeira: “Trabajo que inclusive era
acompañado en oportunidades por danzas colectivas”.
Minga y hospitalidad
La gauchada, eso de dar sin esperar nada a
cambio, puede parecer una actitud aislada entre nosotros, los panzaverdes, pero
dentro de un paradigma occidental hegemónico. Sin embargo, veamos dos
antecedentes que tomamos de Marcos Sastre en relación con la familia islera (de
los llamados “padentreros”), y de Martiniano Leguizamón sobre los campesinos.
Dice de los isleros del delta
el oriental Marcos Sastre, autor de El Tempe Argentino: “En los campos y en las
islas del Paraná, del Uruguay y del Plata, como en los pueblos antiguos, el
huésped es siempre acogido con respeto y alegría, servido y obsequiado con
perfecto desinterés. Diréis que es de su propia conveniencia el ejercicio de la
hospitalidad, para cuando llegue el caso de tener a su vez que reclamarla… Mas
no es esta la hospitalidad del isleño argentino; él os recibe con el cariño de
un hermano, de un padre; os introduce al seno de su familia, sin preguntaros
quién sois; os cede su propio lecho; os sienta a su mesa con regocijo; parte
con vos, sin admitir recompensa, sus escasas provisiones”. Eso se lee en El
Tempe Argentino, escrito hace más de siglo y medio, y no es difícil encontrar
rasgos de esos modos en isleros y orilleros actuales como Dominga Ayala de
Almada, de muy conocidos rasgos hospitalarios aprendidos en su propia familia y
su entorno.
Algunos años después que
Marcos Sastre, Martiniano Leguizamón cuenta de la minga en nuestra región y
dice que reunía en estos pagos el trabajo más fatigoso con las más bellas
expresiones de juego, comidas, humor, guitarras, pericones, amoríos, fiesta en
suma.
“Aquellos hombres no eran
peones sino amigos, convidados que venían hasta de pagos lejanos para ayudarlo
en la recolección de las sementeras sin interés alguno, por simple espíritu de
aparcería, de recíproca ayuda, creyéndose largamente recompensados con la
celebración de la alegre minga –la fiesta tradicional de las cosechas de
antaño- con su inevitable carne con cuero, pasteles, beberaje en abundancia y
un bailecito hasta la salida del sol”.
Apunta que, con la llegada de
las máquinas, “al renunciar a los procedimientos primitivos y rutinarios se han
borrado casi totalmente esos rasgos de desinterés, ese desdén altanero y
bizarro por las riquezas”, que caracterizaba al criollo. “Ya no hay mingas en
mi tierra!”, se lamenta Leguizamón. “Ya no resuenan en las noches de verano
bajo la trémula claridad de las estrellas, las músicas, las danzas y los cantos
con que se festejaban las felices faenas de la tierra”.
Abrir
las manos
Dice Melià, en textos
más recientes redactados en Paraguay: “hay dos sistemas económicos
fundamentales: la economía de intercambio, de la cual la economía de mercado es
la expresión más significativa; y la economía de reciprocidad, que se rige por
el don y está orientada a reproducirlo... El jopói guaraní es etimológicamente
‘manos sueltas recíprocamente’”.
Como en nuestro litoral quedan
centenares de voces indígenas en los ríos, arroyos, parajes, aves, peces,
árboles, insectos, hierbas, frutas, y muchas expresiones naturalizadas y no
bien registradas, eso nos lleva a pensar que aquello que parece muerto y
sepultado está en verdad latente en nuestras comunidades panzaverdes. Así como la gauchada, esa actitud servicial espontánea, vemos en nuestro
suelo aún la vigencia del trabajo comunitario y festivo en las yerras, la
chacra familiar, las cooperadoras, la construcción de viviendas, y expresiones tradicionales
en fogones, asambleas, rueda de mate, emprendimientos colectivos.
Si sos una chica o un muchacho del barrio, si
sos hijo o hija de campesinos expulsados o empobrecidos, verás que tomar
conciencia del racismo que subyace en el amontonamiento es un paso. Y que
animarse a emprender una vida en comunidad, donde podamos apreciar el amanecer
y descubrir cómo brotan las semillas, nos deja al borde de la emancipación.
¿Quién lo impide? ¿Alguien más importante que la vida?
No habrá tekohá, no habrá lugar sin ese amor intenso a la Pachamama; ni entraremos al jubileo, por la puerta al árbol, enfundados en los chalecos de fuerza que nos colocó el sistema.
Dice Arturo Jauretche: "Me pregunto si mi raza/ como ese fuego agoniza,/ ¡o si está ardiendo la brasa/ y hay que soplar la ceniza!".
Para buscar remedio
El racismo que
denunciamos aquí no es un racismo que reconozcan la escuela, los medios
masivos, no: al sistema le conviene mantener oculto este tipo de racismo,
porque el Estado es cómplice.
El racismo obedece a
un plan para hacer a un lado a grupos numerosos que molestan en el sistema
impuesto. Coloca a las personas bajo la línea de lo humano e involucra la
posibilidad de muerte masiva. (Basamos esta definición en explicaciones del
sociólogo Ramón Grosfoguel).
Racismo hay en el
barrio de familias amontonadas y marginadas cuando el Estado (y en él los
partidos que lo gobiernan por décadas), cierra puertas y facilita en cambio que
no pocos jóvenes se entretengan en violencias, adicciones, mientras que las mamás
se las ven en figurillas para echar algo en el plato de la gurisada, o para
liberar a la prole de las drogas.
El racismo más difundido es el que habla de problemas de ayer, en los que
es fácil tomar posición. Todos estamos contra la esclavitud de los siglos 18 y
19, pero a quienes censuramos ese racismo nos cuesta ver
el que está frente a nuestros ojos hoy: el racismo por aglomeración en los
barrios, que provoca enfermedades potenciadas unas a otras, hasta darnos
una vida riesgosa. Si meditamos el diagnóstico, podremos encontrarle remedio.
Daniel
Tirso Fiorotto. *Fragmentos de esta nota fueron publicados en diario UNO y la
revista Barriletes.