De la comunidad a la monarquía, ¿de la república a la comunidad?

 La falta de confianza en las instituciones abre interrogantes sobre poderes empeñados en sustituir a la comunidad y mezquinar participación. En la crisis, caminos nuevos por senderos ancestrales.

 

En los tiempos virreinales cierta comunidad empezó a pujar por un sistema republicano. Entre la misma dirigencia había dudas, al punto que algunos padres de la patria (San Martín, Belgrano) se volcaron por la monarquía.

Eso mandaba en el mundo eurocentrado. En nuestros territorios de la cuenca del Paraná-Uruguay habían prevalecido por siglos comunidades autónomas: ni feudos ni monarquías ni imperios. Pero la propaganda colonial podía aceptar sólo las estructuras de su historia reciente, no daba margen a la nuestra.

Un puente para recuperar en algo esa condición milenaria fue la revolución federal, que tenía como principal objetivo la soberanía particular de los pueblos en confederación.

El artiguismo era republicano, pero confederal-comunitario, y de sus vínculos con los pueblos ancestrales se deduce que sería en armonía con la naturaleza, tal su cosmovisión.

El paso de comunidad a monarquía fue violento. El paso de monarquía a república fue violento. ¿Qué seguirá a la república sostenida hoy en un estado-nación vertical, uniformador? ¿Algo novedoso, o caminaremos hacia la recuperación de tradiciones comunitarias respetuosas de la biodiversidad y de las particularidades regionales?

 

Himno al trono

 

El Himno Nacional Argentino es monárquico. (Coronados de gloria vivamos… Ved en trono a la noble igualdad… Coronada su sien de laureles… Trono digno a su gran majestad… Ya su trono dignísimo abrieron…). Conocemos a un prestigioso historiador de Paraná que por eso no lo canta. Trono, corona, a repetición, pero no independencia ni federalismo ni república, y menos “soberanía particular de los pueblos”…

Cuando José Artigas se puso al frente de los republicanos, el mundo era monárquico, las experiencias republicanas se circunscribían a Estados Unidos y poco más. Sin embargo, con el tiempo prevalecieron las repúblicas, la división de poderes. Los loquitos sueltos pasaron a ser la norma.

La república sostuvo la letra monárquica del Himno, y en territorios como Entre Ríos agregó marchas que sueñan con “la Entre Ríos que Urquiza soñó”, es decir, la provincia que soñó el mayor terrateniente entrerriano de todos los tiempos. Algunos “símbolos” aclaman a la sangre azul y al poder concentrado y al jefe. Así es como la república queda lejos del espíritu comunitario y de las autonomías.

En los mismos años en que Buenos Aires aprobaba la letra del Himno con la frase “Buenos Aires se pone a la frente de los pueblos”, desde nuestros territorios se redactaban las Instrucciones: “Que precisa e indispensablemente sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del Gobierno de las Provincias Unidas”.

Esto explica por qué la historia escrita por Buenos Aires ningunea las Instrucciones. Y por qué el gusto de Buenos Aires por la monarquía cedió lugar a la república pero consolidó un estado unitario, centralista, de poder personalista y despótico sobre el resto.

 

Comunidad sobre montículos

 

Por miles de años, prevaleció aquí el comunitarismo, la vida horizontal, el tejido regional, antes de las guerras emprendidas por el colonialismo para constituir un estado-nación uniforme, al modo europeo. Las culturas habitantes del delta sobre montículos, y también los guaraníes y los charrúas carecían de un rey, un emperador, un estado vertical, y cultivaban lazos culturales, alimentarios, defensivos, familiares.

El estado-nación arrasó con las identidades territoriales. Mitre lo hizo. El estado-nación eurocentrado era la civilización; las cosmovisiones zonales, la barbarie.

Y el vicio fue naturalizado: hoy, pleno siglo XXI, sobran presidentes, ministros, gobernadores, intendentes, legisladores, concejales, periodistas, intelectuales, sindicalistas, curas, profesionales, convencidos de que las tareas comunitarias están un escalón abajo de sus intervenciones. Es habitual la invasión, para forzar la intermediación estatal o corporativa. Los ejemplos son innumerables. El verticalismo con eje en el estado es la columna vertebral. De un estado en sociedad con grupos económicos poderosos, y con sede en Buenos Aires, como resultado del triunfo del colonialismo manoteando los recursos del puerto.

Monarquía y república se terminaron impregnando. El comunitarismo quedó invisibilizado, menospreciado, sino sepultado. La hospitalidad, la minga, la inclinación ante la naturaleza, fueron aplastadas. Ahora bien: ¿convence esta república lavada de comunitarismo? Hoy el gran capital está en el AMBA, como las corporaciones, los banqueros, el poder electoral, los medios masivos de mayor alcance, y desde allí se baja línea política, económica, moral, educativa, sanitaria, histórica…

La república subsiste con puntales, con parches. Entonces al Ejecutivo y el Legislativo y el Judicial les agregan “defensores del pueblo”, como si presidentes, gobernadores, ministros, legisladores, intendentes, concejales, jueces, fiscales, fueran opresores del pueblo… Y a las veintitantas constituciones del país les agregan miles de leyes, decretos, reglamentaciones, además de corporaciones mixtas, todo “a favor” del pueblo. Mientras el 60 por ciento de los niños del país vive bajo la línea de pobreza hay “republicanos” que cobran cada mes lo que un trabajador común cobrará en diez años, como agregado a lo que esos “republicanos” ya tienen de capital acumulado. Es decir: feudos y monarquías asoman la cabeza en una república vertical, amañada, supremacista. (Y estamos hablando de lo que se ve dentro de la ley, no de lo demás).

 

Partidocracia

 

Salvando alguna excepción, los políticos de la Argentina sufren hoy en su propia piel la enfermedad que ellos le han transmitido al conjunto de la sociedad por distintas vías, a través del estado que ellos controlan y que han fundido reiteradamente. Ese virus se llama aversión al consenso.

Mientras las comunidades ancestrales abonan el ambiente para el consenso, la partidocracia abomina de las coincidencias. Vive de desacreditar al otro.

Los tres partidos que han gobernado casi siempre el país, el peronismo, el radicalismo y el conservadorismo, fueron incapaces de superar la destrucción que dejó la dictadura y llevaron a la Argentina a la quiebra. Una deuda de 400 mil millones de dólares, impagable, es la demostración cabal de sus desaguisados.

Esa deuda no es inocua. Equivale a una pérdida de soberanía en todos los rincones. Hoy, gracias a la ineptitud de los dirigentes, el estado no se puede plantar ante ningún conflicto. Pide auxilio y cede, pide auxilio y cede, pide auxilio y cede: está de rodillas.

Entre los peronistas se acusan mutuamente de la situación actual. Entre los radicales y los conservadores viven escandalizando a la sociedad con sus acusaciones mutuas.

Los opositores aparecen como hormigas cada vez que un gobierno trastabilla. Están los opositores por afuera, están los aliados de ocasión, están los oficialistas que manejan miles de millones de pesos del estado pero se oponen a los métodos usados por el mismo estado para conseguir esos miles de millones… El cinismo es la norma.

Podríamos obviarlo, tratarlo con indiferencia, si no fuera que en la Argentina el cinismo empuja al país al abismo, y que el verticalismo en todos los órdenes no encuentra antídotos.

 

Argentina no es el estado

 

La mentira, la división permanente, el cálculo, el insulto, el engaño, constituyen el caldo donde se desenvuelven los partidos en la Argentina, y también otras corporaciones ligadas al poder. No están afuera los medios masivos. Sin embargo, esa Argentina no es la Argentina, es solo una expresión insana. Millones y millones de mujeres y hombres de este país realizan sus labores con idoneidad, estudian, se esfuerzan, hacen lo indecible por sus hijos, por la vecindad, se comprometen con organizaciones sin fines de lucro, realizan trabajos excelentes, a conciencia, obras de arte maravillosas, dignas de admiración. Las argentinas y los argentinos no viven buscando pleito, no acusan al otro, no necesariamente compiten o sacan ventajas; colaboran, comprenden, hay allí generosidad, espíritu comunitario en muchos casos, paciencia; y según las ciudades, las críticas al sistema se manifiestan con marchas, con gritos, o con silencios. Cada cual según sus modos, ninguno mejor que el otro.

La comunidad no cancela a nadie. Es el poder el que ejerce una cultura de la cancelación. Que el otro no aparezca, no hable. Milímetros más allá diremos que el otro no exista. La disputa entre compartimentos estancos lleva a la violencia, aunque cada cual se adjudica representación del pueblo.

La aparición y el crecimiento electoral de un dirigente que cuestiona a las castas en este último año encuentra explicación en el cansancio, en el hartazgo, en el llamado “voto bronca”. Sin embargo, conviene analizar el origen de esa indignación, y también el sector elegido para castigar. ¿Por qué crece un grupo que cuestiona al estado mismo? ¿Nada hay para decir?

No es un grupo comunitarista, claro está, es nula su ligazón con los saberes ancestrales de consenso, complementariedad, armonía, comunidad.

 

El verticalismo hace agua

 

La crisis, sin embargo, ocultada por la obligatoriedad del voto y por los sistemas de soborno tan metidos en la partidocracia, esa crisis está mostrando un desgaste institucional que involucra a los poderes de la república y a las organizaciones más o menos asociadas al poder vertical: partidos, sindicatos, medios masivos, universidades.

Ninguno de los sectores protagonistas del poder se muestra abierto a reconocer que el verticalismo hace agua. Nadie quiere devolver espacio a las comunidades. Todos quieren empujar sus recetas uniformadoras, a cualquier costo, con la excusa perfecta: si esas fórmulas no dan el resultado esperado será culpa de los otros, de los que boicotean sus recetas. El ninguneo de la soberanía particular de los pueblos es otro síntoma de la decadencia: el sistema se agarra a lo que tiene. Si las comunidades reviven, los “necesarios” mediadores y representantes se vuelven prescindibles... ¿Nos entendemos?

El tejido comunitario, distinto en cada lugar del país, ese tejido un tanto deshilachado de tan vapuleado desde el poder invasor, inescrupuloso; ese tejido milenario que aún pervive, es la garantía de la permanencia de la Argentina en el mundo y de sus maravillosos aportes de ayer, de hoy y de mañana. Seguramente no hallaremos en esa trama los próceres que el sistema exige y lustra, porque en la comunidad lo que se ve es comunidad, no hay allí nombrecitos brillosos ni bronces: hay algodón, arpillera, música, danza; hay sudor, hay talento, hay conciencia, hay poesía.

El siglo XXI es pródigo en experiencias comunitarias, en el mundo. Los estados, los medios masivos vinculados al estado, las escuelas y las demás instancias verticales, ocultan convenientemente esas experiencias o las distorsionan. Que no cunda el ejemplo.

¿Aceptará el poder seudorrepublicano, seudofederal, seudodemocrático, que haya personas interesadas en recuperar los lazos comunitarios y las autonomías y los saberes pisoteados? Nadie lo sabe, pero la historia dice que los sistemas en agonía se maquillan para sostenerse un tiempo. El gatorpardo está cantado, y por ahora funciona como se sabe: tiroteos inocuos para que todo siga igual.

Hay mucho por arribita que puede ser modificado para presentar reformas con bombos y platillos, pero ¿cuál es la parte honda que los diversos partidos con ganas de gobernar no tocarán? Por ahora no hay indicios de que los partidos acepten dar el salto y promuevan la recuperación de las comunidades, el abandono de la concepción invasiva del estado, la soberanía particular de los pueblos, la centralidad de la biodiversidad, el trabajo decente para todos, el clima adecuado para el consenso.

 

Daniel Tirso Fiorotto. UNO. 23 de abril 2023

 

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